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– ¡Maldita sea! -dijo Dobbs- No se mueve.

Bajó del techo los doloridos brazos, miró la herramienta con decepción y, dándose cuenta de su inutilidad, la tiró asqueado.

– Tienes razón. Igual que si meto la minga en ese agujero. Así, al menos, moriría contento. -Rió con amargura-. No entiendo a qué viene este frío. He oído hablar de un cambio climático que enfriaría la atmósfera, pero esto es ridículo. Nunca pensé que me moriría congelado en Los Ángeles.

– ¿Quién ha hablado de morir? -inquirió Declan Bennett.

– En casa tengo un congelador -dijo Dobbs-. Y he leído las instrucciones. Calculo que nos quedan unas doce horas, después nos conservaremos frescos hasta Navidad.

– Nos sacarán -insistió Bennett.

– ¿Y quién va a sacarlos a ellos?

– No es más que un fallo del ordenador. Algo que ha pasado en el programa. Lo mismo que con la puerta de entrada. Lo ha dicho el señor Richardson, he oído que lo comentaba con su mujer. Hay un especialista en redes que está tratando de que todo vuelva a funcionar. Este ascensor empezará a moverse de nuevo en cualquier momento. Ya veréis.

Martinez se quitó las manos heladas de las axilas y les echó el aliento.

– Me parece que no volveré a coger un ascensor en mi vida -declaró-. Suponiendo que sobreviva.

– Yo estuve en el ejército británico -anunció Bennett-. Así que conozco algunas técnicas de supervivencia. Se puede aguantar el frío extremo durante horas, incluso días, acelerando el ritmo cardiaco. Propongo que corramos sin movernos del sitio. Venga. Nos cogeremos de la mano para darnos calor.

Los tres hombres se dieron la mano, formaron un círculo y simularon una carrera, exhalando bocanadas de vapor. Parecían tres esquimales borrachos de juerga en torno a un caldero humeante. La cabina del ascensor crujía bajo sus pies medio congelados.

– Debemos mantener el cuerpo en movimiento -insistió Bennett-. La sangre se congela, ¿sabéis? Como cualquier otro líquido. Pero antes, se para el corazón. Así que hay que hacerle trabajar más. Que sepa que aún dominamos la situación.

– Me siento como un mariquita -se quejó Martinez.

– Eso es lo que menos debería preocuparte, muchacho -aseguró Bennett-. Considérate afortunado de que encima no padezcas claustrofobia.

– ¿Claustro qué?

– No se lo expliques -pidió Dobbs a Bennett-. No hay por qué darle ideas.

Miró a Martinez y sonrió como si su compañero fuese un niño.

– Pánico a Santa Claus, eso es la claustrofobia, mexicano estúpido. Sigue cogido de mi mano y deja de hacer preguntas tontas. Aunque en una cosa tienes razón. A partir de ahora, tú y yo iremos por la escalera.

– ¿Quieren prestarme atención, por favor?

Frank Curtis esperó a que todos guardaran silencio en la sala del consejo de administración y luego empezó a hablar:

– Gracias. Según el señor Bryan, ha fallado la integridad de los sistemas de gestión de este edificio. Lo cual, con su permiso, es otra forma de decir que el ordenador que controla todo, la máquina que ustedes llaman Abraham, ha sido saboteado por un loco. Parece que su antiguo compañero, Allen Grabel, guarda cierto rencor a su jefe. En cualquier caso, nuestra situación es la siguiente: Los teléfonos no funcionan. Las entradas y salidas están bloqueadas, lo mismo que las puertas de las escaleras de emergencia. Hay tres personas encerradas en un ascensor, así que debemos suponer que los ascensores tampoco funcionan. Y estoy seguro de que no hace falta recordarles que las ventanas son irrompibles y que hace mucho calor aquí dentro. Además, hay otra víctima. Lamento mucho tener que decírselo, pero han encontrado muerta en la piscina a su compañera, Kay Killen.

Curtis esperó un momento a que se disipara el horrorizado murmullo.

– No sabemos exactamente lo que ha pasado, pero creo que debemos admitir la posibilidad de que, de la forma que sea, el ordenador y Allen Grabel sean los culpables.

Ahora tuvo que alzar la voz, porque el horror daba paso a la alarma.

