Como la mayor parte de los policías de Los Ángeles, Coleman se había visto más de una vez envuelto en un tiroteo, y por un instante pensó que le habían alcanzado, probablemente con un proyectil de alta velocidad. Se tambaleó, limpiándose la sangre de los ojos, y se preparó para sentir el dolor. Pero el dolor no llegó. Un momento después comprendió que el martilleante ruido que oía no eran disparos, ni los latidos de su corazón, sino los golpes que Mitch daba en el otro lado de la puerta.
– ¿Está bien, Nat? ¿Me oye?
Coleman tiró del picaporte, pero comprobó que se había bloqueado de nuevo.
– Sí, creo que sí, pero estoy encerrado.
– ¿Qué ha pasado? -Y luego-: ¿Inspector? Venga, Coleman se ha quedado encerrado en los servicios.
Coleman continuó limpiándose la sangre de la cara y, al recorrer la estancia con la mirada, notó que se le abría la boca. Había sangre por todas partes, grandes cuajarones de sangre: goteando del techo, salpicando el cuarteado espejo, formando un charco sobre la repisa de uno de los lavabos y corriendo en un reguero hacia sus pies. Como si en los servicios hubiera crecido y vuelto a bajar una marea roja en el espacio de unos segundos. Coleman cerró la boca y miró hacia la fuente de aquel caudal.
Un amasijo de trapos empapados de sangre formaba como una cadena de pequeñas montañas al fondo del cuarto. No muy lejos yacía una pierna de hombre, a la que aún estaban unidos el pene y los testículos. Una mano limpiamente cortada se había detenido en el acto de abrir el grifo. Colgando de una puerta de los retretes había una corbata de seda rosa, pero Cuando Coleman la tocó se dio cuenta de que no era una corbata, sino un trozo de intestino. Al dar media vuelta resbaló en la sangre, y cayó al suelo y se encontró frente al dueño de los despojos todavía humeantes que se esparcían por los servicios de la Parrilla como después del ataque de un tiburón. Era Tony Levine. O mejor dicho, su decapitada cabeza, con cola de caballo y todo.
– ¡Me cago en Dios! -exclamó Coleman, y la apartó de sí con repulsión.
La cabeza rodó por el suelo como un coco partido y se detuvo sobre el dentado borde de lo que había sido su cuello.
Los párpados se abrieron y unos ojos penetrantes, innegablemente vivos, se fijaron en Coleman con una mezcla de indignación y pesar. Luego, las aletas de la nariz se dilataron y Nathan Coleman, instintivamente, se dirigió a la cabeza cortada.
– ¡Joder! ¿Qué coño le ha pasado? -preguntó, estremecido.
La cabeza de Levine no contestó, pero durante otros diez o quince segundos siguió con los ojos fijos en los de Coleman, antes de que los párpados bajaran y la vida abandonara definitivamente el cerebro del muerto.
Entre los golpes que daban al otro lado de la puerta, Coleman oyó gritar a Frank Curtis. Tiró otra vez del picaporte, pero la puerta seguía cerrada.
– ¿Frank? -gritó.
– ¿Eres tú, Nat?
– Estoy bien, Frank. Pero Levine está muerto. Parece que le han disparado un jodido misil Patriot. Hay sangre y trozos del tío por todos lados. Es como una escena de Sam Peckinpah, te lo juro.
– ¿Qué ha pasado?
– ¡Y yo qué sé! -gritó Coleman-. Abrí la puerta y fue como si el tío reventara delante de mis narices. -Sacudió la cabeza-. Estoy medio sordo. Me zumban los oídos como cuando voy en avión. ¿Frank? ¿Sigues ahí?
– Vale, Nat, vamos a sacarte de ahí.
Pero en los servicios sonó un timbre atronador.
– Espera un momento, Frank, ocurre algo. ¿Lo oyes?
La voz venía de algún sitio por encima de la cabeza de Nathan Coleman; tenía acento inglés, y por una fracción de segundo creyó que era la voz de Dios. Luego se acordó de Abraham.
– Desaloje los servicios, por favor -decía la voz-. Desaloje los servicios, por favor. La limpieza automática de estas instalaciones se llevará a cabo dentro de cinco minutos. Repito. Desaloje los servicios, por favor. Tiene cinco minutos.
