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Mitch le apretó la mano y trató de sonreír. Fue suficiente para que el labio le empezara a sangrar de nuevo.

– Que no me digas que me avisaste.

Ray Richardson se desabrochó la camisa hecha a mano y, agitándola, trató de enviar un poco de aire entre el empapado tejido y el pecho cubierto de sudor. Al otro lado de las puertas y ventanas empañadas de la Parrilla estaba oscuro. De no haber sido por las brillantes luces, el olor a mierda y la incesante música de piano, habría intentado dormir.

– ¿Cuántos grados habrá? -le preguntó Joan, que se removió incómoda en uno de los enormes sofás de cuero.

Richardson se encogió de hombros.

– No es que la temperatura sea excesivamente alta. Sin aire acondicionado, el árbol da mucha humedad.

Dukes se puso en pie y empezó a quitarse la camisa.

– ¿Sabe una cosa? Voy a darme un baño.

– ¿Y cómo va a entrar en la piscina? -gruñó Richardson-. Acaba usted de bloquear las puertas.

Entonces comprendió que el vigilante se refería al estanque que rodeaba el árbol.

– No es mala idea -admitió, empezando a desnudarse.

En calzoncillos, los dos hombres se metieron en el agua. Los peces de vivos colores, del tamaño de salmones, huyeron en todas direcciones. Indecisa, Joan se quedó mirando al agua.

– Ven -la instó su marido-. Es como bañarse en el Amazonas.

– No sé -repuso ella-. ¿Y esos peces?

– Son carpas -explicó su marido-, no pirañas.

Joan se inclinó y se echó agua en la cara y en el pecho.

– No me digas que te has vuelto pudorosa -ironizó su marido-. Sobre todo después de esa foto en LA Living. No te quites la blusa si te da vergüenza.

Joan se encogió de hombros y empezó a bajarse la cremallera de la falda, que le llegaba a la pantorrilla. La dejó caer al suelo, se ató los extremos de la blusa y se metió en el agua.

Richardson se hundió y luego emergió de nuevo como un hipopótamo. Flotó un momento de espaldas y observó el atrio. Aquélla le pareció la mejor posición para apreciar la geometría interna del edificio: cómo iba cambiando de forma, pasando de ovalada a rectangular, a medida que se elevaba la torre, mientras el espacio abierto del atrio, ahusándose en las curvas nervaduras de las galerías, se equilibraba en el centro con la espina dorsal del árbol. Era, pensó, como estar en el vientre de una gigantesca ballena blanca.

– ¡Imponente! -murmuró-. ¡Sencillamente imponente!

– ¡Sí, maravilloso! -dijo Joan con entusiasmo, creyendo que se refería al baño.

– Es como una boca de incendios en el verano -convino Dukes.

– Me alegro de que me convencieras -dijo ella-. ¿Crees que el agua se podrá beber? A lo mejor está tratada con Agua Asfixiante, como la fuente de la entrada, ¿no?

– Espero que no -contestó Richardson-. Con estos peces, no. Han costado quince mil dólares cada uno. Deben tener el agua especialmente depurada y sin restos de cloro.

– Pero ¿y si los peces, ya sabes…, han ido al servicio dentro del agua?

Richardson soltó una carcajada.

– No creo que una cagadita de pez pueda perjudicarte, cariño. Además, me parece que no tenemos más remedio.

Para demostrarlo, ingirió un buen trago de agua tibia y salobre.

No había tanta profundidad como Joan había pensado, pero al sentarse en el escurridizo fondo tuvo la impresión de que bajaba el nivel del estanque.

– Eh -dijo Dukes-, ¿ha quitado alguien el tapón?

Se puso en pie. Al meterse, el agua le llegaba a la cintura. Ahora apenas le sobrepasaba las rodillas. Buscó desesperadamente algún recipiente y, al no ver nada que pudiera servir, empezó a beber agua, cuyo nivel ya descendía rápidamente, cogiéndola con las manos.

Richardson se incorporó bruscamente. Empezaba a pensar que Mitch quizá tuviese razón, que alguien quería hacerles daño. ¿Por qué vaciaban el estanque en aquel preciso momento, si no para privarles de agua a los tres?

