Выбрать главу

– ¿Qué es eso, sabiduría navaja o algo así? En realidad se está bien aquí dentro, hace fresco.

Apoyó la mano en la pared del ascensor y la retiró de golpe, como si se hubiese quemado.

– ¡Joder! -exclamó al tiempo que salía de un salto y se frotaba los dedos con la palma de la otra mano.

– ¿Qué ocurre ahora?

Era la voz de Dukes, el guarda jurado.

– Pasa algo en el ascensor -admitió Richardson, desconcertado-. La pared está helada. Es como una nevera. Se me ha quedado la mano pegada.

Dukes entró en la cabina y tocó la pared con el dedo.

– ¡Coño! -exclamó-, tiene razón. ¿Cómo es posible?

Richardson se frotó la barbilla y luego, con aire pensativo, se pellizcó el labio inferior.

– Hay un conducto de alta velocidad que sale de la instalación central en el tejado -dijo al cabo de unos momentos-. El aire pasa por el refrigerador en el serpentín de expansión directa. Éste lleva el aire fresco a una caja de distribución de volumen variable asistido por un ventilador que tendría que pasarlo luego al conducto de baja velocidad. Lo único que se me ocurre es que, por alguna causa, todo el aire fresco del edificio se ha canalizado por el hueco de los ascensores. Y por eso hace tanto calor.

– Pues aquí hace frío, desde luego -observó Dukes-. ¡Fíjese, si hasta se condensa el aliento!

– Más o menos, el resultado debe ser el mismo que cuando sopla un viento helado. Como en el Medio Oeste en invierno.

Dukes salió tiritando del ascensor.

– No me gustaría un pelo estar ahí dentro con las puertas cerradas.

– Mi mujer cree que puede haber tres personas encerradas en otro ascensor -anunció Richardson-. A la altura de la planta quince.

– ¿Los tres tipos que estaban antes aquí?

Joan asintió.

– En esta especie de cámara frigorífica, se habrán quedado como un saco de chuletas.

– ¡Mierda! -exclamó Richardson-. ¡Vaya jodienda de los cojones! -Se llevó las manos a la cabeza y se puso a caminar en círculo lleno de frustración-. Pues habrá que sacarlos de ahí. Hoy día no es tan fácil encontrar un buen chófer. Declan es prácticamente de la familia. ¿Se le ocurre algo?

Dukes frunció el ceño. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue decirle a Richardson que era un hijo de puta egoísta y recordarle que había otras dos personas encerradas con su precioso chófer de mierda. Pero aquel tío seguía siendo el jefe, y no quería quedarse sin trabajo. De modo que se limitó a señalar al otro lado de los ascensores.

– ¿Y si diéramos la alarma contra incendios? Está directamente conectada con los bomberos, ¿verdad?

– Podemos probar, a lo mejor da resultado.

Rodearon los ascensores y, al torcer la esquina, se detuvieron frente a una manguera de incendios colocada en la pared, junto al cajetín de alarma. Dukes desenfundó la pistola para romper el cristal.

– ¡No! ¡Guarde eso! -gritó Richardson, demasiado tarde.

Lo que se activó no fue la alarma contra incendios, sino la de seguridad. Bastaba que el circuito cerrado de televisión captase una pistola en el atrio para que Abraham activase automáticamente los sistemas defensivos de la Parrilla. En cada planta, las puertas de las salidas de emergencia se cerraban a cal y canto. Un rastrillo metálico descendía del techo, bloqueando puertas y ascensores. Sólo cuando Abraham consideró que las plantas superiores eran inaccesibles a los intrusos cesó el ensordecedor pitido.

– ¡Coño! -exclamó Dukes-. Se me había olvidado completamente.

– Idiota de los cojones -gruñó Richardson-. Ahora sí que estamos encerrados aquí abajo.

Dukes se encogió de hombros.

– Bueno, ahora se presentará la poli en vez de los bomberos. No veo la diferencia.

– No habría estado mal esperarlos cómodamente -replicó Richardson-. No sé a usted, pero a mí me habría venido bien una copa. -Meneó la cabeza con furia-. Está despedido. ¿Se entera?