– Escuchen, no voy a contarles camelos ni a ocultarles nada. Todos ustedes son mayores de edad. Creo que nuestra mejor oportunidad de salir cuanto antes de aquí consiste en conocer todos los aspectos de la situación en que nos encontramos. Y son los siguientes: es posible, e incluso probable, que Grabel haya asesinado a Sam Gleig. De lo que estoy seguro es de que no hemos logrado establecer contacto con el señor Kenny en la sala de informática y de que los ascensores se han convertido en un frigorífico. Resumiendo, puede que haya otras cuatro personas muertas en el edificio. Espero no estar en lo cierto, ¿comprenden? Pero me parece prudente suponer que Allen Grabel ha alterado la integridad del ordenador lo bastante para que el edificio nos resulte sumamente peligroso a todos los demás.

– He comprobado los cables de fibra óptica en el cuarto del equipo local -intervino Willis Ellery-. Y por lo que he visto, no les pasa nada.

Bob Beech meneaba la cabeza.

– No veo cómo podría haberlo hecho Grabel -objetó-. Si queréis que os diga la verdad, Aidan Kenny me parece un sospechoso más verosímil. El sistema de gestión del edificio es suyo. Se ha mostrado muy estricto con los códigos de acceso y esas cosas. No me imagino a Grabel en todo esto.

Era Mitch quien ahora sacudía la cabeza.

– Eso no tiene sentido. Aidan estaba orgulloso de este edificio. No puedo creer que lo haya saboteado.

– En cualquier caso, vamos a necesitar su ayuda, señor Beech -terció Curtis-. ¿Puede hacer algo desde el ordenador de aquí? ¿Sacar del ascensor a esa gente, quizá?

Beech hizo una mueca.

– Aquí sólo hay un teclado, así que será difícil. Las teclas no se me dan muy bien, con Abraham estoy acostumbrado a una interfaz vocal. Y se trata de un terminal con pocas funciones, ¿sabe? Sólo podré hacer lo que me permita el ordenador principal. -Se sentó frente a la pantalla-. Pero puedo probar, de todos modos.

– Muy bien -dijo Curtis-. Los demás, escuchen. No tardarán en darse cuenta de que no estamos donde deberíamos estar. Por ejemplo: los señores Richardson tenían que estar en un avión con destino a Europa. Y sus familias empezarán a preguntarse dónde se han metido ustedes. Por lo menos la mía, seguro. Es probable que no sigamos mucho tiempo encerrados aquí, pero debemos adoptar ciertas precauciones por si la situación se prolonga más de la cuenta. Así que cada uno de nosotros debe asumir algunas responsabilidades elementales. ¿Mitch?

– Muy bien. Marty, tú te encargarás de la comida y el agua. La cocina está ahí al lado. Averigua lo que tenemos.

– Si crees que es necesario.

– ¿Tony? Aparte de Kay, eres la persona que mejor conoce los planos del edificio.

– Aquí los tengo, Mitch -dijo él-. En el portátil.

– Estupendo. Estúdialos. Mira a ver si encuentras algún modo de salir. ¿Helen? Me parece que sabes dónde ha trabajado todo el mundo.

Helen Hussey asintió, metiéndose nerviosamente entre los labios un mechón de su pelirroja melena.

– Podrías dedicarte a buscar herramientas por esta planta.

– Empezaré por la habitación de al lado. En la cocina.

– ¿Inspector Coleman? -Mitch le tendió el walkie-talkie-. Usted podría mantenerse en contacto con los del atrio. Comuníquenos si necesitan algo.

– De acuerdo.

– El inspector jefe Curtis se encargará de la coordinación entre los distintos responsables. Cuando tengan alguna información, comuníquensela. ¿David? ¿Willis? Nosotros nos reuniremos para ver si se nos ocurre un medio de sacar a esa gente del ascensor.

– Una cosa más -añadió Curtis-. Por lo que me han dicho, Kay Killen era una excelente nadadora. Sin embargo, algo hizo que se ahogara. Algún imprevisto, quizá. Así que, hagan lo que hagan, vayan donde vayan, tengan cuidado, por favor.

– ¿Qué quieres que haga yo, Mitch? -preguntó Jenny.