– ¿Por qué?
– ¿Preferirías que este edificio estuviera realmente lleno de fantasmas? ¿O que Kay sufriese alucinaciones? Venga, sé razonable.
Mitch se encogió de hombros y meneó la cabeza.
– No. No lo sé. Pero hay algo que no tiene sentido y no acierto a saber qué es. -Hizo un gesto hacia la mampara de vidrio. Richardson y su pequeño séquito volvían hacia la puerta-. Ahí viene.
– Hablaremos más tarde, ¿vale? Con Beech.
– Vale.
– Nadas divinamente, Kay -dijo Richardson, volviendo la cabeza.
– Y con razón -respondió ella, todavía en el agua-. Prácticamente me crié en la playa de Huntington.
– Y tampoco te faltan agallas para meterte en el agua en ropa interior delante de estos lúbricos cabrones con los que trabajamos. Quédate en la piscina el tiempo que quieras, Kay. Te lo has merecido.
– Gracias, creo que me quedaré un poco.
– Vamos a ver esas cámaras de flotación.
– Bienvenido a las oficinas de la Yu Corporation, el edificio más inteligente de Los Ángeles. ¡Hola! Soy Kelly Pendry, para servirle, y voy a decirle lo que tiene que hacer. No se le admitirá…
– ¡Otra vez, no, joder! -rió Curtis-. Es una verdadera pelmaza.
– Y como esta oficina es completamente electrónica, no recibimos correo normal.
– ¿Y cómo se las arregla el cartero? -se preguntó Coleman.
– Tendré que probarlo algún día -dijo Curtis-. A lo mejor recibo menos facturas. ¿Tenemos que esperar hasta que acabe el disco?
– … la persona que debe recibirle…
– ¿Qué coño tiene de malo en que haya una persona de carne y hueso en la recepción? -protestó Curtis, olfateando el ambiente con recelo.
– Es por seguridad, Frank. ¿Por qué, si no? ¿Te gustaría que tu mujer estuviese ahí sola, con todos los cabrones que vienen por aquí?
Curtis movió pensativamente la cabeza.
– Sí, creo que Mitchell Bryan me comentó algo de eso. Dijo que la Yu Corp temía que secuestraran a la recepcionista, si ponían una de verdad. ¿A qué huele, Nat?
– Así van a ser las cosas, hombre, y cada vez más -dijo Coleman, con una risita.
– A carne podrida, ¿no?
– Yo no huelo a nada. No es que seas anticuado, Frank. Es que tienes que aprender a hacer las cosas de otra manera.
– … pues su voz será codificada informáticamente por razones de seguridad.
– Inspector de primera Frank Curtis, Departamento de Policía de Los Angeles. Quisiera hablar con Helen Hussey o Mitchell Bryan, de Richardson y Asociados. -Se apartó del mostrador-. A lo mejor tienes razón, Nat.
– Inspector Nathan Coleman, Departamento de Policía de Los Angeles. Yo también quisiera hablar con esas personas. Con cualquiera de ellas. ¿Comprende?
– Gracias -repuso Kelly-. Un momento, por favor.
– ¡Ordenadores! -exclamó Curtis con desprecio.
– Debes tener paciencia, Frank. Eso es todo. Fíjate en Dean, mi sobrino. Tiene siete años y sabe de ordenadores más de lo que yo aprenderé en mi vida. ¿Y sabes por qué? Porque tiene paciencia. Porque tiene todo el tiempo del mundo. ¡Joder, si yo pudiera dedicarle a eso el mismo tiempo que él, sería como ese Bill Gates de los cojones!
– Diríjanse a los ascensores, por favor, irán a recogerlos allí.
Pasaron por las puertas de cristal, alzaron la vista hacia la copa del árbol y observaron a una bella china que intentaba atrapar con una red las carpas del estanque.
– Guaa-pa -murmuró Coleman.
Se detuvieron y miraron al agua.
– ¿Pican? -ironizó Curtis.
La china le dirigió una agradable sonrisa y señaló un ancho recipiente de plástico que tenía a los pies, donde ya nadaban tres peces. A su lado tenía una pequeña caja de embalaje que contenía un hornillo de piedra con trozos de carbón vegetal.
– Ni con red resulta fácil -dijo ella.
– ¿Piensa hacer una barbacoa? -preguntó Coleman.
