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Y, pese a su carácter informal, la inspección tenía visos de durar todo el día. Tony Levine habría preferido que la visita de Richardson se hubiese llevado a cabo en varias etapas breves en vez de en una sola y prolongada sesión cuyo resultado, debido a la irritabilidad del arquitecto, podría verse comprometido. Pero, como de costumbre, su jefe estaba sometido a un programa de trabajo muy cargado.

Después de recorrer el edificio durante cinco horas como un autocar de turistas, el equipo de proyecto había llegado a la piscina de la Parrilla. Con veinticinco metros de largo por ocho de ancho, estaba situada en la parte trasera del edificio, bajo una claraboya rectangular ligeramente abombada, y todo -paredes, baldosas, lucernarios, incluso la capa anticorrosión de las vigas de acero- era del mismo tono gris claro menos el agua, de color zafiro y siempre a veintinueve grados. El efecto general era a la vez aséptico y relajante.

Tras una mampara de vidrio que protegía el bar de las salpicaduras de los bañistas, Richardson comprobó la adherencia de las baldosas, la limpieza de las superficies, los interruptores eléctricos de las paredes, las rejillas de evacuación del suelo, las espirales de los cilindros solares para calentar el agua y las juntas de los paneles colgantes de silicona transparente.

– ¿Quieres dar una vuelta por la piscina, Ray? -preguntó Helen Hussey.

– ¿Por qué no?

– Entonces, tendremos que quitarnos los zapatos para no estropear la terraza -ordenó ella-. Sobre todo, no hay que dejar marcas de tacones en esas preciosas baldosas blancas.

– Bien pensado -aprobó Richardson. Pero al apoyarse en la pared para quitarse los zapatos ingleses hechos a mano, se le ocurrió otra idea y añadió-: Es una piscina estupenda, desde luego. Pero el aspecto es una cosa y la experiencia otra. Me refiero a que no sé qué tal será bañarse ahí dentro. ¿Se le ha ocurrido a alguien traer traje de baño? Porque alguien tendrá que meterse para decírnoslo. A lo mejor está demasiado caliente. O muy fría. O tiene demasiados productos químicos.

– O está muy húmeda -murmuró alguien.

Richardson miró al equipo y esperó.

– ¿Algún voluntario? Yo me metería si tuviera tiempo, dan ganas.

– Yo también -terció Joan-. Pero Ray tiene razón, desde luego. Las consideraciones estéticas son una cosa. Y otra, que las apruebe el bañista.

– Bueno, a mí no me importa bañarme en ropa interior -concluyó Kay Killen con una amplia sonrisa. Se encogió de hombros y añadió-: En realidad, me vendría bien nadar un poco. Los pies me están matando.

– Buena chica -dijo Ray Richardson.

Mientras Kay se dirigía a los vestuarios, Joan, Tony Levine, Helen Hussey y Marty Birnbaum se descalzaron y siguieron a Richardson a la terraza de la piscina. Mitch se quedó al otro lado de la mampara de vidrio con Aidan Kenny, Willis Ellery y David Arnon.

– ¿Sabéis lo que me recuerda esto? -dijo Arnon-. Tengo la impresión de que somos altos cargos del partido siguiendo a Hitler en una visita a la nueva Cancillería del Reich. Joan es como Martin Bormann, ¿no os parece? Siempre está de acuerdo con lo que él dice. El tío tropezará en cualquier momento, se dará de morros contra el borde de la piscina y luego nos mandará a todos a un campo de concentración.

– O de vuelta a la oficina -repuso Mitch, encogiéndose de hombros-. Que es lo mismo.

Miraron a Joan, que se agachaba para meter en el agua su gordezuela mano, llena de anillos.

– Así que no es un vampiro -observó Kenny.

– ¿No es agua corriente? -rió Mitch.

– Os equivocáis los dos -dijo Arnon-. Sólo mete la mano en el agua para enfriarla. Como la reina de las nieves. Para que Kay no disfrute demasiado.

– Zorra -gruñó Ellery-. ¿Es que nadie va a darle un empujón?

– Dáselo tú, Willis -le sugirió Mitch-. Nosotros te apoyamos.

Kay apareció en la terraza de la piscina con sostén y bragas de color malva.

