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Birnbaum se encogió de hombros.

– Tú sabrás lo que haces, Mitch.

– Puede que sí.

Curtis seguía ostentando su sarcástica expresión. Mitch le miró y señaló la puerta con la cabeza.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, inspector? ¿Fuera?

– ¿Por qué no? En este momento no tengo otra cosa que hacer.

Mitch no dijo nada hasta que estuvieron en el pasillo, a cierta distancia.

– No quería hablar delante de los demás -dijo al fin-. Para que no se asustasen tanto como yo, me parece.

– ¿Qué coño pasa ahora?

Mitch le explicó lo de las manecillas del reloj de la sala de informática y su sospecha de que se habían pasado los últimos tres cuartos de hora viendo una grabación de vídeo, la repetición de una secuencia ocurrida con anterioridad.

– Lo que significa que puede haber sucedido algo en la sala de informática poco después de las seis y cuarto. Algo que alguien trata de ocultarnos.

– ¿Piensa que le ha pasado algo a Aidan Kenny?

Mitch emitió un suspiro y se encogió de hombros.

– No lo sé, la verdad.

– Ese alguien -dijo Curtis al cabo de unos momentos-, ¿cree que podría ser su amigo del garaje? ¿El que le dejó sin sentido?

– Esa idea se me ha pasado por la cabeza, inspector.

– ¿Hasta dónde le cree capaz de llegar?

– Francamente, no me imagino que Grabel sea un asesino. Pero si Sam Gleig le sorprendió saboteando el ordenador, es posible que lo matase por eso. Quizá fuese un accidente. De todas formas, me parece que Grabel ha vuelto para prevenirme. Puede que haya recapacitado sobre todo el asunto.

– En cualquier caso, estamos apañados.

– Eso me temo, sí -corroboró Mitch.

– Bueno, ¿no sería mejor bajar a la sala de informática a ver si le ha pasado algo al señor Kenny?

– Desde luego. Pero, si estoy en lo cierto, sería preferible que no cogiéramos el ascensor.

Curtis lo miró sin expresión.

– Abraham controla los ascensores -explicó Mitch-. Y puede que todo el sistema de gestión del edificio esté jodido.

– Entonces será mejor bajar por las escaleras -sugirió Curtis.

– Yo no voy. Diremos a Dukes que al subir se pase a ver a Kenny. Mire, si vamos a quedarnos algún tiempo encerrados en el edificio, es más lógico que suban ellos aquí, donde hay comida y agua, en vez de quedarse allí, donde no hay de nada.

Curtis asintió.

– Parece sensato.

– Al menos hasta que consigamos ayuda.

Mitch pulsó el botón de llamada del walkie-talkie y se llevó el aparato a la oreja. Pero cuando salieron al espacio abierto que daba al atrio, lo que oyó fue la alarma de la planta baja.

Tras recobrarse de los efectos tóxicos de su inútil tentativa de revivir a Kay Killen, Ray Richardson se dirigió a un teléfono e intentó, sin éxito, llamar a la sala del consejo de administración. Tampoco logró comunicarse con Aidan Kenny. De modo que volvió al atrio a buscar a Joan.

Estaba sentada en uno de los enormes sofás de cuero negro, donde la había dejado, junto al piano que seguía sonando, tapándose la nariz y la boca con un pañuelo para evitar el mal olor que invadía el edificio. Se sentó pesadamente a su lado.

Pero Ray… -protestó, apartándose del húmedo cuerpo de su marido-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé -repuso él en voz queda-. Pero no podrán decir que ha sido culpa mía. -Sacudió nerviosamente la cabeza-. Intenté ayudarla. Me tiré y traté…

¿De qué estás hablando, Ray? Cálmate, cariño, y cuéntame lo que ha ocurrido.

Richardson permaneció un momento en silencio, tratando de tranquilizarse. Respiró hondo e inclinó la cabeza.

– Estoy bien -dijo-. Es Kay. Está muerta. Fui a la piscina y me la encontré flotando. Me tiré al agua y la saqué. Intenté reanimarla. Pero era demasiado tarde. -Meneó la cabeza-. No entiendo lo que puede haber pasado. ¿Cómo ha podido ahogarse? Ya la viste, Joan. Nadaba estupendamente.

– ¿Se ha ahogado?

Richardson asintió nerviosamente.

– ¿Seguro que está muerta?

– Completamente.

