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– ¿Y si subimos por la escalera? -sugirió Curtis, sarcástico.

– Ya verán que el informe confirma nuestras propias conclusiones: los ascensores funcionan perfectamente. Por favor -añadió, invitándolos a subir al ascensor-, no hay absolutamente ningún motivo para preocuparse, se lo aseguro.

– Eso espero.

Se abrieron las puertas del ascensor pero, antes de subir, Mitch les pidió que esperasen un momento y se dirigió hacia Jenny.

– ¿Cómo van las cosas? -le preguntó.

– Esto es más difícil de lo que pensaba.

– Te quiero -dijo él con voz queda.

– Más te vale -repuso ella.

Los tres hombres subieron en el ascensor hasta la planta veintiuno.

– Hoy tenemos un día muy ajetreado -explicó Mitch-. El equipo de proyecto está en el edificio, comprobándolo todo antes de decirle al cliente que las oficinas están listas para ser ocupadas.

– ¿Por quién? -inquirió Curtis-. ¿Por todos los vagabundos del barrio?

Mitch enarcó las cejas.

– Ah, ¿se refiere a Allen? Trabajaba en la empresa. A mí también me ha sorprendido bastante la forma en que ha descuidado su aspecto.

El ascensor se detuvo suavemente y se abrieron las puertas. Curtis dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.

– Bueno, ya hemos llegado – dijo Mitch-. Sanos y salvos. No soy ingeniero mecánico, pero hemos hecho que lo revisen de arriba abajo, de las poleas al microprocesador. Prácticamente lo han desmontado todo.

Los precedió por el pasillo y entró en la sala de juntas. Era una estancia de doble altura con las dimensiones de una pista de tenis, y estaba cubierta por una gruesa alfombra elegida tanto por sus buenas cualidades aislantes como por su color gris perla. En el centro había una magnífica mesa de reluciente ébano con ocho sillas negras Rennie Mackintosh, de respaldo en escalera, a cada lado. La pared del fondo estaba cubierta de estanterías negras, dominadas por una televisión de gran pantalla y una serie de aparatos electrónicos entre los que destacaba un ordenador. Al otro extremo de la sala se veía un pequeño recinto con un bar. Bajo el enorme ventanal había un largo sofá de cuero negro. Curtis se acercó a apreciar la vista. Nathan Coleman fue a mirar los aparatos electrónicos. Mitch abrió su ordenador portátil, insertó un disco y empezó a abrir ventanas en la pantalla.

– La oficina sin papel, ¿eh? -sonrió Curtis.

– Gracias a los ordenadores, inspector -repuso Mitch-. Certificados para esto, licencias para lo otro. Hasta hace muy pocos años, nos ahogábamos en papel. Ahí lo tenemos.

Mitch volvió hacia Curtis la pantalla, que mostraba el informe de los ingenieros.

– Sabe, inspector, el Otis Elevonic 411 es un modelo de ascensor especialmente seguro y eficaz. En realidad, es el más moderno del mercado. Y, por si eso no bastara, Abraham se encarga de supervisar y controlar el buen estado del sistema en su conjunto. Comprueba si se ha producido alguna irregularidad en las prestaciones y si es necesaria una operación de mantenimiento. Y cuando decide que hace falta la intervención de un técnico, está programado para llamar directamente a la Otis y comunicárselo.

Curtis miró fijamente la pantalla con aire inexpresivo y asintió con la cabeza.

– Como puede ver -añadió Mitch-, los técnicos lo examinaron todo: el dispositivo de control de la velocidad, la unidad de control lógico, la unidad de modulación de amplitud de vibración, el sistema de control de movimiento, la transmisión sin engranajes. Todo lo encontraron en perfecto estado de funcionamiento.

– Desde luego, parece que han sido muy concienzudos -observó Curtis-. ¿Puede sacarme una impresión de esto? Lo necesito para el informe del forense.

– ¿Por qué no se lleva el disco? -sugirió Mitch, sacando el pequeño objeto de plástico de un costado del portátil y deslizándolo hacia el inspector.

– Gracias -dijo Curtis en tono inseguro.

Por un momento, los tres hombres guardaron silencio. Luego, Mitch dijo:

– Me he enterado de que han soltado ustedes a ese estudiante chino.

