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De camino, el ascensor se detuvo en la planta siete y entró Warren Aikman, el maestro de obras. Mitch consultó su reloj.

– ¿Te vas a casa?

– Ojalá. Tengo que ver a Jardine Yu. Para hablar de la inspección del lunes. ¿Qué tal va hoy la cosa?

– Horrible. Han vuelto esos dos polis. Quieren hablar con todos los del equipo de proyecto y con los obreros.

– Bueno, eso me excluye a mí. Soy el representante del cliente.

– ¿Quieres que les diga eso? Fuiste una de las últimas personas que vieron con vida a Sam Gleig. Se llevarán una decepción.

– Es que no tengo tiempo, Mitch.

– ¿Y quién lo tiene?

El ascensor llegó al garaje. Mitch miró en torno, pero no vio ni rastro de Grabel.

– Oye -dijo Aikman-, diles que les llamaré. Mejor todavía, dales el número de mi casa. Ahora no puedo entretenerme.

Aikman se dirigió a su Range Rover al tiempo que el Bentley de Richardson entraba por el portón y bajaba la rampa. Aparcó junto al Honda de Jenny Bao. Declan Bennett bajó del coche y lo cerró de un portazo. Segundos después, Warren Aikman lanzaba su coche hacia la puerta del garaje antes de que se cerrase.

– Parece que tiene prisa -observó Bennett-. ¿Dónde está el jefe? ¿Llego tarde?

– Tranquilo. Tardará un poco todavía. ¿Por qué no lo esperas en la sala de juntas? Planta veintiuno.

– Gracias.

Bennett subió al ascensor, sonrió ampliamente y luego se cerraron las puertas. Mitch estaba solo. Aguardó unos momentos y luego gritó:

– ¿Allen? Soy yo, Mitch. Estoy aquí. -Añadió entre dientes-: ¿Dónde coño se ha metido el mochales ese? -Y luego, en voz alta-: Tengo cosas que hacer, Allen.

Nada. Aliviado de que Allen se hubiese ido, se dirigió de nuevo a los ascensores. Con los polis, el feng shui, Ray Richardson y la inspección previa, era una cosa menos de que preocuparse. Casi había llegado al ascensor cuando se abrió la puerta de las escaleras y apareció la alta silueta con aspecto de vagabundo de su antiguo colega.

– Ah, estás ahí -dijo Mitch, molesto porque después de todo tendría que escuchar a Grabel.

Su primera impresión fue que le iba a pedir un favor para recuperar su trabajo. Lo que no resultaría muy difícil, con tal de que se afeitara, se diera un baño y se apuntara a Alcohólicos Anónimos.

– No quería que me vieran -se disculpó Grabel.

– ¿De qué coño se trata, Allen? No has podido elegir peor día para volver aquí. Y mira cómo estás.

– Calla de una puta vez, Mitch. Y escucha.

En cuanto comprendió lo que acababa de hacer, Jenny Bao echó de nuevo los peces al estanque. El tong shu utilizaba tanto el calendario lunar como el gregoriano. El calendario lunar propiciaba un buen momento para ahuyentar a los malos espíritus. El problema era que había olvidado consultar el gregoriano, según el cual aquella tarde podía ser nefasta para las ceremonias. Tendría que volver el domingo, día en que los auspicios serían algo más favorables. Cuando hubiera guardado las cosas en el coche, subiría a buscar a Mitch para anunciarle la mala noticia.

– Es la historia más delirante que he oído en la vida -aseguró Mitch-. ¿Y también te comiste el jodido gusano del fondo de la botella?

– ¿Es que no me crees?

– ¡Joder, Allen, si me creyera esa historia estaría tan chaveta como tú! ¡Vamos, hombre! Necesitas un psiquiatra.

– Estaba allí, Mitch. Lo vi. Sam Gleig subió al ascensor. Y entonces la cabina se puso a subir y bajar a toda velocidad. Observé el panel indicador. ¡Bam! ¡Subía como un cohete! ¡Bam! ¡Y bajaba de golpe! Se abrieron las puertas y allí estaba, tendido en el suelo. Como un huevo en una lata de galletas. Y el caso es que Sam Gleig está muerto y no tenéis ninguna explicación válida.

