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– Está muy prieto -gruñó Ellery que, soltando un momento la llave inglesa, se escupió en las manos-. Vaya, espero que esto dé resultado.

– ¿Y ese cable de ahí? -se preguntó Mitch-. MCI, MCS. ¿Qué es esto? Va por la pared rodeando la tubería de derivación.

Desplazó la flecha del cursor a lo alto de la pantalla y pulsó el Glosario.

– Manguito Contra Incendios. Manguito Contra Seísmos. -Mitch frunció las cejas-. Me parece que si el tubo entra en el manguito, lo que pasa entonces es… ¡Willis, no!

Willis Ellery no oyó a Mitch.

Al apretar la llave inglesa contra la junta, el tubo inteligente se desplazó al interior del manguito especial, haciendo contacto con el activador piezoeléctrico que enviaba a Abraham la señal de que tensara la estructura de acero del perímetro exterior contra una sacudida sísmica.

Willis Ellery lanzó un grito de dolor mezclado con sorpresa. Como todo cuerpo humano, Ellery sirvió de excelente conductor de la electricidad, produciendo una reacción tan positiva como cualquier solución electrolítica. La corriente que recibió no era especialmente intensa, sino la normal, que alternaba a sesenta ciclos por segundo. Pero Ellery tenía las manos húmedas de saliva y sudor, y al recibir la descarga le resultó imposible soltar la llave inglesa e interrumpir el paso de la corriente. Era como si la electricidad le hubiese aferrado con la dentada fuerza de la herramienta. La llave hacía presa en la junta, la electricidad aferraba la llave; y Willis Ellery no podía hacer otra cosa que aguantar, estremecido de arriba abajo, gritando como un niño histérico.

Al ver que Mitch alargaba el brazo para coger a Ellery, Curtis lo apartó de un manotazo.

– ¡No lo toque! -gritó-. Se electrocutaría usted también.

Ellery emitió un débil grito al tratar de librarse desesperadamente de la llave inglesa.

– ¡Por fa-a-vor! ¡Ayu-u-u-dadme!

– ¡Para quitarle de ahí tenemos que encontrar algo que no sea conductor! -gritó Curtis-. El mango de una brocha o un trozo de cuerda. ¡Vamos, rápido!

Fue corriendo a la cocina y la inspeccionó. No vio nada con aspecto de no conducir la electricidad del cuerpo de Ellery a las manos de sus rescatadores. Entonces se le ocurrió una idea. La mesa de la cocina. Tirando al suelo todo lo que había en la superficie de madera, gritó a Mitch:

– ¡Esto nos servirá!

– Muchas gracias, oiga -protestó Marty Birnbaum-. Acababa de colocar ahí nuestras provisiones.

Sin hacerle caso, Curtis y Mitch cogieron la mesa y la llevaron al pasillo, donde Ellery seguía pegado a la llave electrificada y ya apenas consciente de lo que pasaba. En el aire había un fuerte olor a quemado. Como a pelo chamuscado en la peluquería. Curtis dejó caer la mesa, poniéndola de costado.

– Vamos a recogerlo así -dijo-. Como si fuera el quitapiedras de una locomotora.

Los dos hombres cogieron una pata de la mesa y la empujaron con fuerza contra el cuerpo estremecido de Ellery, separándolo del cajetín de conexión. Cuando su mano soltó la presa de la llave inglesa, Ellery lanzó un grito de dolor mientras uno de sus dedos emitía un destello azulado que desapareció en la moqueta con una nubecilla de humo acre. La fuerza de la electricidad que se descargaba de su cuerpo junto con el impulso de la mesa contra su costado bastó para proyectarlo por el pasillo y arrojarlo contra la pared, desde donde cayó inconsciente al suelo.

Sin perder un segundo, como un púgil que no respeta las reglas del juego, Curtis se lanzó sobre él, poniéndolo de espaldas, desgarrándole la pechera de la camisa y aplicando la oreja a su corazón.

– ¿Está muerto? -preguntó Helen.

Poniéndose a horcajadas sobre las piernas de Ellery, Curtis no respondió y, colocando una mano encima de otra, con los codos pegados al cuerpo, empezó a comprimirle el corazón, entre el esternón y la columna vertebral, buscando un ritmo que sirviese para enviar suficiente sangre al cerebro del hombre inconsciente.

