Выбрать главу

Richardson se puso en pie, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, apuntando belicosamente al policía con la barbilla.

– ¿Cómo se atreve a hablarme así? ¿Cómo se atreve?

Curtis ya le estaba agitando la placa en la nariz.

– Así es como me atrevo, señor Richardson. Placa número 1812 del Departamento de Policía de Los Ángeles. Igual que esa puñetera obertura, para que se acuerde cuando informe a mis superiores, ¿entendido?

– Cuente con ello.

Marty Birnbaum, el director administrativo, intentó suavizar la situación.

– Quizá sea mejor que procedamos con calma -sugirió-. Si quisieran pasar a la habitación de al lado, señores agentes, a la cocina, allí podrían formular sus preguntas. Y nosotros…, nos sentaremos. Podríamos continuar con nuestra reunión y turnarnos para hablar con estos señores. -Miró a Curtis y enarcó las cejas-. ¿Qué les parece?

– Nos parece bien, señor. Estupendo.

Entonces, al ver que Declan Bennett entraba en la sala, Birnbaum pensó que sería mejor que Richardson desapareciera. Así habría menos lío.

– Quizá me equivoque, Ray, pero me parece que nunca has hablado con Sam Gleig, ¿verdad?

Richardson seguía de pie, con las manos en los bolsillos y aspecto de niño decepcionado.

– No, Marty -dijo en voz queda, como si saliera de algún sueño-. Nunca he hablado con él.

Coleman y Curtis intercambiaron una mirada.

– Bueno, eso es posible -murmuró Coleman.

– ¿Joan? ¿Has hablado con él alguna vez?

– No -contestó ella-. Yo tampoco. Ni siquiera sabría decir qué aspecto tenía.

El equipo de proyecto empezó a sentarse.

– En ese caso, no tiene mucho sentido que os quedéis -dijo Birnbaum, que, dirigiéndose a Curtis, explicó-: Los señores Richardson cogen un avión para Londres esta noche.

– Vaya día, ¿verdad? -comentó Curtis.

– Será mejor que salgáis para el aeropuerto, Ray. Yo concluiré la reunión. No es preciso que te quedes. Si le parece bien al inspector jefe.

Curtis asintió y miró por la ventana. No lamentaba haber montado en cólera, aunque aquel tipo informara a sus superiores.

Richardson apretó el codo de Birnbaum y empezó a recoger sus cosas de la mesa.

– Gracias, Marty -dijo-. Y gracias a todos los demás, también. Estoy orgulloso de vosotros. Todos habéis prestado una importante contribución a este proyecto, que se ha terminado en el plazo previsto y sin sobrepasar el presupuesto. Ésa es una de las razones por las que nuestros clientes, tanto del sector público como del privado, siguen dirigiéndose a nosotros para encargarnos nuevos proyectos. Porque la calidad arquitectónica…, y no permitáis que los ignorantes digan lo contrario, éste es un edificio magnífico…, la calidad no es sólo una cuestión de diseño. También supone el triunfo comercial.

Joan desencadenó un pequeño aplauso y luego, con Declan Bennett tras ellos, ella y su marido abandonaron la sala.

– Bien hecho, Marty -dijo Aidan Kenny, mientras el resto de los asistentes exhalaba un sonoro suspiro de alivio-. Has llevado muy bien la situación. Estaba a punto de darle un ataque.

Birnbaum se encogió de hombros.

– Cuando Ray se pone así, hago como si fuese uno de mis dobermans.

Jenny ayudó a Mitch a levantarse.

– ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? Tienes sangre en el labio.

Mitch se tanteó la mandíbula y se llevó la mano a la cabeza. Luego se pasó la lengua por el labio e hizo una mueca al sentir una herida dentro de la boca.

– ¡El muy cabrón! -murmuró sin énfasis-. Allen Grabel me ha dejado sin conocimiento. Se ha vuelto loco.

– ¿Te ha pegado? ¿Por qué?

– Creo que tiene algo que ver con la muerte del guarda jurado -gruñó Mitch, girando la cabeza sobre los hombros-. Supongo que no le habrás visto, ¿verdad? Un tipo con aspecto de vagabundo.