Pero entonces Mitch ya tenía una explicación que le parecía bastante probable. Aquel hombre tenía el peso, la altura y la fuerza suficientes. Si alguien podía haber eliminado a Sam Gleig, era él. Y con una botella de cualquier cosa en el cuerpo, nadie sabía lo que Grabel era capaz de hacer.

– ¿Crees que tu explicación es mejor? -replicó Mitch con desprecio-. Es increíble que hayas tardado tanto tiempo en inventar una historia como ésa-. ¿Que le mató el ascensor? Joder, Allen. ¿Y qué estabas haciendo allí, en cualquier caso? ¿Y por qué no te quedaste para contárselo a alguien?

– Quería joder a Richardson.

– ¿Qué quieres decir con joderlo?

– Joderlo. A su puñetero edificio. Todo. Jorobarlo. Mandar a tomar por el culo todo el programa de los cojones.

Mitch hizo una pausa, tratando de comprender las posibles implicaciones de lo que Grabel estaba diciendo. Volvió a pensar en los dos policías de arriba, y en quedar al margen de toda sospecha.

– Te encontraremos un buen abogado, Allen -le aseguró.

Grabel empezó a retroceder. Mitch lo sujetó.

– ¡No, ni hablar! -gritó Grabel-. ¡Suéltame!

El puñetazo llegó inesperadamente.

Mitch fue vagamente consciente de estar tendido en el suelo del garaje, con la sensación de haber recibido una fuerte descarga eléctrica. Oyó ruido de pasos que se alejaban, y al fin perdió el conocimiento.

– ¿Quién coño son ustedes?

Ray Richardson se detuvo en el umbral de la sala de juntas y frunció el ceño ante los cuatro desconocidos que estaban sentados en torno a la mesa bebiendo café.

Curtis y Coleman se pusieron en pie. Los dos últimos obreros que habían interrogado, unos pintores llamados Dobbs y Martinez, siguieron sentados.

– Soy el inspector de primera clase Curtis y éste es el inspector Coleman. Usted debe ser el señor Richardson.

Coleman se abotonó la chaqueta y cruzó las manos por delante, como un invitado a una boda.

Ray Richardson asintió con expresión malhumorada.

Curtis esbozó una amplia sonrisa mientras el resto del equipo de proyecto entraba en la sala.

– Señoras y caballeros -dijo-, sólo necesito que me dediquen un poco de tiempo. Sé que están muy ocupados pero, como seguramente sabrán, un hombre ha sido asesinado en este edificio. Supongo que muchos de ustedes lo conocían. Y el caso es que hasta el momento no hemos adelantado suficiente en nuestras averiguaciones. Así que nos gustaría hacerles unas preguntas. Sólo será cuestión de unos minutos.

Miró a los dos pintores.

– Ustedes dos pueden marcharse. Y gracias.

– Ahora no nos viene bien, inspector -objetó Richardson-. ¿No podrían venir en otro momento?

– Pues el señor Bryan nos ha dicho que no habría inconveniente, señor.

– Ya veo -dijo Richardson en tono arrogante-. ¿Y dónde está el señor Bryan, exactamente?

– Ni idea -repuso Curtis-. Se fue hace unos veinte minutos. Creí que había ido a buscarlos.

Richardson decidió perder los estribos.

– ¡No me lo creo! ¡Es increíble, joder! Asesinan a alguien con antecedentes penales y dos personajes como ustedes esperan que mi mujer, mi personal y yo les demos una pista, ¿no es eso? -Soltó una risa sarcástica-. ¿Es una broma?

– No es ninguna broma -replicó Curtis, molesto de que le llamaran personaje-. Para su información, señor, le diré que se trata de una investigación de asesinato. Y estoy intentando ahorrarle tiempo y evitarle publicidad. Lo que, según tengo entendido, es lo que usted quería.

Richardson lo fulminó con la mirada.

– O si no, puedo ir al Ayuntamiento a solicitar una orden judicial para que vayan a declarar a New Parker Center. Usted no es el único que tiene influencia allí, señor Richardson. Tengo de mi lado al fiscal del distrito, por no mencionar la maquinaria de la justicia, y me importa un bledo que usted lo considere una broma. Y tampoco me interesa que usted quiera acabar este edificio que ofende la vista. Ni lo que cuesta. -Curtis sintió deseos de llamarle cabrón, pero lo pensó mejor- Se trata de la supresión de una vida humana, y tengo la intención de descubrir lo que ha pasado. ¿Está claro?