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– Antes de que subáis, quiero que Dukes vaya a echar una mirada por la piscina. Abraham insiste en que Kay está allí, pero no la veo en el circuito cerrado de televisión. La he llamado, pero no contesta. Tengo miedo de que le haya ocurrido un accidente.

Pensando que el tiempo que permanecería encerrado allí dentro sería más agradable junto a una Kay casi desnuda, Richardson propuso:

– Oye, eso puedo hacerlo yo. No hace falta un guarda jurado para averiguar si hay alguien en la piscina. Probablemente se estará haciendo una paja en una de esas cámaras de flotación. No te preocupes, yo me encargo.

Richardson colgó y lanzó una mirada hostil a la imagen en tiempo real de Kelly Pendry.

– Haz algo con la puñetera música del piano -ordenó en tono seco-. Mozart. Schubert. Bach. Incluso el maricón de Elton John, pero no la mierda que estás poniendo ahora. Algo para que no nos deprima el hecho de estar aquí encerrados. ¿Entendido, cabeza hueca?

Kelly volvió a dirigirle su imperturbable sonrisa.

– Espere un momento, por favor. Intentaré tramitar su petición con la mayor premura.

– ¡Y no es una petición, sino una orden!

Volvió a los sofás, donde Joan aguardaba con Declan, Dukes y los dos pintores. Se dirigió a Joan como si no hubiera nadie más.

– Será mejor que subas. Puede que tengamos para rato. Arriba hay café. Y cerveza fría.

Olfateó el aire con recelo. No cabía duda. Olía a pescado. Menuda brisa marina.

– Y a lo mejor no huele tan mal como aquí.

– ¿Adónde vas? -preguntó Joan.

– Mitch quiere que compruebe una cosa en la piscina. No tardaré mucho.

– Entonces te esperaré aquí.

– No hace falta. Arriba estarás más cómoda, y no tendrás que escuchar esta horrorosa…

Mientras hablaba, concluyó la pieza de Glass y el piano atacó las Variaciones Goldberg de Bach. Joan se encogió de hombros, como diciendo que aquella cuestión ya no era tan apremiante.

– De acuerdo -convino él-. Como quieras. Pero a lo mejor tardo un poco.

Declan se puso en pie.

– No me vendría mal un vaso de agua -anunció. Habría dicho una cerveza si no hubiera tenido que llevarlos al aeropuerto-. Quizá sean imaginaciones mías, pero me parece que aquí abajo hace cada vez más calor.

– Una cerveza estaría bien -manifestó uno de los dos pintores.

Los tres se dirigieron al ascensor.

– Creo que yo esperaré en mi oficina -dijo Dukes-. De todas formas, nunca me ha gustado mucho el piano.

Richardson dirigió una sonrisa forzada a su mujer y se encaminó hacia la zona del gimnasio. ¿Sospechaba que podía haber algo entre Kay y él? Sólo fue aquella vez, las últimas navidades, después de la fiesta de la oficina. Y no había sido más que un rápido toqueteo. Pero al verla en ropa interior recordó lo que había disfrutado tratando de seducirla. Que era lo que Kay pretendía, desde luego. Y Joan quizá lo había notado. A lo mejor le había visto algo en los ojos. Al fin y al cabo, ella le conocía mejor que nadie.

Mientras recorría el pasillo curvo, semejante a un velódromo, se aflojó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Declan tenía razón, cada vez hacía más calor. El sistema de aire acondicionado más perfeccionado que había y, a pesar de todo, aquello parecía un horno. Echó la culpa a Aidan Kenny y pensó que era una suerte que aquellos problemas se presentasen en la inspección previa y no en la definitiva.

Al entrar en la cafetería de la piscina, vio la ropa interior de encaje malva de Kay cerca de la entrada, donde ella la había tirado, y sintió una oleada de excitación. Recogió las bragas y se las guardó en el bolsillo, dudando entre quedárselas o devolvérselas. A lo mejor le tomaba un poco el pelo con ellas. Sabía que aquella chica era capaz de aguantar una broma; y de devolverla, también. Y no era nada estrecha, además. El tatuaje le daba cierto aspecto de fascinante malhechora, pensó. Y el pensar que había sometido su piel al dolor quizá fuese lo que hacía tan atractivo aquel adorno.

