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– Como decía -prosiguió Beech, moviendo la cabeza-, eso no es todo. Han mandado un fax a las líneas aéreas para cancelar los billetes de los Richardson en el vuelo de Londres. Incluso han anulado la reserva que tenías en el Spago, Tony. Qué atenlos, ¿eh?

– ¡Joder! Tuve que esperar cuatro semanas para conseguir la puñetera mesa.

– Han enviado fax o correo electrónico a mujeres, novias, novios. Para decirles que teníamos los teléfonos estropeados y que nos quedaremos trabajando toda la noche para terminar esta mierda.

Hubo un largo y pasmado silencio que terminó rompiendo David Arnon.

– ¿Creéis que Grabel habrá llamado a Mastercharge? -preguntó-. ¿Para cancelar mi deuda?

– ¿Nadie nos espera en casa esta noche? -resumió Jenny-. ¿Y nadie sabe que estamos encerrados aquí? ¿Con un loco?

– Eso es, más o menos -confirmó Beech-. Pero hay algo mejor aún.

– ¿Podría haber algo peor? -dijo Coleman, encogiéndose de hombros.

– Allen Grabel no es culpable de nada.

– ¿Cómo? ¿Quién es, entonces? -preguntó Helen.

– Nadie.

– No entiendo -dijo Curtis-. Ha dicho que «alguien» entró en el ordenador central…

– Ese «alguien», que todos suponíamos que era Allen Grabel, es el propio Abraham.

– ¿Quieres decir que el ordenador es el culpable de lo que está pasando? -preguntó Marty Birnbaum.

– Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

– ¡Pero qué…! ¡No lo entiendo! -repitió Curtis-. Yo sólo conozco la mentalidad de los criminales que están cargados de armas, drogas y demás mierda. ¿Por qué haría un ordenador una cosa así?

– ¡Venga, hombre! -interrumpió Marty Birnbaum-. No hablarás en serio, ¿verdad, Bob? Habrá fallado la integridad del sistema, como has dicho. Pero lo que estás sugiriendo es absurdo. Y alarmista, además. Te estás comportando de manera irresponsable. En serio. ¿Por qué querría Abraham hacer daño a alguien? Ni siquiera estoy seguro de que pueda afirmarse que un ordenador tiene voluntad.

– Bueno, por lo menos estamos de acuerdo en eso -admitió Beech-. No en el porqué, inspector. Sino en el cómo. El cómo implica un motivo. Estamos hablando de una máquina, ¿recuerda?

– ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Y qué más da, joder? Me gustaría saber lo que está pasando.

– Pues puede que haya habido una especie de semiapagón.

– ¿Y qué coño es un semiapagón?

– Un descenso de tensión en vez de una interrupción del suministro de energía. Cuando hay un fallo importante en el suministro de energía, el generador de emergencia tiene que ponerse en marcha. Es posible que haya la energía justa para que no se active el sistema de emergencia, pero no la suficiente para que Abraham pueda gestionar las cosas como es debido. Puede faltarle energía. Como cuando falta oxígeno en el cerebro. -Se encogió de hombros y concluyó-: No sé. Sólo son conjeturas, nada más.

– ¿Estás seguro, Bob? ¿De lo de Abraham?

– No hay otra explicación, Mitch. He visto las operaciones en el terminal a medida que se procesaban en el Yu-5, abajo. Sólo la rapidez con que desfilaban me convenció de que no hay un operador que las esté ejecutando. Estoy seguro. Ni tampoco instrucciones programadas de antemano. Abraham lo está haciendo por su propia cuenta.

– A lo mejor hay otra explicación, Bob -sugirió Mitch.

– Pues dímela -replicó Beech.

– Se trata de un sistema muy complejo, ¿no es así? Y la complejidad supone cierta inestabilidad intrínseca, ¿verdad?

– Es una posibilidad interesante -admitió Beech.

– ¿Puede repetirlo? -pidió Curtis.

– Los sistemas complejos siempre están al borde del caos.

– Tenía entendido que había alguna ley que prohibe a los ordenadores atacar a los humanos -terció Coleman-. Como en las películas.

