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– Soy Declan Bennett. Abre la puerta del garaje, por favor.

Nada.

Pulsando un botón, Richardson abrió su ventanilla y gritó hacia el micrófono de la pared:

– Soy Ray Richardson. ¡Abre la jodida puerta! Qué maravillosa es la vida, ¿eh? -gruñó-. Sólo me faltaba esto para la inspección definitiva del lunes.

– ¿Llamamos a alguien para que lo arregle? -sugirió Joan.

– Ahora mismo, lo que más deseo es largarme de aquí. -Richardson rechinó los dientes y sacudió despacio la cabeza-. Llamaremos a un taxi. Y saldremos por la puerta principal.

Declan dio marcha atrás, hacia los ascensores. Bajaron los tres del coche y subieron en ascensor a la planta baja. Pasaron frente al árbol y atravesaron el enlosado de mármol blanco.

– ¿A qué huele? -dijo Richardson.

– ¿Qué es esa música? -preguntó Joan.

Declan se encogió de hombros.

– Es bastante deprimente, señora Richardson -admitió-. No es mi tipo de música. En absoluto.

– Debe pasar algo con el aromatizador -dijo Richardson-. No hay tiempo, joder. Que se ocupe otro de arreglarlo.

Los precedió por las enormes puertas de cristal y se dirigió a la entrada.

Joan y Declan lo siguieron. Joan se detuvo en el mostrador holográfico para llamar a un taxi y quejarse de la música.

– Están escuchando una suite de piano de Arnold Schönberg -explicó Kelly Pendry-. Opus 25. Es la primera obra «atonal» que se compuso en el ámbito de la música dodecafónica. -Como una estúpida presentadora de televisión, Kelly ostentaba una sonrisa radiante-. Cada fragmento está formado por una serie de doce tonos distintos. Esta serie puede escucharse en su forma original, invertida, al revés, o al revés e invertida.

– No es más que ruido -replicó bruscamente Joan.

– Joan, limítate a decir a esa cosa que nos llame a un taxi -ordenó Richardson, esperando a que el chófer abriera la puerta-. ¿Declan?

– … Cerrada -masculló Bennett. Se dirigió al micrófono de la entrada y anunció-: Soy Declan Bennett. ¿Quieres abrir la puerta, por favor?

Se volvió de nuevo hacia la puerta y tiró otra vez, pero no cedió.

– Quita, déjame a mí -dijo Richardson, acercándose al micrófono-. Comprobación de voz SITRESP. Ray Richardson. Abre la puerta principal, por favor.

Al tirar del picaporte, el cristal fotocrómico de la puerta y del resto de la entrada empezó a oscurecerse.

– Pero ¿qué coño pasa ahora? -Carraspeó y repitió la petición-. Ray Richardson. Abre la puerta de una puñetera vez.

Declan meneó la cabeza.

– Debe de pasar algo con el SITRESP. Y aquí huele como a matadero.

Richardson dejó en el suelo el maletín y el ordenador portátil y consultó su reloj. Eran las cinco y treinta y tres.

– Sólo me faltaba esto ahora, ¿sabéis?

Con aire de contrariedad, el trío volvió hacia el mostrador holográfico.

– No podemos salir -dijo Richardson-. La puerta principal está cerrada.

– El edificio se cierra a las cinco treinta -explicó Kelly.

– Ya lo sé -repuso Richardson-. Pero eso no se aplica a los que aún siguen en el interior. Y que quieren salir. ¿Qué sentido tiene el SITRESP si no…?

– ¿SITRESP? Esas siglas significan Sistema de Tratamiento y Reconocimiento de Señales Precodifícadas, señor. Una señal que contenga frecuencias incluidas en una amplitud dada puede describirse matemáticamente como una función polinómica compleja y, por tanto, puede codificarse en términos de sus soluciones o ceros reales y complejos.

– Gracias, ya sé lo que es el SITRESP -replicó Richardson rechinando los dientes.

– Los ceros reales son puntos en los que la amplitud equivale efectivamente a cero; y los ceros complejos son aquellos donde se registra una caída intermedia en la amplitud de onda. SITRESP describe numéricamente la ubicación de dichos puntos.

– ¿Quieres cerrar el pico de una puta vez?

– Usted me ha formulado una pregunta, señor. Y yo le he respondido. No hay necesidad de ser grosero.

