– Es un tipo despreciable -dijo Curtis con una mueca de asco-. Dólares y centavos. Eso es lo único en que piensa la gente como usted.
– Lo que está sugiriendo es absurdo. Nadie en su sano juicio tiraría al retrete un Yu-5 sin tratar primero de hacer una comprobación a fondo.
– Ya han muerto cinco personas, señor mío. ¿Qué más comprobación necesita?
Beech sacudió la cabeza y le volvió la espalda.
– ¿Y qué se propone hacer -inquirió Curtis- cuando tenga su jodida comprobación? -Mirando a Coleman con impaciencia, ordenó-: Vale, Nat, suéltame ya. -Y de un empujón se liberó del ya débil abrazo de su compañero-. ¿Es que aún tenemos que morir algunos más para que se le meta en su dura mollera que
esto no es un estúpido experimento del Instituto de Tecnología de California, o del de Massachusetts, o del caldo de cultivo del que haya salido usted? Ahora no se trata de vida artificial. Sino de vida real. De hombres y mujeres con familia. No de un puñetero hombre de hojalata sin corazón.
– ¿Bob? -dijo Mitch-. ¿Puedes desconectarlo? ¿Es posible?
Beech se encogió de hombros.
– Lo correcto sería pedir autorización al señor Yu. Hay un procedimiento oficial para hacer estas cosas, ¿sabes?
– ¡A tomar por el culo el señor Yu! -exclamó Curtis-. ¡Y a la mierda el procedimiento de los cojones! Por si lo ha olvidado, no es fácil ponerse en contacto con nadie en estos momentos.
– ¡Vamos, Bob! -urgió Mitch.
– Vale, vale -repuso Beech, sentándose frente al terminal-. Lo iba a hacer de todos modos.
El walkie-talkie zumbó. Contestó Coleman, que salió al pasillo en dirección a la galería.
– ¡Aleluya! -dijo Helen-. A lo mejor podemos salir ahora de este rascacielos de locos.
– ¡Amén! -repuso Jenny-. Toda la tarde he tenido un mal presentimiento sobre este sitio. Y por eso he venido, precisamente. Para librarlo de los malos espíritus.
– Que cada cual aporte su granito de arena -intervino Arnon, dejándose caer en el sofá-. A ver si salimos cuanto antes de aquí.
– Sí, bueno, pero esperad sentados -recomendó Beech-. Lleva tiempo verter ácido informático en el equivalente de un millar de ordenadores corrientes.
– ¿Cuánto? -quiso saber Curtis.
– En realidad, no lo sé. Nunca me he cargado un ordenador de cuarenta millones de dólares. Nos llevó treinta y seis minutos entrar en contacto con Isaac, y el programa sólo tenía un par de horas de vida. ¿Te acuerdas, Mitch? El SAR.
Beech empezó a teclear instrucciones.
– Sí, me acuerdo.
– Pues desde entonces, este cabrón lleva meses funcionando. Incluso antes de que lo instaláramos en este edificio. Sólo Dios sabe la cantidad de datos que ha recogido en todo este tiempo. Quizá tardemos varias horas.
– ¿Varias horas? -repitió Curtis, consultando su reloj.
– Como mínimo.
– ¡Está de broma!
– ¿A santo de qué? Oiga, si quiere encargarse de esto, inspector, le cedo la silla.
– Sigue con ello, Bob -insistió Mitch-. Por favor.
– Vale, ahí vamos -suspiró Beech, y sus manos repiquetearon sobre el teclado-. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Éste es el fin. -Empezó a cantar el estribillo de una canción de los Doors-. El fin.
– Nunca me ha gustado esa canción -observó Arnon-. Es deprimente. ¡Vaya letra! Nadie saldrá vivo de aquí. Muy apropiado, ¿eh?
– ¿Abraham? -dijo Beech-. Estamos extendiendo la alfombra negra para mandarte al olvido, amigo de silicio. Si dependiera de mí, me habría gustado conocerte un poco mejor. Pero no es hora de razonar, sino de hacer que mueras. Aquí hay un poli que dice que debes desaparecer, amigo, de otro modo me convertirá en Rodney King Segundo. Así que es hora de dormir para el Niño Prodigio. Capisce? El Sueño Eterno para el Gran Paquidermo. FDD. FNV. FDV.
Nathan Coleman se asomó por la balaustrada de cristal que daba al atrio y miró a la planta baja. Era como estar en el mástil de un buque y mirar a los insectos humanos que se arrastraban por el blanqueado castillo tie popa. Había tres. El walkie-talkie emitió un chasquido, como el ruido de una vela suelta, y uno de los insectos agitó la mano.