Se tumbó boca abajo, como uno de los desechos del ejército de Gedeón, y empezó a lamer como un perro en los últimos centímetros de agua. Luego permaneció inmóvil, contemplando las carpas que se agitaban desesperadamente.

– Por lo menos nos evitará tener que atraparlas -comentó, incorporándose al fin-. Puede darnos hambre.

Joan se puso en pie, sin importarle que Dukes la viese en ropa interior.

– El sashim *i me da sed -declaró.

Dukes sonrió, observó el cuerpo medio desnudo de la mujer, con el agua brillando como esmalte sobre una estatuilla de barro, goteando en un reguero potable de los negros rizos de vello púbico que traslucían las bragas húmedas, y pensó que le gustaría poner la boca debajo y beber como en una fuente. Gorda o no, tenía una cara bonita.

– A mí también -dijo.

En la negra pantalla del ordenador portátil de Tony Levine aparecieron los trazos verdes de la parte exterior de los ascensores. Tony giró la bola del ratón y la imagen pasó al otro lado de las puertas, centrándose en el sistema de mando que había sobre ellas. Willis Ellery sacó la pluma y señaló una pieza que parecía una cadena de bicicleta.

– Bueno -dijo-. Eso es un sistema de mando de alta velocidad completamente regulable. Utiliza ese motor de corriente continua para accionar las dos bielas que abren y cierran las puertas. La fuerza que mantiene unidas las puertas es mayor en la parte de arriba y menor por abajo. Así que por ahí intentaremos forzarlas: por abajo. De ese modo liberaremos el aire tratado hacia el cuerpo principal del edificio, apartándolo de los tres hombres encerrados en la cabina. Por lo menos, eso evitará que se mueran de frío. Luego ya veremos la forma de bajar por el hueco y abrir la trampilla del techo de la cabina.

– Me parece buena idea -aprobó Mitch-. Pero necesitaremos una navaja o un destornillador. David, ¿por qué no le preguntas a Helen qué ha encontrado?

Arnon asintió y salió a buscarla.

– Aunque no lleguemos a separar mucho las puertas -añadió Ellery-, el mecanismo de mando tiene sensores incorporados. Una especie de haz luminoso. Si lo desconectamos, quizá podríamos activar el movimiento de las puertas en sentido contrario.

– ¿Abrirlas, quiere decir? -dijo Curtis, sonriendo.

– Eso es -confirmó Ellery con voz queda.

Horrorizado por la muerte de Kay Killen, no entendía cómo podía considerarse divertido nada de lo que estaba pasando. La noticia de que estaban atrapados en la Parrilla le había producido una clara sensación de náusea, como si hubiese comido algo estropeado a mediodía. Suspiró con visible impaciencia.

– Oiga, lo hago lo mejor que puedo -afirmó.

– No lo dudo -repuso Curtis-. Todos lo hacemos. Así que debemos mantener la moral alta, ¿eh? Que no nos deprima lo que ha pasado. ¿Entiende lo que quiero decir?

Ellery asintió.

Arnon volvió a aparecer con una selección de cuchillos y tijeras de cocina, además de algunos salvamanteles de madera.

– Podemos meter los salvamanteles en los intersticios que hagamos con los cuchillos -explicó-. Como cuñas, para mantener las puertas abiertas.

– Muy bien -dijo Mitch-, vamos allá.

Los cuatro hombres salieron al pasillo en dirección a los ascensores.

– ¿Cuál? -preguntó Ellery.

Mitch tocó las puertas con cautela. Tal como había dicho Richardson, estaban heladas.

– El del medio, de este lado.

Ellery escogió un largo cuchillo para el pan y se tumbó boca abajo en el suelo. Colocó la punta del cuchillo donde se juntaban las puertas y empezó a hacer fuerza. De pie, Levine intentó meter otro cuchillo más arriba, entre los paneles. Ninguno de los dos consiguió gran cosa.

– No quiere entrar -gruñó Ellery.

– Tenga cuidado de no cortarse -le recomendó Curtis.

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* Plato japonés consistente en finos filetes de pescado crudo. (N. del T.)