– Me parece que se refiere a la primera ley de la robótica de Isaac Asimov -repuso Beech con aire pensativo-. Eso estaba bien cuando sólo teníamos que ocuparnos de sistemas binarios, de ordenadores que trabajaban con un sistema serial de sí/no. Pero éste es un ordenador paralelo a gran escala, con una red nerviosa que funciona con un sistema de «quizás» ponderados, un poco como la mente humana. Este tipo de ordenador aprende sobre la marcha. Por lo que respecta a la tradición de la disciplina y la práctica informáticas, Abraham es el equivalente de un inconformista. Un librepensador.

– Puede ser -concedió Marty Birnbaum-. Pero ése es un terreno muy diferente del que os movéis vosotros. Una cosa es la iniciativa y otra, completamente distinta, la intención. Lo que estáis sugiriendo es… -Se encogió de hombros-. No hay otra palabra: ciencia ficción.

– ¡Joder, Mitch! -exclamó Beech-. ¡Es increíble!

– ¿Y no podría ser -arguyó Mitch- que Abraham hubiese superado cierto umbral de complejidad y se hubiera convertido en autocatalítico?

– ¿Autoqué? -dijo Levine.

– Un ordenador se organiza a sí mismo a partir del caos de sus diversas respuestas programadas para crear una especie de metabolismo.

Beech se mostraba cada vez más excitado.

Jenny se levantó despacio.

– ¡Uau! -exclamó-. ¿Una especie de metabolismo? ¿Quieres decir lo que creo que estás diciendo, Mitch?

– Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

– ¿Y qué está diciendo? -preguntó David Arnon-. ¿Sabes tú lo que está diciendo, Bob? Porque yo no tengo ni pajolera idea.

– Te diré una cosa -contestó Beech-. No soy una persona religiosa. Pero ésta es la experiencia más cercana a una revelación que haya tenido nunca. Tengo que reconocer la posibilidad, a falta de términos más adecuados, de que Abraham sea un ser vivo capaz de pensar.

Las palabras de Bob Beech acentuaron las náuseas de Willis Ellery. Convencido de que iba a vomitar, se dirigió al servicio de caballeros, cerró la puerta del cubículo y se arrodilló frente a la taza. Su entrecortada respiración y el sudor frío que se le empezaba a formar en la frente parecían realzar el tumulto que se agitaba en su estómago. Pero no pasó nada. Eructó un par de veces, deseando tener valor para meterse los dedos en la garganta como una adolescente bulímica. Pero, por lo que fuese, no se atrevió.

Al cabo de unos minutos, cuando la sensación que tenía en el estómago pareció bajarle al intestino, Ellery pensó que, en cambio, tendría que cagar. De modo que, tambaleante, se irguió, se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones y los calzoncillos y se sentó.

¿Por qué tenía que ser Kay?, se preguntó. ¿Por qué? Nunca había hecho daño a nadie. No podía tener más de veinticinco años. Qué lástima. ¿Y cómo había podido ahogarse? Aunque Abraham hubiese querido matarla, ¿cómo lo había hecho? No había trampolín ni máquina para hacer olas. ¿Cómo podía haber sido?

El ingeniero Ellery quería comprender. Decidió que en cuanto saliera del retrete llamaría a Ray Richardson por el walkie-talkie para que le diera detalles sobre la forma en que había muerto Kay. Sin duda, al encontrarla flotando en el agua, Richardson había pensado lo más evidente, como habría hecho la mayoría de la gente. Pero podía haber sucedido de otra manera. Quizá se había electrocutado. O asfixiado con gas. Con la bomba de dosificación automática, Abraham podía haber fabricado una especie de gas mortal. O a lo mejor se había limitado a suministrarle ozono.

Tras una breve contracción espasmódica, Ellery vació los intestinos y, casi inmediatamente, empezó a sentirse mejor. Accionó la cisterna con el codo, puso en marcha el dispositivo de limpieza personal, salió del cubículo y fue a lavarse las manos en el largo escalón de mármol que alguien había considerado un lavabo de moda. Ellery hubiera querido llenar un lavabo para sumergir la cara en él, pero su forma se lo impedía. No era la clase de lavabo que invitara a remolonear.