– Bueno, pues ahora que me has contestado, zorra estúpida, vas a llamar a la sala de juntas. Quiero hablar con Aidan Kenny.

– Espere un momento, por favor. Intentaré tramitar su petición con la mayor premura.

– Hazlo. Y mientras tanto cambia de música. Esa mierda me está dando arcadas.

– No faltaba más. ¿Desea algo en especial?

– No sé. Cualquier cosa menos esa porquería.

– Muy bien -dijo Kelly-. Esta música es de Philip Glass.

Y el piano empezó a sonar de nuevo.

– Pues esto no es mucho mejor, diría yo -comentó Joan al cabo de unos acordes.

Richardson sonrió al percibir lo cómico de la situación.

– Oye, ¿qué pasa con esa llamada?

– Espere un momento, por favor. Intentaré tramitar su petición con la mayor premura.

– ¿Y qué es ese olor tan asqueroso? Parece que va con la música.

– Es mercaptano de etilo, señor. Sólo representa una cuatrocientosmillonésima de miligramo por litro de aire en el edificio, señor.

– El edificio tiene que oler bien, no como una carnicería.

– Mis bases de datos indican que el olor a buey asado es agradable.

– Eso no es buey asado, sino buey podrido. Cámbialo, cabeza hueca. Brisa marina, eucalipto, cedro, algo así.

– Muy bien, señor.

Sonó el teléfono del mostrador. Richardson se inclinó a través del holograma y lo cogió.

– ¿Ray? Aquí Aidan Kenny. ¿Cuál es el problema?

– El problema es que la puerta principal está cerrada -le informó Richardson-. Y que el ordenador no la abre.

– Debe de pasar algo con vuestro SITRESP. ¿Has probado a aclararte la voz antes de hacer la petición?

– Lo hemos intentado todo menos la oración y el rodillazo en los cojones. Además, acabamos de subir en el ascensor. Si pasara algo con nuestro SITRESP, no habríamos llegado hasta aquí.

– Hmm. Deja que eche un vistazo a mi pantalla. Voy a colgar un momento.

– ¡Cabrón! -murmuró Richardson, disponiéndose a esperar.

– ¿Ray? Voy a bajar al centro de datos para tratar de arreglarlo desde allí. Sería mejor que volvieses a la sala de juntas mientras soluciono el problema.

– ¿Con el inspector Viernes? No, gracias. Prefiero quedarme aquí. Pero date prisa, ¿quieres? Ya debería estar en el aeropuerto.

– Pues claro. Ah, Ray. ¿Habéis visto a Mitch y a Kay?

– No -repuso él en tono impaciente-. No los hemos visto.

Sonó un campanilleo al llegar un ascensor a la planta baja.

– Espera un momento. A lo mejor son ellos.

Richardson volvió la cabeza y vio a los dos pintores y a Dukes, el vigilante, que se dirigían hacia ellos.

– ¿Qué ocurre, señor? -preguntó Dukes.

– No son ellos, Aid. Son esos dos pintores y el guarda jurado. El que sigue vivo, ¿sabes? Será mejor que preguntes a Abraham dónde se han metido. Para eso está.

Aidan Kenny cruzó la pasarela que conducía al centro de datos y abrió a empujones la pesada puerta de cristal, preguntándose por qué Richardson, Mitch, Grabel o quien hubiese proyectado aquella estancia no había pensado en instalar una puerta automática. Luego recordó que no existía mecanismo lo bastante potente para accionar una puerta de cristal a prueba de bombas. Al menos servía para mantener fresca la sala. No se había dado cuenta del calor que hacía en el resto del edificio hasta que entró en el ambiente casi frigorífíco de la sala de informática. A lo mejor no fallaba sólo el sistema de cierre de la puerta principal. Quizá tampoco marchaba bien el dispositivo del aire acondicionado.

Pero afortunadamente, se dijo, el aire acondicionado de la sala de informática era independiente del circuito que funcionaba en el resto del edificio. No se utilizaba sólo durante el día. El Yu-5 exigía veinticuatro horas de aire acondicionado. Una avería en un ordenador tan complejo como el Yu-5 por falta de aire acondicionado habría sido desastrosa. No podían correrse riesgos medioambientales en una sala de informática que había costado cuarenta millones de dólares.