– ¿Mitch? -repuso ella con voz adormilada-. ¿Dónde estás?
– En la Parrilla.
– ¿Qué hora es?
– Las siete y media. Lo siento, ¿te he despertado?
– No, no te preocupes. Iba a llamarte de todos modos. He decidido entregarte el certificado, para el lunes. Pero sólo porque eres tú. Y sólo porque el tong shu dice que el lunes será un día de buenos auspicios.
– Estupendo. Gracias, Jenny. Muchas gracias. Te lo agradezco.
– Sí, bueno, pero con una condición.
– Lo que quieras.
– Que pueda ir hoy a celebrar una ceremonia de purificación del local. Para asegurarme de que todos los malos espíritus salen del edificio y de que entran los buenos, los qi.
– No faltaba más. ¿Qué clase de ceremonia?
– Es complicado. Entre otras cosas, tendremos que sacar los peces del estanque. Además, habrá que cortar la energía eléctrica durante un rato. Y poner una bandera roja en el panel indicador de fuera. Ah, sí, deberán oscurecerse las ventanas, pero eso puede hacerse automáticamente, ¿no? Y otra cosa: aunque no sé cómo te las arreglarás con ese sistema de alarma contra incendios tan preciso, tengo que encender fuego en un hornillo de carbón en el umbral de la puerta y aventarlo hasta que se hagan brasas.
– ¡Joder! -exclamó Mitch-. ¿Para qué sirve el carbón?
– Propicia un resultado caluroso de la inspección que el señor Yu hará el lunes.
– Brindaré por eso -rió Mitch-. Por lo que a mí respecta, puedes quemar un bosque entero si lo consideras necesario. Pero ¿tiene que ser hoy? Richardson estará allí todo el día. ¿No puedes venir el fin de semana?
– No soy yo quien dice que debe hacerse hoy, Mitch, sino el tong shu, el almanaque chino. Esta tarde es un buen momento para llevar a cabo las ceremonias destinadas a ahuyentar los malos espíritus.
– De acuerdo, nos veremos esta tarde.
Mitch colgó y meneó la cabeza. Dadas las circunstancias, había preferido no mencionar lo que había visto por Kay Killen. Era imposible saber lo que Jenny hubiera querido hacer entonces. ¿Un exorcismo completo? ¿Bailar desnuda alrededor del árbol? ¿Cómo coño iba a decirle a Ray Richardson que Jenny Bao pensaba encender un hornillo de carbón para ahuyentar con el humo a los malos espíritus de su edificio ultramoderno?
Frank Curtis se despertó sobresaltado, preguntándose por qué estaba deprimido. Entonces se acordó: hacía diez años que su hermano había muerto de cáncer. Apartándose de su mujer, Wendy, todavía dormida, se dirigió al despacho, a buscar la caja de cartón donde guardaba los álbumes de fotografías.
No era que necesitase ver las fotografías para recordar cómo era su hermano. Para eso sólo tenía que mirarse al espejo, porque Michael y él habían sido gemelos idénticos. Mirarlas era la forma de recordar cómo había sido él antes, la mitad de un todo.
La muerte de Michael había sido como perder un brazo. O algún órgano vital. Después, Curtis tuvo la sensación de ser sólo la mitad de una persona.
Wendy apareció en el umbral.
– ¿Cómo puede hacer ya diez años? -dijo él, tragándose el nudo que tenía en la garganta, tan grande como una pelota de béisbol.
– Lo sé, lo sé. Llevo toda la semana pensando lo mismo.
– Y yo sigo aquí. -Sacudió la cabeza-. No pasa un día sin que me acuerde de él. Sin que me pregunte: ¿por qué él, y no yo?
– ¿Vas a ir a Hillside?
– Llegarás tarde a trabajar.
Curtis alzó los hombros, con indiferencia.
– ¿Y qué? De todas formas, nunca me ascenderán a comisario.
– Frank…
– Además -dijo sonriendo-, no entro hasta la una.
Ella le devolvió la sonrisa.
– Voy a hacer café.
– No es que necesite ver la lápida para recordarle, ¿sabes? Siempre lo recuerdo tal como era… -Se encogió de hombros-. A lo mejor, después de diez años ya es hora de olvidarlo un poco.
Pero antes de salir de casa colocó un pequeño cortacéspedes en el maletero.