– ¿Frank? El tío quiere limpiar este revoltijo. ¿Qué hago ahora?
– Apártate de la puerta, Nat. Vamos a derribarla.
Coleman se refugió en el único retrete que había quedado a salvo de la diáspora anatómica de Levine, bajó la tapadera de la taza y se sentó. Siguió un breve silencio y luego, al otro lado de la puerta, se oyó el impacto sordo e inconfundible de un hombro. Para Nathaniel Coleman era un ruido revelador. Antes de que lo trasladasen a la Brigada Criminal había sido un simple policía. Después de tres años recorriendo Los Ángeles en un coche patrulla, sabía las puertas que podían derribarse y las que no. Curtis se entregaba a la tarea como un héroe de tebeo, pero Coleman comprendió que sus esfuerzos eran inútiles y que la puerta no cedería.
Volvió a sonar el timbre.
– Desaloje los servicios, por favor. Desaloje los servicios, por favor. La limpieza automática de estas instalaciones se llevará a cabo dentro de cuatro minutos. Repito. Desaloje los servicios, por favor. Tiene cuatro minutos.
Coleman echó la cabeza atrás, y miró al techo salpicado de sangre y al pequeño altavoz allí instalado.
– Bueno, pues si abrieras la puñetera puerta, yo desalojaría los servicios con mucho gusto.
Entonces se puso en pie y volvió a la puerta.
– ¿Frank?
– Lo siento, Nat. Esta mierda no cede. Tendremos que probar otra cosa. Aguanta.
Coleman miró inquieto al suelo, donde yacía la cabeza de Levine, y aporreó la puerta.
– ¿Frank? No quiero acabar como Levine, así que será mejor que se os ocurra algo pronto. Ya he recibido el aviso de que sólo me quedan cuatro minutos.
Pasó otro minuto y el timbre sonó por tercera vez.
– Desaloje los servicios, por favor…
Coleman alzó la vista al techo e hizo una mueca. Sacó la Glock de 9 milímetros de la funda que llevaba sujeta al cinturón, por dentro de los pantalones, y, tapándose un oído con el dedo, silenció el altavoz con dos disparos.
– ¿Nat? ¿Qué coño pasa ahí dentro, Nat?
– Nada, Frank, que me he hartado de que el ordenador de los cojones me diga que me largue del retrete. Así que le he dado un par de tiros, eso es todo.
– Bien hecho, Nat. Por un momento pensé que tenías un 211.
– No, sólo un 207, como antes. Sólo que no creo que el cabrón de Abraham pretenda un rescate. Me parece que quiere mi pellejo.
Frank Curtis golpeó con rabia la puerta de los servicios.
– ¿Qué ocurre durante la limpieza automática? -preguntó a Mitch, que se encogió de hombros y con la mirada trasladó la pregunta a Willis Ellery.
– Los servicios se rocían con una solución caliente de amoniaco -contestó Ellery.
– ¿Cómo de caliente?
– No hirviendo, pero bastante caliente. Después se secan con aire cálido y luego se renueva el ambiente, dejándolo climatizado y aromatizado.
– ¿Ha sido el programa de limpieza lo que ha matado a Levine?
Ellery sacudió la cabeza.
– Lo dudo. Estar encerrado en los lavabos durante el programa de limpieza no debe de ser una experiencia agradable, pero tampoco necesariamente fatal. El caso es que…, vaya, debería habérseme ocurrido antes. Mire, yo estuve ahí dentro justo antes de Tony y casi se lo comenté. Sólo que él me dijo algo y se me fue de la cabeza.
– ¿Qué ibas a comentarle?
– Que si Abraham utilizaba la instalación del aire acondicionado para incomodarnos, era lógico que también utilizase los servicios con intención hostil. Por lo que nos ha dicho Coleman me parece que Abraham ha matado a Tony al climatizar el aire. Ha debido aumentar la presión por encima de lo normal, como en un avión. Pero posiblemente eso no ha tenido consecuencias fatales hasta que Coleman ha abierto la puerta. Entonces debe de haberse producido una desclimatización inmediata. Lo bastante brusca para hacer saltar a Levine en pedazos.