– ¡Kay! -llamó-. ¡Cariño, soy yo, Ray!

Entonces la vio, desnuda, flotando de espaldas junto al borde de la piscina, casi fuera del foco de la cámara montada en la pared, con el vello púbico emergiendo sobre su cuerpo como un puñadito de algas, y los grandes pechos con aquellos pezones como capullos de rosa que había besado en la cocina. El rostro de Kay fue casi lo último que miró. Su exclamación de deseo se mudó en horror y asco.

Durante un momento permaneció tan quieto como su corazón, sin apartar los ojos de la joven. Luego se lanzó al agua, aunque sabía que era demasiado tarde. Kay Killen estaba muerta y bien muerta. Un accidente en la piscina, pensó. Igual que Le Corbusier. Pero ¿cómo había podido ahogarse una persona que nadaba tan bien? La sacó del agua y la izó sobre el borde. Qué lástima, pensó, una chica tan bella. ¿Y qué iba a decir ahora aquel pelmazo de policía?

La idea le hizo saltar fuera del agua y entregarse a un inútil boca a boca, tratando de revivirla. Una cosa era que estuviese muerta, pero no quería que Curtis le acusara de negligencia. Pero en cuanto sintió su boca retrocedió, presa de incontenibles arcadas por el penetrante sabor a química que tenían sus labios morados. Momentos después vomitó en la piscina.

Aidan Kenny trabajaba con el teclado, prefiriendo escribir sus órdenes a través de los diversos subsistemas que había creado en el directorio principal del SGE antes que formular verbalmente sus pensamientos. Sus gruesos dedos se movían con pericia y rapidez sobre las teclas.

– Pero ¿dónde te has metido, joder? -masculló, escudriñando los centenares de instrucciones que desfilaban por la pantalla. Suspiró y se limpió las gafas con la corbata. Luego flexionó la nuca sobre las manos entrelazadas y volvió a teclear, con los dedos moviéndose ahora con frenesí, como un experto estenógrafo en el gabinete de un abogado.

Hizo una mueca al equivocarse de tecla. La idea de que Ray Richardson estuviese esperando a que solucionara el problema le ponía nervioso. Empezó a manar sudor de las profundas arrugas de su frente. Con tanto dinero y tanto éxito, ¿por qué tenía tan mal humor aquel hombre? No tenía motivo para hablarle así al poli. Presentía que en cualquier momento iba a llamarle por teléfono para insultarle, decirle que era un hijo de puta y echarle la culpa de aquella jodienda. Empezó a preparar su respuesta en alta voz.

– ¡Es que es un sistema enorme, coño! Por fuerza tiene que haber algunos fallos. Desde que llevo trabajando aquí, hemos descubierto un centenar. Es inevitable, con algo tan complejo como el sistema de gestión de este edificio. Si todo funcionase siempre perfectamente desde el principio, yo no te haría falta.

Pero mientras decía eso, Aidan Kenny era consciente de que aún había fallos que ni Bob Beech ni él habían llegado a comprender.

Como el código SITRESP de Allen Grabel.

O el icono del paraguas: cuando llovía sobre el tejado de la Parrilla, Abraham debía comunicárselo a todo el mundo colocando el icono en la esquina de las pantallas de los terminales. El único problema era que cada vez que aparecía el paraguas y Aidan Kenny salía fuera esperando que lloviese, había encontrado el cielo tan seco como de costumbre. Tras varias tentativas infructuosas de corregir el error, Kenny había llegado finalmente a la sencilla conclusión -únicamente compartida con Bob Beech- de que era la forma que tenía Abraham de gastar una broma.

– ¡Uf! -exclamó cuando otra serie de teclas le condujo a un callejón sin salida en el sistema de seguridad. Ojalá hubiera podido fumar, porque podría concentrarse mejor. Pero en aquellas circunstancias se sentía tan nervioso como si Ray Richardson hubiese estado detrás de él, observando cada una de las órdenes que daba.

Kenny se quitó las gafas, las limpió con la corbata y volvió a ponérselas, casi como si no diera crédito a sus ojos.

– ¡Bueno, si esto no es el colmo…!