– Helen -dijo sin aliento-, vaya a ver si Nat está bien. ¿Jenny? Traiga una manta, un mantel, algo para abrigar a este hombre. Mitch, llame a Richardson por el walkie-talkie y cuéntele lo que está pasando.

Curtis siguió comprimiendo el pecho de Ellery durante unos minutos y luego se inclinó para escuchar si le latía el corazón. Meneó la cabeza y empezó a desabrocharle los pantalones húmedos de orina. Jenny volvió con un mantel.

– Quítele los pantalones -gritó-. Y apriete la arteria femoral.

Reanudó la compresión mientras Jenny le bajaba los pantalones a Ellery. Sin hacer caso del olor a orina, introdujo la mano en los calzoncillos, le apartó el escroto hacia un lado y le tanteó la ingle.

– ¿Lo siente? -jadeó Curtis-. ¿Nota cuando le comprimo el pecho?

– Sí -contestó ella al cabo de un momento de silencio-. Lo noto.

– Buena señal. Que alguien vaya a ver lo que está haciendo el gilipollas de Beech. ¿Ya ha desconectado al hijo de puta ese?

Curtis volvió a pegar la oreja en el pecho de Ellery y escuchó. Esta vez oyó un débil latido. El gran problema era que los músculos respiratorios estaban agarrotados y aún no había recobrado la respiración.

– Ya puede dejarlo -dijo a Jenny. Y a Helen-: ¿Ha hablado con Nat?

Arrodillándose junto a Ellery, le pellizcó la nariz y empezó a hacerle la respiración boca a boca.

– Nat está bien -respondió Helen-. El agua le llega a la cintura y sigue subiendo, pero está bien.

Curtis, ocupado en poner la boca sobre la de Ellery a intervalos regulares, no tenía tiempo de contestarle. No es que tuviera mucho que decirle. Pensó que se le habían acabado las ideas. Ya no veía solución alguna. Ahora todo dependía de Beech.

Pasaron diez minutos y Curtis seguía sobre Willis Ellery sin perder las esperanzas. Una de las cosas que había aprendido de joven, cuando patrullaba las calles, era que las víctimas solían morir porque quien intentaba reanimarlas abandonaba demasiado pronto. Sabía que tenía que seguir. Pero se estaba cansando. Iba a necesitar ayuda.

Entre dos tentativas de insuflarle aire en los traumatizados pulmones, Curtis preguntó a Jenny si podía sustituirle un momento. Tapando a Ellery con el mantel, ella miró al policía con lágrimas en los ojos y asintió con la cabeza.

– ¿Sabe cómo se hace?

– Hice un cursillo de socorrismo en la universidad -contestó ella, colocándose junto a la cabeza de Ellery.

– No se detenga hasta que yo se lo diga -le ordenó-. Hay peligro de anoxia. El paro respiratorio puede causar ceguera, sordera, parálisis y otras cosas.

Pero estaba claro que Jenny aguantaría lo que fuese necesario. Curtis se puso rígidamente en pie y miró cómo lo hacía. Luego fue a hablar con Beech.

Bob Beech estaba inquieto.

La última vez que había estado tan preocupado fue a mediados de los ochenta, en el último curso de seguridad informática del Instituto de Tecnología de California, cuando creó su primer programa autorreproductor o, como luego había aprendido a llamar aquel tipo de SAR, su primer virus. En aquella época todo el mundo escribía programas así, inspirados en un artículo que apareció en Scientific American.

Con trescientas líneas de MS-DOS, Beech había creado TOR, por Torquemada, el primer gran inquisidor de la Inquisición española. La intención de Beech era hacer un programa que destruyese la herejía de las copias ilegales de MS-DOS en Extremo Oriente, donde la piratería informática era casi endémica, para luego venderlo a Microsoft Corporation. El problema era que TOR actuaba como un verdadero virus informático en mucho mayor medida de lo previsto y, al combinarse con otro virus, NADIR, cuya existencia desconocía completamente Beech, creó una nueva supercepa posteriormente conocida con el nombre de TORNADO. Esa mutación había tenido efectos desastrosos, pues no sólo destruía los datos introducidos con el producto pirateado de Microsoft, sino también los escritos con el programa legal. En la segunda conferencia sobre vida artificial de 1990, celebrada en Los Alamos, Beech oyó a un delegado que estimaba en varios miles de millones de dólares los daños causados por TORNADO.