Con un gesto compasivo, Joan puso la mano en la temblorosa espalda de su marido y sacudió la cabeza.

– Pues no sé. A lo mejor se tiró de cabeza y se dio con la frente en el fondo. Suele ocurrir. Incluso a los mejores nadadores.

– Primero Hideki Yojo. Luego ese tío de seguridad. Ahora Kay. ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? -Soltó una risita incómoda-. Pero qué estoy diciendo. Debo estar loco. Sólo pienso en el edificio. ¿Sabes lo que pensaba cuando trataba de sacar del agua a esa pobrecilla? No dejaba de decirme, un accidente en la piscina. Como Le Corbusier. ¿Te das cuenta? Hasta ese punto estoy obsesionado, Joan. Me encuentro muerta a esa preciosa muchacha y lo único que se me pasa por la puñetera cabeza es que ha sufrido la misma suerte que un famoso arquitecto. Pero ¿qué me pasa?

– Que estás alterado, nada más.

– Y eso no es todo. Los teléfonos no funcionan. He intentado llamar arriba, para decirles que Kay está muerta. -Le tembló ligeramente la mandíbula-. Tenías que haberla visto, Joan. Qué horror. Una chica tan guapa como ésa, muerta.

Como si obedeciera a una señal, el piano dejó de tocar las Variaciones Goldberg de Bach a lo Glenn Gould y, pasando al estilo de Arthur Rubinstein, acometió el insistente y lúgubre bajo de la marcha fúnebre de la Sonata en si bemol de Chopin.

Incluso Ray Richardson reconoció inmediatamente las implacables y sombrías notas de la obra.

– ¿A qué viene esta cabronada? -gritó, levantándose y apretando los puños-. ¡Si alguien piensa que es una broma, no es nada divertido!

Se dirigió al mostrador holográfico con un paso tan indignado como se lo permitían sus empapados zapatos.

– ¡Hola! -dijo Kelly con su más animada voz de primera de la clase-. ¿En qué puedo servirle, señor?

– ¿A qué viene poner esa música? -soltó Richardson.

– Bueno -sonrió Kelly-, está en la tradición de las marchas fúnebres que arranca de la Revolución Francesa. En el movimiento central, sin embargo, Chopin…

– No quiero que me recites todo el jodido programa. Sólo digo que esta música es de muy mal gusto. ¿Y por qué no funcionan los teléfonos? ¿Y por qué apesta a mierda el edificio?

– Espere un momento, por favor. Estoy tratando de tramitar su petición con la mayor premura.

– ¡Cretina! -gritó Richardson.

– Que usted lo pase bien.

Pisando fuerte, Richardson volvió junto a Joan.

– Será mejor que volvamos arriba y contemos lo que ha pasado a los demás. -Sacudió la cabeza-. Sabe Dios lo que dirá ese poli de los cojones.

Giró sobre los talones de sus rechinantes zapatos y se encaminó hacia los ascensores.

Joan se puso en pie y le cogió de la empapada manga de la camisa.

– Si los teléfonos no funcionan, es probable que los ascensores tampoco -advirtió.

Señaló el ascensor que Declan y los pintores habían tomado poco antes: el panel de los pisos no indicaba nada.

– Noté que se apagaba cuando pasaron por la planta quince. -Se encogió de hombros al ver que Richardson la miraba perplejo, con el ceño fruncido-. Subían a la veintiuno, ¿no? Bueno, pues no llegaron.

Sonó un campanilleo cuando las puertas de uno de los otros cinco ascensores, enviado automáticamente a la planta baja por Abraham, se abrió frente a ellos.

– Parece que funciona -observó él.

– No me gusta -declaró Joan, moviendo la cabeza.

Richardson subió al ascensor que esperaba.

– Sal de ahí, Ray, por favor -le rogó ella-. Tengo un mal presentimiento.

– Vamos, Joan -urgió él-. No seas supersticiosa. Además, no voy a subir veintiún pisos a pie con los zapatos mojados.

– Piénsalo, Ray -insistió ella-. La puerta principal está cerrada. El aire acondicionado se ha averiado. El aromatizador se ha vuelto loco. Los teléfonos no funcionan. ¿Y encima quieres quedarte encerrado en el ascensor? Adelante, hazlo, pero yo subo por las escaleras. No me importa los pisos que sean. No puedo explicarlo, pero no, yo no entro ahí.