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– Quieres decir…

Birnbaum enarcó las pálidas cejas, casi invisibles, y se pasó la mano por los rubios bucles, tan pulcros y menudos que más de uno en la oficina, incluido Mitch, se había preguntado si no eran producto de la permanente. ¿Y el bronceado? También parecía artificial. Tanto como la sonrisa, en cualquier caso.

– ¿Aunque tenga que coger un avión?

– Ninguno de nosotros va a ninguna parte, de momento. Además, sabiendo cómo es Richardson, no creo que lo que esté haciendo le lleve mucho tiempo, ¿verdad?

– No, supongo que no, Marty. Gracias.

– De nada. Y como no es nada, tampoco hay por qué decirlo, ¿eh, Mitch? Ya le conoces.

– Ah, sí, perfectamente -repuso Mitch en tono sombrío.

Se levantó, se quitó la chaqueta, se deshizo el nudo de la corbata y, remangándose, se acercó a la ventana. En el edificio hacía cada vez más calor.

Fuera de la Parrilla, el cielo estaba cobrando un delicado matiz purpúreo. En la mayoría de los edificios vecinos se habían apagado las luces, la gente había salido pronto ante la perspectiva del fin de semana. Aunque no veía la calle, Mitch sabía que había poco tráfico en el centro. Era la hora en que vagabundos y borrachos empezaban a invadir el barrio. Pero Mitch habría organizado gustosamente un paseo a medianoche por el barrio más peligroso de la ciudad con tal de salir de la Parrilla.

El calor no le importaba tanto como la pestilencia, pues ahora el tufo a excremento era inequívoco. Primero carne podrida. Luego pescado. Y ahora olor a mierda. Casi era como si aquella peste le produjese un efecto psicosomático, aunque era consciente de que ése no era el único motivo de su inquietud. Lo que empezaba a preocuparle verdaderamente era la idea de que Grabel hubiese saboteado de algún modo los sistemas de gestión para vengarse de Richardson. ¿Y qué mejor momento que un par de días antes de la inspección? Grabel también entendía de ordenadores. No tanto como Aidan Kenny, pero sabía lo que se hacía.

Se volvió y echó una mirada por la habitación. Todos estaban sentados en torno a la larga y pulida mesa de ébano o arrellanados en el gran sofá de cuero bajo el ventanal que llegaba al techo, esperando que ocurriese algo. Consultando el reloj. Bostezando. Ansiosos por salir, por marcharse a casa y darse un baño. Mitch decidió no decir nada. No tenía sentido alarmarlos sin un motivo justificado.

– Las siete -anunció Tony Levine-. ¿Por qué coño tarda tanto Aidan?

Se levantó y se dirigió al teléfono.

– No contesta -le advirtió Mitch en tono aburrido.

– No voy a llamarle a él -explicó Levine-, sino a mi mujer. Esta noche íbamos a ir a Spago.

Curtis y Coleman aparecieron en el umbral. El policía de más edad miró inquisitivamente a Mitch, que se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

– ¿No podríamos al menos abrir una ventana? -sugirió Curtis-. Esto huele peor que una perrera.

Empezó a sacar su radio de servicio.

– Las ventanas no se abren, se proyectaron así. Y no son únicamente a prueba de balas.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Quiere decir -explicó Beech- que aquí no podrá utilizar la radio. El cristal es parte integrante de la jaula de Faraday que envuelve el edificio.

– ¿La qué?

– La jaula de Faraday. Se llama así por Michael Faraday, que descubrió el fenómeno de la inducción electromagnética. Tanto el cristal como el armazón de acero son como una pantalla con toma de tierra que nos protege de los campos eléctricos externos. Si no, las señales emitidas por las unidades de representación visual podrían interceptarse mediante un sencillo aparato de vigilancia electrónica. Y utilizarse para reconstruir la información que aparece en los monitores. Una empresa como ésta debe tener mucho cuidado con el espionaje industrial. Cualquiera de nuestros competidores estaría dispuesto a pagar una fortuna para apoderarse de nuestros datos.

