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– Está muerto, Sam -musitó ella.

– Sí, me da la impresión -repuso Sam-. ¡Pobrecillo! ¡Qué lástima! ¿Cuántos años tenía?

Kay sentía el ascensor a su espalda. Lo tocó con la mano, pero la cabina no llegaba.

– Por favor -dijo-. Márchese, se lo ruego.

Sam volvió a reírse y se examinó las impecables puntas de los zapatos.

– Hay que hacer algo para aliviar el aburrimiento de un trabajo como éste. ¿Sabe lo que quiero decir?

– No, no lo sé.

– Claro que lo sabe.

– ¿Es usted… es un fantasma?

– No sabía que existiera algo así. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea, pues claro! ¡Pobrecillo! ¿Sabe una cosa? Éste es el trabajo más seguro que he tenido en mi vida.

Sam soltó otra carcajada y Kay Killen empezó a gritar.

En la sala del consejo de administración de la planta veintiuno, Mitch alzó la vista del ordenador y frunció el ceño.

– ¿Habéis oído algo? -preguntó.

Sus tres colegas se encogieron de hombros o negaron con la cabeza.

Mitch se puso en pie y abrió la puerta.

Esta vez lo oyeron todos.

– Kay -dijo Mitch.

El vestíbulo seguía resonando con sus gritos cuando ellos corrían hacia los ascensores. Por el camino, Mitch se asomó a la galería y gritó a la oscuridad de abajo:

– ¡Aguanta, Kay, ya vamos!

– ¡Santo Dios, y ahora qué? -exclamó Kenny, que entró en el ascensor después de Mitch.

Las puertas se cerraron y el ascensor empezó a bajar mientras Mitch golpeaba las paredes con impaciencia.

Cuando llegaron al atrio, Kay cayó de espaldas en el ascensor y se golpeó la cabeza contra el suelo.

Mitch y Helen se pusieron en cuclillas junto a ella, inquietos, mientras Kenny y Levine se lanzaban en persecución de su agresor. Todas las luces se habían encendido ya, y Kenny volvió enseguida, meneando la cabeza con aire perplejo.

– No he visto nada -anunció-. Ni puñetera cosa. ¿Kay está bien?

– Sólo se ha desmayado, no ha sido nada -contestó Helen.

– ¿Cómo que no ha sido nada? -repuso Levine-. ¡Joder, pensé que la estaban violando o matando!

Mitch apoyó a Kay contra su pecho mientras Helen la abanicaba para darle aire en la cara. Parpadeó y empezó a volver en sí.

– ¿Qué ha pasado, cariño? -le preguntó Kenny.

Volvió Levine, alzando los hombros.

– La puerta principal sigue cerrada -informó-. Y en la plaza no hay rastro de nadie.

– Todo va bien -dijo Mitch con voz suave, al ver que volvía a inquietarse-. Ya estás a salvo. -La ayudó entonces a inclinarse hacia delante y le colocó la cabeza entre las rodillas-. Tómatelo con calma. Te has desmayado, eso es todo.

– Sam -dijo ella con voz queda-. Era Sam.

– ¿Ha dicho Sam? -dijo Levine.

– ¿Sam Gleig? -preguntó Kenny.

Kay alzó la cabeza y abrió los ojos.

– Lo he visto -dijo con voz trémula y rompiendo a llorar.

Mitch le tendió su pañuelo. Kenny y Levine se miraron.

– ¿Quieres decir… un fantasma? -inquirió Kenny-. ¿Aquí? ¿En la Parrilla?

Kay se sonó la nariz y emitió un hondo suspiro.

– ¿Puedes levantarte? -le preguntó Mitch.

Ella asintió.

– Parece de locos, lo sé -dijo, mientras Mitch la ayudaba a ponerse en pie-. Pero estoy segura de lo que he visto.

Sorprendió la mirada que intercambiaron Kenny y Levine.

– Que no son imaginaciones mías, ¿eh? -insistió-. Estaba ahí. Incluso habló conmigo.

Mitch le entregó el bolso, que ella había dejado caer al suelo.

– No soy de las que se inventan algo así. Ni de las que se imaginan cosas.

Mitch se encogió de hombros.

– Nadie está diciendo eso, Kay. -La miró fijamente y añadió-: Si dices que lo has visto, es que lo has visto.

– Desde luego, no tienes aspecto de estar tomándonos el pelo -observó Levine.