El cementerio de Hillside Memorial Park sólo estaba a diez minutos de coche, cerca de la San Diego Freeway y del aeropuerto. Frank Curtis hacía el trayecto todos los años y, con los 747 a sólo unas decenas de metros sobre su cabeza, limpiaba la tumba de su hermano. Como persona práctica, Curtis prefería señalar su recuerdo con aquel pequeño acto de devoción. Como una penitencia, pensó. No era gran cosa, pero al menos le consolaba un poco.
Cuando llegó a New Parker Center, Curtis tenía deseos de pensar en otra cosa, de acabar el trabajo atrasado y empezar algo nuevo. Escribió informes a máquina, los entregó a los agentes encargados del archivo, rellenó sus formularios de gastos, repasó la agenda y no pronunció una palabra.
Nathan Coleman observaba a su compañero preguntándose qué le habría movido a aquella insólita exhibición de celo burocrático.
Curtis desdobló un papel y lo dejó sobre la mesa. Era la octavilla de Cheng Peng Fei, que protestaba por la actitud de la Yu Corporation hacia los derechos humanos. Se la pasó a Coleman.
– He leído eso, ¿sabes? -dijo al fin-. Y tiene razón. Cualquier empresa que esté tan conchabada con el gobierno chino como la Yu Corp no debería tener relaciones comerciales con este país.
– Díselo al Congreso -repuso Coleman-. Acabamos de renovar a China el trato de nación más favorecida.
– Lo de siempre, Nat. Las putas del Capitolio.
– Oye, Frank, quería decirte una cosa -dijo Coleman-. Me he enterado esta mañana. Inmigración ha retenido a otros tres de esos chinos.
– Pero ¿qué han hecho, por todos los santos?
– Dicen que no cumplían las condiciones del visado. Estaban trabajando, o alguna chorrada por el estilo. Pero un amigo que tengo allí me ha dicho que en el Ayuntamiento movieron los hilos para que los expulsasen del país. Y entonces los manifestantes de la Parrilla liaron los bártulos y se fueron a casa.
– Qué interesante.
– Parece que ese arquitecto tiene muchos amigos ahí.
– ¿Ah, sí?
– En menos de setenta y dos horas estarán en un avión de vuelta a Hong Kong. -Coleman se encogió de hombros-. O a donde sea.
– Cheng sigue aquí, ¿no?
– Sí. Pero aunque se reuniera con Sam Gleig, el forense sigue diciendo que él no pudo matarlo.
Tras un silencio, Curtis preguntó:
– No hemos vuelto a saber de ellos, ¿verdad? Esos marcianos de la Parrilla tenían que haber llamado a un mecánico de la Otis para que comprobase la seguridad del ascensor. Ya hace una semana. Mucho tiempo en una investigación de asesinato, ¿no te parece?
– Puede que al ordenador se le haya olvidado llamar -aventuró Coleman.
– También he pensado en esa fotografía. Suponiendo que sea un montaje, ¿quién podría haberlo hecho mejor que alguno del edificio de la Yu Corporation? Vaya pedazo de ordenador que tienen allí. ¿Qué te parece esto, Nat? Aquí tienes el móviclass="underline" algo va mal con los ascensores, pero alguien quiere taparlo durante un tiempo. Alguno de los arquitectos, a lo mejor. En esa obra hay mucho dinero en juego. Millones. Me lo dijo uno de ellos. Más o menos me pidió que no diéramos publicidad al asunto. Dijo que daría mala impresión que alguien fuese asesinado en un edificio inteligente. Pero ¿preferiría que un pelmazo de manifestante cargara con la culpa de una muerte accidental en vez de su puñetero edificio?
– Yo diría que sí.
– Estupendo. Porque yo también.
– ¿Quieres que les llame? -preguntó Coleman-. ¿A esos mamones de marcianos?
Curtis se puso en pie y cogió la chaqueta del respaldo de la silla.
– Se me ocurre algo mejor -aseguró-. Es viernes por la tarde.
Estarán preparándose para el fin de semana. Vamos a jorobarlos un poco.
Ray Richardson era de los arquitectos a quienes no les gustan las sorpresas, y tenía la costumbre de inspeccionar hasta el último detalle de los suelos, paredes, techos, puertas, ventanas, instalaciones eléctricas y de servicios, sanitarios y carpintería, acompañado de los componentes de su equipo de proyecto, antes de repetir formalmente la misma operación con el cliente.