Como comprobando lo que Bob Beech acababa de decirle, Curtis pulsó varias veces el botón de emisión/recepción de su radio. Al no escuchar nada sino interferencias, dejó el aparato sobre la mesa y asintió con la cabeza.

– Bueno, cada día se aprende algo nuevo, ¿no? ¿Puedo llamar por teléfono?

Tony Levine se aclaró la garganta.

– Me temo que tampoco se puede -dijo con aire perplejo-. El teléfono no funciona. Al menos con el exterior. He intentado llamar a casa. Y nada.

– ¿Nada? ¿Cómo que nada?

– Que nada. No hay línea.

Furioso, Curtis cruzó la sala, cogió el teléfono y marcó el número de New Parker Center aplastando las teclas como si fueran hormigas. Luego probó con el 911. Al cabo de unos momentos meneó la cabeza y suspiró.

– Voy a ver el teléfono de la cocina -se ofreció Nathan Coleman. Pero volvió enseguida, con una expresión que no indicaba mejora alguna de la situación.

– ¿Cómo puede pasar esto, Willis? -preguntó Mitch.

Willis Ellery se recostó en la silla.

– Lo único que se me ocurre es que se ha producido una activación anómala del disyuntor magnético que controla la unidad de alimentación del sistema de telecomunicaciones. Quizá provocada por una sobretensión en los aparatos. O porque Aid ha desconectado algo y luego lo ha vuelto a poner en marcha.

Se levantó para considerar más a fondo la cuestión y luego añadió:

– ¿Sabes?, podría haber un problema general con todas las interfaces de distribución de datos por fibra. En esta planta hay una sala de aparatos con una red de área local horizontal conectada a la sala de informática a través de una red local principal de alta velocidad. Puedo ir a echar un vistazo.

Curtis le vio salir de la habitación y luego sonrió.

– Una red local principal de alta velocidad -repitió-. Me encanta. A veces me gustaría tener una de ésas a mí también. Sabes, Nat, con todos estos técnicos tan sabios no entiendo por qué estamos encerrados en un edificio de oficinas a las siete de la tarde.

– Yo tampoco, Frank.

– Pero ¿no te tranquiliza saber que estamos en tan buenas manos? Deberíamos dar gracias a Dios de que estos tíos estén con nosotros, ¿sabes? No quiero ni pensar lo que habría pasado si nos hubiéramos encontrado aquí solos.

Mitch sonrió, tratando de hacer caso omiso del sarcasmo del policía. Pero había dicho algo que no se le quitaba de la cabeza. La hora. Las siete de la tarde. ¿Por qué era eso precisamente lo que le fastidiaba?

Y entonces recordó.

Volvió al ordenador y pulsó el ratón para volver a la imagen en circuito cerrado de la sala de informática, donde Kenny seguía tecleando para resolver el fallo. Todo parecía normal. Todo menos las manecillas del reloj de pared. Señalaban las seis y cuarto, lo mismo que hacía cuarenta y cinco minutos. Y ahora que contemplaba la imagen con mayor atención, empezó a observar pequeñas repeticiones en los gestos de Kenny: la misma pequeña sacudida de la cabeza, el mismo ceño fruncido, los mismos movimientos de los dedos sobre el teclado. Mitch sintió que se le erizaban los pelos del cogote. Lo que estaba viendo desde hacía un buen rato no era más que una cinta grabada de lo que había ocurrido en la sala de informática. Alguien quería hacerles creer que Aidan Kenny se estaba dedicando a limpiar de fallos los sistemas de gestión del edificio. Pero ¿por qué? De momento, Mitch guardó el descubrimiento para sí, no queriendo alarmar a los demás. Se volvió en la silla y se dirigió a David Arnon.

– ¿Dave? ¿Tienes ahí el walkie-talkie?

– Claro, Mitch.

Arnon le tendió el aparato que siempre llevaba en el edificio para comunicarse con los obreros.

– En la oficina de seguridad hay otro, ¿verdad?

Arnon asintió.

– Voy a llamar a ese tal Dukes, el guarda jurado, para ver qué está entreteniendo a Richardson. -Sorprendió la minúscula pupila de los pálidos ojos azules de Birnbaum y añadió-: Me importa tres cojones lo que esté haciendo.