Al ver la expresión perpleja de la mujer, el inspector indicó el hornillo con la cabeza.
– A mí los pececitos de colores me gustan crujientes por fuera. Y sin quitarles la espina, por favor.
– ¿Quieres callarte? -le interrumpió Curtis que, volviéndose a la mujer, añadió-: Disculpe a mi compañero. Va mucho al cine.
La mujer se inclinó ligeramente y esbozó una sonrisa perfecta.
– Estoy acostumbrada a oír bromas sobre mi trabajo, créame.
– Pues buena suerte -se despidió Curtis.
– De eso se trata precisamente -repuso ella.
Estaban en el gimnasio cuando Abraham llamó para avisar a Mitch de que dos policías deseaban hablar con él.
– La policía -anunció él, colgando el teléfono-. Están en la recepción. Será mejor que vaya a ver lo que quieren.
– Líbrate de ellos, Mitch -ordenó Richardson-. Todavía nos queda mucho que recorrer.
Mitch se dirigió al atrio. Polis. Justo lo que necesitaba, y precisamente aquel día. Al cruzar las puertas vio a Jenny al borde del estanque y a los dos inspectores de la Criminal que esperaban pacientemente junto a los ascensores. Oyó una puerta que se abría, unos pasos y una voz que le llamaba a su espalda.
– Mitch.
Se volvió y vio a un hombre alto; tuvo que mirarlo dos veces para reconocerlo. Tenía el rostro cubierto de una barba de varios días y los ojos hundidos, con un cerco de sombras profundas. Parecía que había dormido con la chaqueta puesta. Y era presa de pronunciados temblores.
– ¡Por Dios, Allen! ¿Qué haces aquí?
– Tengo que hablar contigo, Mitch.
– Tienes una pinta horrible. ¿Qué coño te ha pasado? ¿Estás enfermo? Te he llamado a tu casa, pero nunca estás.
Grabel se pasó nerviosamente la mano por la barbilla.
– Estoy bien -afirmó.
– El ojo. ¿Qué te ha pasado en el ojo?
– ¿El ojo? -Grabel se tocó la piel por encima de los pómulos y la encontró irritada-. No sé. Me habré dado algún golpe, supongo. Es importante, Mitch. ¿Podemos ir a algún sitio? Prefiero no hablar aquí.
Mitch había vuelto la cabeza para mirar a los dos policías. Vio que le estaban observando y se preguntó qué podrían pensar dos mentalidades naturalmente recelosas de la escena que presenciaban.
– Tengo que decirte algo.
– Allen, has elegido un día cojonudo, ¿sabes? Richardson está en la piscina con todo el equipo de proyecto, y ahí me esperan dos polis para hacerme preguntas. Y Jenny Bao está celebrando una ceremonia feng shui para ahuyentar a los malos espíritus del edificio.
Grabel frunció el ceño, tuvo un escalofrío y cogió del brazo a Mitch.
– ¿Qué has dicho? -preguntó, alzando la voz-. ¿Has dicho malos espíritus?
Mitch volvió a mirar hacia los polis. Ahora que se había acercado más a Grabel, le llegó su olor. Estupefacto, se dio cuenta de que su antiguo compañero desprendía el olor rancio y agridulce de un auténtico vagabundo.
– Tranquilo, Allen, haz el favor. Sólo son las majaderías de costumbre, el feng shui, nada más. -Se encogió de hombros-. ¿Tienes un minuto? Tengo que librarme de esos polis. Espera un momento. Pero aquí no, Richardson podría verte. ¿Por qué no vas al ático? Al apartamento privado del presidente. Espérame allí.
– ¡Ni hablar!
Mitch retrocedió ante la fétida oleada que surgió de la boca de Grabel.
– Oye, te espero abajo, en el garaje, ¿vale?
Mitch se dirigió hacia los dos policías con una estirada sonrisa en los labios.
– ¿Qué coño pasaba ahí? -inquirió Curtis, con calma-. Ese tipo tenía todo el aspecto de un vagabundo.
– A lo mejor era el arquitecto -sugirió Coleman.
– Lo siento, señores -dijo Mitch, estrechándoles la mano-. Tenía que haberme puesto en contacto con ustedes. Tengo el informe del mecánico de la Otis encima de mi mesa desde el miércoles por la mañana, pero estos últimos días han sido tremendos. ¿Quieren que subamos a comentarlo?