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La huella de la palma de la mano le había permitido salir de la interfaz de usuario normal y acceder a todos los códigos del sistema de gestión del edificio. A menos que le amputasen la gordezuela mano, nadie podría entrar en el nivel de instrucciones. Pero aun en ese caso, la arquitectura del sistema que Kenny había creado requería una contraseña, precaución ante el supuesto de que Ray Richardson intentara despedirlo. Cuando el edificio estuviese listo para la entrega, comunicaría el procedimiento de acceso al SGE a Bob Beech, pero hasta entonces constituía la póliza de seguros de Aidan Kenny. Lo mismo había hecho en todos los edificios inteligentes en que había trabajado. En lo que se refería a Ray Richardson, uno no podía permitirse el lujo de correr riesgos.

Como de costumbre, tecleó hot.wire para desplazarse al lugar deseado de la arquitectura del SGE. Luego entró en el punto del sistema de seguridad donde sabía que estaba localizado el programa de cierre de puertas. Ya se encargaría del fallo del programa del aire acondicionado cuando hubiese hecho salir a Ray Richardson del edificio.

Aidan Kenny conocía los códigos del sistema como el ordenador conocía la palma de su mano. De modo que le sorprendió la dificultad que encontraba para llegar al destino que había pedido. Pero ahora que por fin había hallado los códigos que controlaban la puerta principal, se sorprendió aún más al descubrir otros bloques de código, llamados CITAD.CMD, de los que no sabía absolutamente nada. CMD debía indicar un fichero de órdenes indirecto, creado y revisado por el propio Kenny.

– Alguien ha metido mano aquí -dijo en voz alta. Pero, cuando comprendió la imposibilidad de tal cosa, se puso a menear la cabeza-. ¿Qué coño pasa? ¿Para qué sirve esa serie de órdenes, Abraham?

Volvió al programa de utilidades a través del SGE y tecleó:

CD CITAD.CMD, y luego LS/*.

Líneas de códigos superpuestos empezaron a desfilar rápidamente por la pantalla. Cuanto más duraba aquello, más inquieto se sentía Kenny. Pasaron cinco minutos. Luego diez. Después quince.

Un escalofrío le recorrió el rechoncho cuerpo mientras reconocía algunas de las líneas que seguían pasando ante sus incrédulos y preocupados ojos irlandeses. Había miles y miles de órdenes.

– ¡Joder! -exclamó Kenny, tratando de entender lo que había pasado.

Sin darse cuenta, los dedos se le escaparon hacia el paquete de Marlboro que llevaba en el bolsillo de la camisa. Se puso uno entre los temblorosos labios y rebuscó el mechero Dunhill en la chaqueta. Nada más encenderlo comprendió que había cometido un error fatal.

El problema con los rociadores de agua en una sala de informática era que el local debía secarse durante setenta y dos horas antes de que pudieran volverse a conectar las máquinas. A veces hacía falta más tiempo aún para que la estancia recuperase el grado de humedad adecuado. Con los sistemas de dióxido de carbono había un inconveniente más, pues la conmoción térmica producida por el gas, frío y asfixiante, podía causar en los ordenadores desperfectos aún más graves que el propio fuego.

Como muchas organizaciones que sólo prestaban a las cuestiones medioambientales una falsa atención, la Yu Corporation había instalado un sistema Halon 1301. El Halon 1301, o bromotrifluorometano, era un costoso producto químico perjudicial para la capa de ozono, pero muy apreciado para la extinción de incendios en equipos electrónicos porque no dejaba residuos, no causaba cortocircuitos y no tenía efectos corrosivos en los aparatos. El único inconveniente, en lo que a los operarios se refería, era que debía descargarse en las primeras fases del fuego y, por ese motivo, las personas de natural nervioso solían desconectar secretamente el dispositivo: el Halon 1301 era mortal.