– ¡Malva! -exclamó Arnon en tono triunfante-, ¿Qué os había dicho? Pagad, capullos.

Refunfuñando, los otros tres hombres le entregaron un billete de cinco dólares cada uno mientras Kay se acercaba a la piscina, recogía los dedos de los pies sobre el borde como un simio y luego se lanzaba de cabeza al agua con un salto perfecto, sin hacer más salpicaduras que un delfín bien amaestrado.

– ¿Cómo está el agua, Kay? -gritó Richardson.

– Estupenda -contestó ella, emergiendo-. Es decir, bastante caliente.

– ¿Qué clase de chica lleva ropa interior de color malva? -se lamentó Ellery.

– Una con tatuajes -repuso Arnon-. ¿Veis lo que tiene en el tobillo?

Se refería a la delicada guirnalda de flores rojas y azules, que daba la impresión de que su pie había sido artísticamente cosido a su pierna por algún genio de la moderna microcirugía aficionado a la botánica.

– ¿De dónde saca Dave su información? -se preguntó Ellery-. Eso es lo que me gustaría saber.

– Kay suele llevar blusas transparentes -le recordó Kenny.

Arnon se descalzó con un ágil movimiento de los pies y se dirigió al borde de la piscina.

– Dejadme pasar -dijo, sonriendo entre la barba-. Soy el bañero.

Kay empezó a nadar a lo largo de la piscina. Tenía la brazada suave y poderosa de quien se encuentra a gusto en el agua.

– Me parece que sería mejor verlo de cerca -dijo Ellery, que se quitó los zapatos y siguió a la alta figura de Arnon.

– Esa chica es una verdadera provocación -observó Kenny-. Es decir, un desplegable del Playboy. Si te fijas bien, quizá le veas una grapa en el ombligo.

– Lo de anoche no parece que la haya afectado mucho -comentó Mitch.

– ¿El fantasma? -repuso Kenny-. Creo que hemos encontrado una explicación. Bob está tratando de comprobarlo. En vista de que ya no tenemos vigilante nocturno, Abraham ha creado uno. O, al menos, un facsímil.

– ¿Un facsímil, qué quieres decir?

– Una imagen animada en tiempo real. Un holograma. Es perfectamente lógico. No sé por qué no se me ocurrió anoche. El cansancio, supongo. Esas cosas entran en los parámetros de aprendizaje de Abraham. Al comprobar la ausencia del verdadero Sam Gleig, anoche creó lo más aproximado. Al fin y al cabo, para eso sirven los hologramas, ¿no? Para dar un aspecto humano a un sistema esencialmente inhumano.

– ¡Joder, Aid, casi mata del susto a la pobre chica! -protestó Mitch, meneando la cabeza con irritación-. Podía haberle dado un ataque al corazón, o algo así.

– Lo sé, lo sé.

– Estaba verdaderamente convencida de que había visto un fantasma. No estoy seguro de que yo hubiera creído otra cosa.

– Abraham no sabe nada de fantasmas. Ni siquiera entiende la idea de muerte. Esta mañana Beech y yo nos hemos pasado una hora tratando de explicárselo. Él aún sigue. Sólo queremos averiguar lo que pasó, eso es todo.

– Y evitar que vuelva a suceder, espero.

– Mitch -repuso Kenny en tono paciente-, me parece que no entiendes plenamente lo que esto supone. Es una gran noticia. Beech está entusiasmado, absolutamente fuera de sí. Me refiero a que el ordenador tomó una iniciativa. No esperó instrucciones, ni eligió entre una serie de opciones establecidas. Abraham adoptó una decisión por sí solo y la puso en práctica.

– ¿Y eso qué significa?

– En primer lugar, que este edificio es jodidamente más inteligente de lo que nadie había imaginado hasta ahora.

Mitch sacudió la cabeza.

– No estoy seguro de que me guste la idea de que un ordenador tome iniciativas.

– Mira, si lo piensas, no es más que la consecuencia lógica de disponer de una red nerviosa. Una curva de aprendizaje. Salvo que Abraham aprende mucho más deprisa de lo que habíamos pensado. -Kenny sonrió con entusiasmo-. No te lo tomas como es debido, Mitch, de verdad. Creí que te alegraría saberlo.