– No he visto a nadie. Venga. Volvamos arriba a ponerte algo en esa herida.

Cruzaron el garaje y subieron en el ascensor.

– ¿Cómo va la ceremonia?

– Mal.

Jenny le explicó su error con los calendarios.

– Era de esperar -observó Mitch-. A lo mejor deberías hacerme el horóscopo. Desde luego, no es mi día. Ojalá me hubiera quedado en casa, en la cama.

– Ah. ¿Con tu mujer o sin ella? Mitch sonrió dolorosamente. -¿Tú qué crees?

Cuando todos se marcharon de la piscina, Kay Killen se quitó la empapada ropa interior y nadó desnuda. Su cuerpo fuerte y moreno mostraba la raya del diminuto bikini, no lo bastante marcada, sin embargo, para indicar que en la playa llevaba la parte de arriba. Kay no era una mujer timorata.

Ínfimas cantidades de orina, transpiración, cosméticos, piel muerta, vello púbico y otros compuestos amoniacales se desprendían del ligero cuerpo de Kay. Cuando el agua contaminada por esos elementos pasaba por el sistema de circulación, se mezclaba con ozono antes de volver a la piscina.

Primero notó el gas en forma de una nubecilla de vapor amarillento que flotaba hacia ella por la piscina. Pensó que habría alguien al borde, fumando un puro o una pipa. Sólo que la nube estaba demasiado cerca de la superficie para que hubiese sido exhalada por los pulmones de algún mirón invisible. Cubriéndose los amplios pechos con los antebrazos, Kay se irguió en el agua y empezó a retirarse instintivamente de la nube de aspecto nocivo. Luego se volvió y nadó hacia la escalera.

Casi había salido del agua cuando el olor a gas le llegó a las aletas de la nariz. Y en el mismo momento le inundó los pulmones. La nube la envolvió y de pronto ya no pudo respirar. Un dolor violento -el más fuerte que había sufrido nunca- le atenazó el pecho y cayó, jadeando, sobre la terraza de la piscina.

Se dio cuenta de que la estaban asfixiando con gas; empezó a expectorar grumos de espuma sanguinolenta, pero eso no le procuraba alivio alguno, sólo empeoraba el dolor. Hubiera deseado poder toser para vaciar todo lo que contenía su pecho oprimido.

Si sus pulmones no hubiesen estado llenos de gas de cloro, habría podido gritar.

Kay se arrastró por la terraza de la piscina.

Si sólo hubiese podido aspirar un poco de aire puro.

Con un esfuerzo supremo se puso en pie y, a ciegas, dio unos pasos tambaleantes. Pero en vez de avanzar hacia la puerta cayó al agua, cerca de la válvula abierta de salida y de otra nube, aún más densa, de gas de cloro.

Durante unos instantes forcejeó por mantener la cabeza por encima de la superficie, hasta que el agua pareció suavizar sus ardientes pulmones y dejó de luchar.

En el ascensor, Ray Richardson juró venganza.

– ¡Voy a destrozar al gilipollas ese! -gruñó-. ¿Has visto el tono en que me ha hablado?

– Tienes su número de placa -le recordó Joan-. Me parece que deberías tomarle al pie de la letra e informar a sus superiores. Es el 1812, ¿no?

– 1812. ¿Quién coño se ha creído que es? Voy a escribirle una obertura que nunca olvidará. Dedicada al superior de sus cojones. Con artillería pesada.

– ¿No sería mejor que llamases al Ayuntamiento, a Morgan Phillips?

– Tienes razón. Aplastaré a ese arrogante cabrón. Se arrepentirá de haberse levantado de la cama esta mañana.

Se abrieron las puertas del ascensor. Declan les abrió el Bentley y luego subió de un salto al asiento del conductor.

– ¿Cómo está el tráfico, Declan?

– No muy mal. Creo que llegaremos pronto. Hace buena tarde para tomar el avión, señor.

El motor rugió y el coche avanzó hacia la puerta del garaje. Declan asomó la cabeza por la ventanilla y pronunció su nombre para el código SITRESP.

La puerta siguió cerrada.