– ¡Eh! -dijo Richardson-, ¿qué coño pasa ahí arriba? Nos sentimos abandonados, como en una isla desierta o algo así.
– Es una larga historia, y no estoy seguro de haberla entendido bien. Han hablado mucho de vida artificial y esas cosas en un tono muy filosófico. Pero en la sección de deportes dijeron que su ordenador ha estado actuando por iniciativa propia. Que se ha vuelto loco o algo parecido. En cualquier caso, así están las cosas: el señor Beech está tratando de cargárselo -dijo Coleman, seguro de que esa noticia sulfuraría al arquitecto-. Con mucha reticencia.
– ¿Y para qué, coño? Sólo es cuestión de esperar tranquilamente.
– Me parece que no, señor Richardson. Mire usted, Abraham ha anulado su vuelo a Londres. Y a través del ordenador central de la policía en el Ayuntamiento, ha hecho que nos retiren del servicio al inspector Curtis y a mí. Aparte de otras cosas. El resultado es que nadie nos espera en casa esta noche. Es como si
el ordenador pensara convertirse en el primer asesino múltiple del Valle del Silicio.
Coleman oyó que Richardson transmitía la noticia a Joan y Dukes. Luego, el arquitecto dijo:
– ¿A quién se le ha ocurrido esa estupidez, por el amor de Dios? No, no me lo diga. Al cabeza de chorlito de su inspector. Páseme a Mitchell Bryan, ¿quiere? Necesito hablar con alguien que entienda bien la situación. No se ofenda, muchacho, pero se habla de un ordenador que ha costado cuarenta millones de dólares, no de una mierda de agenda electrónica.
Nat se metió dos dedos en la boca e hizo que vomitaba sobre la cabeza de Richardson.
– Le diré que le llame, ¿vale?
Coleman desconectó el walkie-talkie y volvió a la sala de juntas. Ahora que había posibilidades de salir, estaba pensando en la chica que iba a ver al día siguiente. Se llamaba Nan Tucker y trabajaba en una agencia inmobiliaria. Se la habían presentado en la boda de una antigua amiga que estaba convencida de que, como se llamaban Nat y Nan, estaban destinados a formar una pareja perfecta. Coleman tenía sus dudas con respecto al matrimonio, pero había quedado con ella para llevarla al restaurante más romántico que conocía, el Beaurivage de Malibu, pese a que era muy caro y a sus dudas sobre que tuvieran mucho en común, aparte de la evidente atracción física que sentían el uno por el otro. Pero no había previsto nada para después del almuerzo. Últimamente, Nathan Coleman dejaba la iniciativa sexual a las mujeres. Solía ser más seguro en aquella época en que imperaba lo políticamente correcto. ¿Y el viejo método del perfecto caballero? Eso casi nunca fallaba.
Coleman oyó un ruido sofocado tras la puerta de los servicios y aflojó el paso. Estaba a punto de entrar a ver lo que pasaba cuando vio a Mitch, que venía por el pasillo hacia él. Coleman siguió avanzando y le tendió el walkie-talkie.
– Su jefe quiere hablar con usted. Le he dicho que el señor Beech estaba desconectando el ordenador. -Coleman se encogió lacónicamente de hombros-. Parece que se cabreó un poco. A ese tipo le gusta romperle los cojones a la gente que trabaja para el, ¿verdad?
Mitch asintió con aire cansado.
Coleman iba a añadir algo sobre Ray Richardson, pero en
cambio se volvió a mirar la puerta de los servicios.
– ¿Ha oído algo?
Mitch aguzó las orejas y después negó con la cabeza.
– Nada en absoluto.
Coleman volvió a los lavabos, se detuvo un momento frente a la puerta y luego la empujó. No cedió.
Seguro ya de haber oído algo -¿un sofocado grito de auxilio?-, Coleman volvió a hacer presión sobre la puerta. Esta vez se abrió sin dificultad y, al entrar en los servicios de caballeros, el grito, que ahora era un chillido, fue seguido de un breve estallido, más próximo a un fuerte crujido que a una explosión, semejante al reventón de una llanta en una carretera mojada o a la erupción de una corriente de lava. Coleman sintió que algo chocaba contra el panel exterior de la puerta y, seguidamente, un chorro cálido y pegajoso le roció la cara y el cuello. Oyó que Mitch le llamaba pero no entendió lo que decía, porque poco a poco iba comprendiendo que estaba cubierto de sangre.