– Tiene razón -terció Helen-. Estás pálida como la cera.

– ¿Qué te dijo? -preguntó Kenny-. ¿Qué aspecto tenía?

Kay sacudió la cabeza, con irritación.

– No, no es eso. Os estoy diciendo que no se parecía a nadie, era Sam Gleig. Escuchad lo que digo, ¿vale? Tenía el mismo aspecto de siempre. Y además, se reía. -Abrió la polvera y frunció el ceño-. Vaya, estoy hecha una pena. Dijo…, dijo que tenía la impresión de estar muerto y que era una lástima. Palabras textuales, lo juro por Dios.

– Volvamos arriba -dijo Mitch-. A ver si te repones antes de volver a casa.

– Creo que a todos nos vendría bien beber algo -sugirió Kenny.

Entraron en el ascensor y subieron a la planta veintiuno. Mientras Kay se arreglaba el maquillaje, Levine abrió el bar de la sala del consejo de administración y sirvió cuatro vasos pequeños de whisky.

– Yo creo en los fantasmas -declaró Aidan Kenny-. Mi madre vio uno, una vez. Y nunca la oí mentir en nada. Ni inventar historias.

– Pero desde entonces has oído mucho -observó Levine.

– Yo no miento -insistió Kay en tono firme-. Me dio un susto de muerte, y no me avergüenza confesarlo.

Terminó de aplicarse el lápiz de ojos y apuró el whisky antes de pintarse los labios.

– ¿Será de los cimientos? -aventuró Levine-. Me refiero a que tienen diez metros de profundidad, ¿no? ¿Lo habremos construido, ya sabéis, encima de algo?

– ¿De un cementerio indio o algo así, quieres decir? -repuso Kenny-. Venga, hombre.

– Éste era el antiguo emplazamiento del edificio de Abel Stearns -explicó Mitch-. Uno de esos aventureros del Norte que vino de San Francisco a fines del siglo pasado a comprar terrenos y construyó aquí. Cuando su empresa se vendió, en los años sesenta, los nuevos dueños demolieron el edificio y esto se convirtió en un solar hasta que apareció otro constructor. Pero luego quebró, y la Yu Corporation lo compró.

– Pero ¿y antes de Abel Stearns? -insistió Levine-. Quiero decir que toda esta zona era del Pueblo de Los Ángeles, ¿no? Mexicanos, indios aztecas. ¿Por qué no?

– Que no te oiga Joan pronunciar la palabra indio -dijo Kenny-. Esa mujer es el equivalente nativo americano del reverendo Al Sharpton.

– Los aztecas realizaban sacrificios humanos. Arrancaban el corazón de sus víctimas mientras estaban vivitas y coleando.

– Igual que Ray Richardson -opinó Kenny-. De todas formas, Tony, Sam era negro. O, mejor dicho, afroamericano. No era de esos aztecas de los cojones. Un gilipollas, quizá. ¡Qué clase de guarda jurado sería para dejarse asesinar y luego asustar así a una mujer indefensa, apareciéndosele como un fantasma!

– Escuchad -dijo Kay~. Quiero que me prometáis una cosa. Que no iréis por ahí contando a la gente lo que ha pasado esta noche. No quiero que esto se convierta en un tema de guasa en la oficina, ¿vale? ¿Me lo prometéis?

– Naturalmente -contestó Mitch.

– Pues claro -sonrió Helen.

Kenny y Levine se encogieron de hombros y luego, con un movimiento de cabeza, manifestaron su aquiescencia.

Sólo nos queda esperar que mañana la inspección se desarrolle sin más incidentes -dijo Mitch. Amén -suspiró Kenny.

Mitch volvió a la Parrilla a las siete y media de la mañana siguiente. A la limpia y luminosa claridad del sol era difícil imaginar que alguien hubiera podido ver un fantasma en aquel edificio. A lo mejor se trataba de alguna alucinación. Había leído que una vivencia con LSD podía volver a repetirse en algún momento de la vida, por muy atrás que quedase la experiencia original, y pensó que eso, o algo parecido, sería la explicación más probable.

Quería haber pasado a ver a Jenny Bao, para que le diera su respuesta sobre el certificado provisional de feng shui. Pero le esperaba todo un día con Ray Richardson, y sabía que su jefe llegaría antes de las ocho. Así que lo primero que hizo nada más llegar, fue llamarla.

– Soy yo -le dijo.