Выбрать главу

– No cede ni un milímetro. O el sistema de mando tiene más fuerza de lo que pensaba, o las puertas están completamente atascadas.

Levine rompió el cuchillo y por poco no se rebanó el dedo.

Provisto de unas tijeras abiertas, Curtis avanzó y ocupó el lugar de Levine.

– Déjeme probar.

Al cabo de unos minutos se apartó a su vez y, con más atención, examinó la juntura de arriba abajo. Luego pasó el pulgar por la parte alta e hizo palanca en la junta con la hoja de las tijeras. Algo se rompió, pero no era metal.

– Las puertas no están completamente atascadas -dijo sombríamente. Se agachó a recoger el fragmento que había caído en la moqueta y lo mostró en la palma de la mano para que lo vieran todos. Era un trozo de hielo-. Están completamente congeladas.

– ¡Mierda! -jadeó Mitch.

– Lamento decirlo, señores -dijo Curtis- Pero casi con toda seguridad, quien se encuentre detrás de esas puertas ya estará muerto.

– ¡Pobrecillos! -comentó Arnon-. Vaya forma de morir, joder.

Ellery se puso en pie, jadeante.

– No me encuentro bien -anunció.

– ¿Y ya está? -inquirió Levine-. ¿Es que vamos a darnos por vencidos?

Curtis se encogió de hombros.

– Acepto cualquier sugerencia.

– Tiene que haber algo que podamos hacer. ¿Mitch?

– El inspector tiene razón, Tony. Probablemente ya estarán muertos.

Frustrado, Levine dio una patada a la puerta y soltó una andanada de tacos.

– Tranquilo -dijo Mitch.

– Ya hay cuatro personas, quizá cinco, muertas en este edificio, ¿y me dices que esté tranquilo? ¿No lo entiendes, Mitch? ¡Estamos acabados, hombre! Nadie va a salir de aquí. Ese cabrón de Grabel va a eliminarnos uno por uno.

Curtis cogió firmemente a Levine por los hombros y lo empujó violentamente contra la pared.

– Será mejor que empiece a afrontar la situación -le advirtió-. No quiero oírle decir más chorradas. -Soltando a Levine de su poderosa presa, añadió sonriendo-: No hay que inquietar a las damas.

– No se preocupe por ellas -intervino Arnon-. Tienen cojones para lo que sea…, más que otros, en todo caso. Créame, inspector, son incombustibles.

– ¿Me disculpan, por favor? -pidió débilmente Ellery-. Tengo que ir al lavabo.

Mitch lo cogió del brazo.

– Estás un poco pálido, Willis. ¿Te encuentras bien?

– No mucho -admitió Ellery.

Los otros tres hombres vieron cómo se alejaba por el pasillo en dirección a la sala de juntas.

– Dave tiene razón -dijo Levine, sonriendo con sarcasmo-. Aquí, las únicas damas que pueden inquietarse son Ellery y Birnbaum.

– ¿Cree que se le pasará? -preguntó Curtis a Mitch, sin hacer caso a Levine.

– Le tenía cariño a Kay, eso es todo.

– Todos la queríamos -observó Arnon.

– Quizá esté un poco deshidratado -sugirió Curtis-. Tendremos que ocuparnos de que beba algo.

Volvieron a la sala de juntas y sacudieron la cabeza cuando los otros les preguntaron por los tres encerrados en el ascensor.

– Así que la cosa es grave -comentó secamente Marty-. Bueno, por lo menos no moriremos de hambre ni de sed. He preparado una lista de nuestras provisiones, aunque no comprendo por qué se me ha encomendado una tarea tan doméstica. Aquí soy el socio más importante, ¿sabes, Mitch? Por derecho, me correspondería estar al cargo de todo.

– ¿Quiere tomar el mando? -le preguntó Curtis-. Pues sírvase. Yo no pretendo lucirme ni tengo un ardiente deseo de imponer mi voluntad a los demás. Si se cree capaz de sacarnos de aquí, adelante, no seré yo quien se lo impida.

– No he dicho eso. Simplemente, observaba que se ha invertido el orden jerárquico.

– Bueno, eso es lo que pasa en momentos de crisis, Marty -repuso Arnon, sarcástico-. Las viejas estructuras de clase ya no significan nada. La supervivencia suele basarse en la posesión de cierta sabiduría práctica. Como ser ingeniero. Tener un profundo conocimiento del terreno. Esas cosas.

