Kenny se dejó caer en su sillón de cuero Lamm Nero y, tocando la pantalla con la palma de la mano derecha, conectó su terminal. El ordenador le indicó la fecha y la hora al tiempo que le admitía al sistema: eran las seis de la tarde.
– No hace falta que me lo recuerdes, oye. Ya sabía que iba a ser una jornada interminable -masculló-. Como siempre que Ray Richardson anda de por medio. Y ahora esto. Eliges bien el momento para causar problemas, Abraham, lo reconozco.
Jenny y Mitch entraron en la cocina donde Curtis y Coleman acababan de concluir sus entrevistas.
– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Curtis.
Jenny ayudó a sentarse a Mitch frente a una larga mesa de madera en el centro de la habitación, entre una ancha cocina de vitrocerámica y un mueble provisto de cajones y armarios. Jenny abrió de un tirón uno de los cajones y sacó un botiquín.
– Que acabo de encontrarme con un antiguo colega.
– No sabía que los arquitectos fuesen tan apasionados -ironizó Curtis.
Mitch le contó lo de Grabel mientras Jenny le aplicaba en el labio un algodón con antiséptico.
– Si alguien puede arrojar alguna luz sobre la muerte de Sam Gleig, es él -explicó-. Sólo que Allen no lo ve así. Cuando traté de convencerle de que viniese aquí a hablar con ustedes, me dio un puñetazo que me dejó sin sentido. Está fuera de sí. Como si no hubiese dejado de empinar el codo desde que se fue de la empresa.
– Tendrán que ponerte algunos puntos -observó Jenny-. Procura no sonreír.
Mitch se encogió de hombros.
– Eso es fácil -dijo, frunciendo el ceño-. Oye, ¿no podemos ir a otra parte? Esta luz me está dando jaqueca.
Por encima de sus cabezas brillaba una luz fluorescente que reforzaba el efecto antibacteriano de los baldosines de la pared. Los azulejos tenían un revestimiento fotocatalítico de dióxido de titanio esmaltado, recubierto de una capa de compuestos de cobre y plata: cuando el fotocatalizador absorbía la luz, activaba unos iones metálicos que eliminaban cualquier bacteria que estuviese en contacto con la superficie de cerámica del azulejo.
– Eso se debe más bien a que has perdido el conocimiento -le corrigió Jenny-. Es posible que tengas conmoción cerebral. Quizá deberían hacerte una radiografía.
Mitch se puso en pie.
– Estoy bien -afirmó.
– ¿Sabe adónde fue el señor Grabel?
Mitch se encogió de hombros.
– Ni idea. Pero puedo asegurarle que sigue en el edificio.
Pasaron a la sala de juntas.
– ¡Hola, campeón! -dijo Beech-. Bonito labio. ¿Qué te ha pasado?
– Es una larga historia.
Mitch se sentó frente a un ordenador de sobremesa y pidió a Abraham una lista de todas las personas que se encontraban en el edificio.
PLANTA BAJA:
RAY RICHARDSON, DE RICHARDSON Y ASOC.
JOAN RICHARDSON, DE RICHARDSON Y ASOC.
DECLAN BENNETT, DE RICHARDSON Y ASOC.
IRVING DUKES, DE YU CORP.
PETER DOBBS, DE COOPER CONSTR.
JOSE MARTINEZ, DE COOPER CONSTR.
PISCINA Y GIMNASIO:
KAY KILLEN, DE RICHARDSON Y ASOC.
CENTRO DE DATOS:
AIDAN KENNY, DE RICHARDSON Y ASOC.
SALA DEL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN, PLANTA 21:
DAVID ARNON, DE ELMO SERGO ENG. LTDA.
WILLIS ELLERY, DE RICHARDSON Y ASOC.
MARTY BIRNBAUM, DE RICHARDSON Y ASOC.
TONY LEVINE, DE RICHARDSON Y ASOC.
HELEN HUSSEY, DE COOPER CONSTR.
BOB BEECH, DE YU CORP.
FRANK CURTIS, DEL DEP. DE POL. DE L.A.
NATHAN COLEMAN, DEL DEP. DE POL. DE L.A.
MITCHELL BRYAN, DE RICHARDSON Y ASOC.
JENNY BAO, DE LA ASESORÍA DE FENG SHUI JENNY BAO
– ¿Qué coño hace todo el mundo en la planta baja? -inquirió Mitch.
Beech se encogió de hombros con aire de disculpa.
– La puerta principal no funciona. Estamos encerrados. Al menos hasta que Aidan averigüe lo que pasa.
– ¿Y la del garaje?
– Tampoco funciona.
– No hay nada como estar encerrado en un sitio para sentirse seguro -observó Curtis.
– Bueno -suspiró Mitch-, en cualquier caso, Grabel ha salido. Abraham no le enumera en la lista.
– Probablemente sea algo muy simple -aventuró Beech-. Suele ocurrir. Un problema de configuración de sistemas o de líneas de órdenes. Aid cree que podría deberse a una interferencia en el sistema de seguridad causada por algún sistema ajeno al nuestro e incompatible con el programa de gestión inteligente.
– Lo que yo pensaba -bromeó Curtis.
Mitch movió el ratón y pidió una imagen de la piscina en circuito cerrado.
– Qué raro -comentó. Cogió el teléfono y marcó un número.
– ¿Ocurre algo? -preguntó Curtis.
Mitch dejó sonar el teléfono durante unos momentos y colgó.
– No sé -contestó-. Acabo de pedirle a Abraham que me diga dónde está Kay y me ha dicho que estaba en la piscina. Pero he tenido la piscina en el circuito cerrado de televisión y no la he visto.
Curtis se inclinó hacia la pantalla.
– Bueno, puede que esté en los vestuarios -sugirió.
Mitch negó con la cabeza.
– No, Abraham siempre es muy preciso. Si estuviese en los vestuarios, lo habría dicho.
– A lo mejor está fuera del alcance de las cámaras, o algo así. -Curtis puso el grueso dedo índice en la parte baja de la pantalla-. ¿Qué es eso? ¡Ahí! ¡En el agua!
Mitch puso el dedo junto al de Curtis.
– Abraham -dijo-, haz un primer plano de la zona que señalo con el dedo, por favor.
La imagen se agrandó.
– ¿Lo ve? -dijo Curtis-. ¿No hay algo ahí, en el agua?
– Nos haría falta una cámara cenital -dijo Mitch.
– ¿Quiere que vayamos a echar una mirada?
– No se molesten, le diré a Dukes que vaya.
Mitch cogió el teléfono. Curtis sonrió a Beech.
– Así que estamos encerrados, ¿eh?
– Me temo que sí.
– Supongo que es eso lo que quieren decir cuando aseguran que los ordenadores ahorran trabajo.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque si no fuese por su ordenador de los cojones, ya estaría camino de mi despacho, para trabajar un poco.
En la planta baja, sonó el teléfono del mostrador holográfico. Richardson se levantó de un salto del sofá de cuero negro y se precipitó a descolgarlo.
– Soy Mitch, Ray.
– ¿Qué coño pasa? ¿Es que Kenny no ha arreglado todavía el ordenador?
– Aún sigue en ello.
– ¡Hay que joderse! Me parece que tendremos que volver arriba. Pero ocúpate de que no vuelva a encontrarme con el estúpido del poli.