Aidan Kenny se apresuró a apagar el cigarrillo y, agitando la mano, disipó el poco humo que había generado la combustión. En situación de normalidad, estaba seguro de que una voluta tan insignificante no habría tenido consecuencias, pues los detectores de calor y humo no eran tan sensibles en una estancia con aire acondicionado y alta velocidad de renovación y, en cualquier caso, el analizador de aire tardaría uno o dos minutos en reaccionar, dando suficiente tiempo para que los ocupantes tomaran la precaución de salir de la habitación. Pero desde su extraordinario descubrimiento, Kenny sabía que ya no podía estar seguro de nada en lo que se refería al ordenador.

Se puso en pie de un salto y se precipitó hacia la puerta.

Antes de haber dado dos pasos oyó el seco chasquido de los cerrojos automáticos de la puerta y el silbido de la válvula neumática.

– ¡Falsa alarma, falsa alarma! -gritó-. ¡Que no hay fuego, por Dios! ¡No hay ningún incendio, joder!

Lleno de pánico, volvió a sentarse frente a la consola y trató de detener la salida del gas desde el nivel del programa.

– ¡Ay, Dios; ay, Dios; ay, Dios! -dijo mientras sus dedos volaban sobre el teclado, rogando que no se equivocara ahora de tecla-. ¡Por favor, por favor…!

No utilicemos Halon. Eso era lo que aconsejaban los expertos en seguridad contra incendios. Protejamos la capa de ozono. Aseguremos la supervivencia de la Tierra.

La de Aidan Kenny era mucho más incierta.

Justo cuando esa idea le pasaba por la cabeza, sintió la picazón del gas en los ojos y la garganta, como la sensación de un cigarrillo muy fuerte. Cerrando firmemente los párpados y conteniendo el aliento, se levantó y, con un esfuerzo sobrehumano, cogió la silla y la arrojó contra la puerta de cristal. Inútilmente. La silla rebotó como una pelota de tenis en una raqueta. Mientras caía de rodillas, Kenny descolgó un teléfono y logró marcar el número de la sala de juntas. Luego, incapaz de retener el aliento por más tiempo, aspiró y, al mismo tiempo, descubrió que el teléfono no funcionaba y que el ardiente dolor le pasaba de la garganta a los pulmones.

No podía respirar. Levantando la cabeza hacia la puerta de cristal, distinguió claramente su propia imagen, que se volvía morada ante sus ojos desorbitados. La conmoción de verse en aquel estado le dio fuerzas para un último y desesperado gesto y, de cabeza, se lanzó contra la puerta de cristal.

Z Hacer un zoom adelante o atrás, girar el plano del edificio y participar. Condiciones de visibilidad inaplicables cuando se está en modo Plena Vista. *Puntos victoria ON/OFF(V).

Remontado mediante unidad de conmutación de posición de control de seguridad a cámara de tejado, con bien/buena vista panorámica de Los Ángeles. Era la cámara utilizada con mayor frecuencia por Observador, cuando éste aún interesado por origen de las cosas. En la época en que consideraba la ciudad como un circuito integrado de ciento cincuenta kilómetros de largo, vasto y desparramado universo electrónico controlado por muy muchos transistores, diodos y resistencias que componían silueta urbana. Tubos y cajas en sólido sistema paralelo con su propio cubo metálico, Parrilla, que sólo era una parte del mismo centro. De día esa conexión californiana en paralelo almacenaba datos, trataba información (hasta 100.000 operaciones por segundo), accedía a memoria y en términos generales transfería información entre diversos chips de silicio de Los Ángeles. De noche era cuando el sistema digital cobraba verdaderamente vida, cuando oscuridad circundante placa madre se iluminaba con millones de luces blancas, verdes, azules y rojas que señalaban circuitos de conmutación y se transmitían bits de información, sobre todo de información televisual.

Viajado por el mundo real, el mundo electrónico bien/bueno, a lugares de la Red. Comprendido frenético deseo de jugadores humanos de escapar límites físicos de sucedáneos ciudades terrestres y unirse espiritualmente con un mundo más puro y perfecto en el cual única realidad era infierno informático.

Y Ascensores sin botón pueden normalmente activarse acercándose a ellos y pulsando barra espaciadora. ¿Están listos los compañeros? ¡Sed prudentes y Salvad/guardad con frecuencia!