– ¿Estás insinuando que no sé nada de este edificio, David? ¿En qué crees tú exactamente que consiste el trabajo de un director administrativo en una empresa como ésta?

– ¿Sabes una cosa, Marty? Hace meses que me vengo haciendo esa misma pregunta. Me encantaría conocer la respuesta.

– ¡Vaya, hombre! -La indignación hizo que Birnbaum se pusiera en posición de firmes, como quien se defiende ante un tribunal-. Díselo, Mitch. Dile…

Curtis se aclaró ruidosamente la garganta.

– ¿Por qué no lee la lista? -propuso-. Ya discutirán sobre sus respectivas funciones cuando salgamos de aquí.

Birnbaum frunció el ceño y luego, malhumorado, empezó a enumerar las provisiones:

– Doce botellas de dos litros de agua mineral con gas, veinticuatro botellas de Budweiser, doce botellas de Miller Lite, seis botellas de un mediocre Chardonnay californiano, ocho botellas de zumo de naranja recién exprimido, ocho bolsas de patatas fritas, seis bolsas de cacahuetes tostados, dos poulets fríos, un jamón, un salmón, seis barras de pan, varios trozos de queso, fruta, hay mucha fruta, seis chocolatinas Hershey y cuatro termos grandes de café. La nevera no funciona, pero todavía hay agua corriente.

– Muchas gracias, Marty -dijo Arnon-. Buen trabajo. Ya puedes marcharte a casa.

Birnbaum enrojeció, puso la lista en manos de Curtis y volvió con paso resuelto a la cocina, seguido por la risa cruel de David Arnon.

– Suficiente comida, en cualquier caso -dijo Curtis a Coleman.

– Yo me bebería una cerveza -repuso éste.

– Yo también -dijo Jenny-. Estoy sedienta.

– Mi estómago resuena como la falla de San Andreas -dijo Levine-. ¿Quieres algo de la cocina, Bob?

Bob Beech empujó la silla apartándose del terminal simple, se puso en pie y se acercó a la ventana.

– ¿Bob? -le preguntó Mitch-. ¿Tienes algo que decirnos?

Todos perdieron el apetito o la sed cuando llegó la tranquila respuesta de Beech:

– Creo que tendremos que revisar nuestras expectativas de rescate. Radicalmente.

Eran casi las nueve.

– Ninguno de nosotros tiene un horario regular, ¿verdad? -dijo Bob Beech-. Yo, por ejemplo, a veces trabajo hasta medianoche. Y ha habido ocasiones en que ni siquiera he vuelto a casa. Me parece que puede decirse lo mismo de casi todos los que están en esta habitación. ¿Inspector Curtis?

– Un policía trabaja a cualquier hora -admitió con un encogimiento de hombros-. Vaya al grano.

– ¿Les suena el nombre de Roo Evans, señores?

Nathan Coleman miró a Curtis y asintió.

– El chico negro de Watts, la persecución de coches.

– Estamos investigando su asesinato -explicó Curtis.

– No, ya no -repuso Beech.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Coleman.

– Ustedes dos están relevados de sus funciones, con el salario entero, y retenidos en la comisaría de la calle Setenta y siete para ser interrogados por la Brigada de Asuntos Internos como sospechosos de haber participado en el asesinato de Evans. Al menos eso es lo que cree el comisario Mahoney.

– Pero ¿qué coño está diciendo? -inquirió Curtis.

– Lo siento, pero no soy yo quien lo dice. Alguien ha entrado en su ordenador central del Ayuntamiento. Buen trabajo, por cierto. Si no me creen, echen un vistazo a la pantalla. Nadie los espera en el despacho hasta dentro de bastante tiempo. Quizá nunca. Por lo que se refiere a sus colegas, ustedes dos son personae non gratae. Que en latín significa: estáis jodidos.

Curtis se volvió y miró al ordenador sin verlo.

– ¿Me está tomando el pelo? -preguntó-. ¿Es una broma?

– Ojalá lo fuese, inspector, créame.

– Pero los de Asuntos Internos tendrían que haber llamado a Mahoney para comunicárselo, ¿no? -se extrañó Coleman.

– Así era antes -suspiró Curtis-. Pero ahora el ordenador se encarga de todo. Creen que garantiza la objetividad, ¿sabes? Para que los delincuentes puedan jodernos bien. El capullo de Mahoney no levantará su gordo culo de la silla y creerá lo que imprima el ordenador como si viniese directamente del Todopoderoso. A lo mejor incluso llama a mi mujer para decirle que no me espere en unos días.