Cuando salgamos de ésta, ni se le ocurra aparecer por aquí, amigo.

Dukes se encogió de hombros con aire de resignación, lanzó una mirada a la Sig automática que empuñaba y volvió a guardarla en la funda.

– Voy a decirle una cosa, so cabrón -dijo sonriendo-. Se necesitan agallas para despedir a alguien que tiene una pistola en la mano. O ser idiota.

El walkie-talkie del servicio de seguridad, que Dukes llevaba al cinturón, zumbó. El guarda jurado lo desenganchó y pulsó el botón de recepción de llamada.

– ¿Qué coño pasa ahí abajo?

– ¿Mitch? -dijo Richardson, tras arrancar el aparato de manos de Dukes-. Soy Ray, Mitch. Estamos atrapados como en una ratonera. En vez de utilizar el martillito de la cadena para romper el cristal de la alarma contra incendios, Dukes ha sacado la pistola. El muy gilipollas debe de creerse Clint Eastwood o algo así. Activó los sistemas de defensa.

– ¿Estáis bien todos?

– Sí, estamos bien. Pero dime, ¿están ahí Declan y esos dos pintores?

– No, no los hemos visto.

– Entonces deben de estar encerrados en el ascensor. No sería tan grave si no fuese porque todo el aire acondicionado del edificio se ha canalizado de algún modo por el hueco de los ascensores. El que cogieron debe estar como una nevera. Por eso intentábamos alertar a los bomberos.

– Ya puedes olvidarte de eso -le recomendó Mitch-. Me parece que han saboteado a Abraham.

– Pero ¿quién, por amor de Dios?

Mitch le habló de Allen Grabel.

– Si no me equivoco, Abraham ha perdido su integridad, y puede que luego le hayan dado una nueva serie de prioridades. Y tengo la impresión de que entre ellas no figura la de que podamos llamar a los servicios públicos. Tendremos que probar algo desde aquí arriba. ¿Qué sabes de Kay?

Richardson suspiró.

– Está muerta.

– ¿Muerta? ¡Santo cielo, no! ¿Qué ha pasado?

– No tengo ni idea. La encontré flotando en la piscina. Intenté reanimarla, pero fue inútil. -Se calló un momento y luego añadió-: Oye, ¿qué quieres decir con eso de que Abraham ha perdido su integridad? ¿Qué espera Kenny para volver a poner en marcha los sistemas?

– No logramos comunicarnos con él -contestó Mitch-. Esperaba que de camino hacia acá fueseis a echar una mirada a la sala de informática. -Mitch le explicó su teoría sobre la grabación en vídeo de la secuencia repetitiva-. Tenemos que entrar como sea en el centro de datos y borrar todos los programas SGE.

– ¿Y el ordenador de la sala de juntas? -preguntó Richardson-. ¿Es que Beech no puede hacer algo desde ahí?

– Sólo si le deja Abraham.

– ¡Vaya jodienda, coño! ¿Qué vamos a hacer?

– Mira, estáte tranquilo. Trataremos de pensar algo y luego os volveremos a llamar.

– Sí, bueno, no tardéis mucho. Esto parece un horno.

En el bruñido techo de aluminio de cada ascensor había un agujero redondo de poco más de un centímetro de diámetro. Encastrada en el orificio, a unos milímetros de profundidad, estaba la tuerca triangular que mantenía en su sitio la escotilla de inspección de la cabina. Para quitar la tuerca y abrir la trampilla se necesitaba una llave especial de tubo que tenían los técnicos de mantenimiento de Otis. Pese a la evidente inutilidad de la tentativa, Dobbs, el más alto de los tres hombres atrapados en el ascensor, intentaba quitar la tuerca con un pequeño destornillador que había sacado de un bolsillo del mono.

– Tiene que haber una forma de aflojarla -dijo entre el castañeteo de los dientes.

– Estás perdiendo el tiempo -aseguró Declan Bennett, ya morado de frío.

– ¿Se te ocurre algo mejor, amigo? -inquirió Martinez-. Si es así, dilo, porque no hay manera de salir.