– Ah, ¿se ha enterado? Pues, a decir verdad, señor, no tuvimos más remedio. Era completamente inocente.

– Pero ¿y la fotografía?

– Sí, ¿qué pasa con esa fotografía? El problema es, sencillamente, que no cuadra con las conclusiones del forense. Han determinado que Cheng Peng Fei es muy bajo para haber golpeado a Sam Gleig en la cabeza. Muy bajo y poco fuerte.

– Entiendo.

– ¿Sabía usted que algunos de los chicos que estaban ahí fuera van a ser deportados?

– ¿Deportados? Es un poco excesivo, ¿no cree?

– Nosotros no tenemos nada que ver -le informó Curtis-. No, parece que alguien del Ayuntamiento ha movido algunos hilos para echarlos del país de una patada en el culo.

– ¿Ah, sí?

– Desde entonces, los demás manifestantes han desaparecido -dijo Coleman-. Como si les hubiera entrado miedo.

– Ya me preguntaba dónde se habrían metido -comentó Mitch, encogiéndose de hombros.

– Menudo alivio para ustedes, ¿no? -repuso Coleman-. Y es que debían ser una verdadera lata.

– Bueno, no digo que no me alegre. Y ese tipo me rompió el parabrisas. Por otro lado, deportarlos parece un tanto excesivo. No es lo que yo pretendía.

Coleman asintió.

– Parece que su jefe tiene mucha influencia en el Ayuntamiento -observó Curtis.

– Mire -dijo Mitch-, sé que quería echar a los manifestantes. Habló con el primer teniente de alcalde. Eso es todo. Estoy seguro de que en realidad no quería que expulsaran a nadie del país.

Mitch era consciente de que, tratándose de Ray Richardson, no podía estar seguro de nada; y pensando que sería mejor cambiar de tema, señaló con la mano el informe de los ingenieros.

– Bueno -dijo-, ¿en qué situación nos deja este informe?

– Me temo que nos deja con un homicidio sin resolver -admitió Curtis-. Lo que no es bueno ni para ustedes ni para nosotros.

– En el pasado de Sam Gleig podría encontrarse alguna pista. ¡Tenía antecedentes penales, por el amor de Dios! No pretendo ser grosero, pero no entiendo por qué no centran sus investigaciones en eso. Me temo que las posibilidades son bastante limitadas.

– Bueno, es una forma de verlo -admitió Curtis-. Pero, tal como yo veo las cosas en este momento, alguien pretende que uno de esos muchachos chinos cargue con el mochuelo. Alguien de aquí.

– ¿Por qué razón?

– Ni idea.

– No lo dirá en serio, ¿verdad?

Frank Curtis no respondió.

– ¿Sí?

– Se me ocurren móviles más inverosímiles que el deseo de evitar una mala publicidad.

– ¿Cómo?

– Señor Bryan -dijo Curtis al fin-, ¿conoce bien al señor Beech?

– Sólo desde hace unos meses.

– ¿Y al señor Kenny?

– Desde hace más tiempo. Dos o tres años. Y no es el tipo de persona que haga una cosa así.

– A lo mejor él dice lo mismo de usted -observó Coleman.

– ¿Por qué no se lo pregunta?

– Pues ahora que lo menciona, estaba pensando que como los integrantes del equipo de proyecto están en el edificio, según nos ha dicho, me gustaría hablar con ellos. Y con todas las personas que se encuentren ahora aquí. ¿Le importa?

Mitch esbozó una tenue sonrisa y consultó su reloj.

– Los he dejado en el gimnasio. Cuando terminen vendrán aquí para hacer una pequeña pausa. Entonces podrá hablar con ellos, si lo desea.

– Se lo agradezco. Mi jefe no tiene mucha paciencia, ¿sabe usted? Y estoy recibiendo ciertas presiones para aclarar este asunto.

– Yo deseo que esto se aclare tanto como usted.

Curtis sonrió a Mitch.

– Eso espero, señor. De verdad.

La insinuación de que había participado en la trama para acusar injustamente al estudiante chino del asesinato de Sam Gleig, supuso que pasaran otros diez o quince minutos hasta que Mitch se acordara de que Allen Grabel le estaba esperando. Dejó a Curtis y Coleman con unos obreros, cogió un ascensor y bajó al garaje.