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Beech nunca había dicho a nadie que era el autor del TOR. Era su secreto más inconfesable. Diez años después, cuando en el mercado seguía habiendo numerosos programas específicos contra aquel virus, mutaciones de quinta y sexta generación de TORNADO aún sobrevivían en los ordenadores personales del mundo entero. También había escrito varios programas antivirus, uno de ellos para TORNADO, y creía saber bastante sobre el desmantelamiento de SAR nocivos.

GABRIEL era el más perfeccionado programa de desmantelamiento -desde lo de TOR odiaba el término «virus informático»- que Beech había escrito nunca. Para ello se había basado en principios de epidemiología y virología biológica. Como programa de vida artificial, Beech lo consideraba un verdadero hijo de puta. No sólo estaba concebido para actuar con plena independencia, sino que se ensañaba con su anfitrión contagiado. De no ser por las circunstancias en que se veía obligado a activar a GABRIEL, Bob Beech se habría sentido orgulloso de su programa de desmantelamiento. La única pega era que no funcionaba.

Tal como había dicho a Frank Curtis, GABRIEL era lento, pero al cabo de unos minutos Beech comprendió que ya debía de haber visto señales de que su programa estaba teniendo el efecto deseado en la arquitectura de Abraham. Sin embargo, nada indicaba que éste hubiese sufrido el menor fallo, ni hiperpaginación ni dispersión de datos en archivos o líneas. Beech se había situado estratégicamente en la arquitectura del sistema, en una posición desde la cual, como el epidemiólogo que estudia el progreso de un virus con un microscopio electrónico, podría observar a Abraham en las primeras fases de la infección: el reloj. GABRIEL había sido concebido para atacar en primer lugar el sentido del tiempo de Abraham. A medida que los minutos se desgranaban en el reloj, cada vez estaba más claro que el PDD era inoperante. Ya eran las once y cuarto y Abraham seguía comportándose como el programa impecable que Beech había contribuido a crear, sin fallos ni errores. Era evidente que, al menos en lo que se refería a Abraham, GABRIEL no servía para nada.

Por si había cometido algún error, repitió un par de veces las instrucciones que ejecutaba el PDD, pero sin mayor resultado.

Cuando David Arnon le preguntó cómo iban las cosas, no le contestó. Y apenas notó la conmoción que siguió al electrocutamiento de Willis Ellery. Se quedó pasmado frente al terminal, inmóvil, esperando que pasara algo y reconociendo en el fondo que no ocurriría nada. Sus comentarios sobre las responsabilidades de un dios le parecían ahora desprovistos de sentido. Era como si Dios, tras haber decidido la destrucción de Sodoma y Gomorra, se encontrara con que el fuego y el azufre de sus amenazas rebotaban inocuamente contra los muros de la ciudad.

Al volverse en la silla se encontró con Frank Curtis, que estaba de pie a su espalda. Tenía una expresión tan espantosa, que de pronto sintió más miedo del policía que de las consecuencias de lo que no había ocurrido en el corazón de silicio de la máquina.

– No sé por qué -dijo, sacudiendo la cabeza-, pero GABRIEL…, el programa de desmantelamiento, no funciona. He intentado repetidas veces ejecutar el PDD, pero no hay señales de que Abraham esté infectado. Ni rastro. Es muy raro. Sencillamente no entiendo cómo lo puede resistir. Es decir, que el PDD está creado específicamente para Abraham, está escrito en su arquitectura básica. Es como quien nace con una enfermedad congénita o cierta predisposición genética al cáncer: para desencadenar el proceso bastaría seguir una dieta equivocada. Lo único que se me ocurre es que Abraham se las ha arreglado, no sé cómo, para volverse inmune. Pero, francamente, no tengo idea.

La expresión de Curtis, ya furiosa, se volvió homicida.

– De manera que no puede desconectarlo -masculló-. ¿Es eso lo que me está diciendo?

Beech alzó los hombros con aire de disculpa.

– ¡Capullo de los cojones! -dijo Curtis, y desenfundó la pistola.

– ¡Válgame Dios! -gritó Beech, que se levantó de un salto de la silla y retrocedió-. ¡No puede hacer eso! ¡Por favor! No hay nadie que escriba mejores códigos que yo. Tiene que creerme, esto escapa completamente a mi control. No puedo hacer nada.

Curtis miró la pistola que empuñaba, como sorprendido de la reacción que había desencadenado. Sonrió.

– Me gustaría. Cómo me gustaría. Si mi compañero se ahoga, quizá lo haga.

Se volvió bruscamente y salió de la estancia.

Beech se dejó caer en la silla y se llevó una mano al pecho.

– Está completamente loco, el hijo de puta -comentó, meneando la cabeza-. Creí que iba a dispararme. Estaba convencido, en serio.

– Yo también -dijo David Arnon- No sé por qué coño no lo ha hecho.

De pie en la tapa del retrete, con la cabeza a unos centímetros del techo, Nathan Coleman notaba el frío chapoteo del agua en el cuello de la camisa.

Sólo hacía dos semanas que había ido con Frank Curtis a Elysian Park, donde había aparecido el cadáver desnudo de una joven negra flotando en el embalse sobre el que pasaba la Pasadena Freeway, a unos centenares de metros del Dodger Stadium.

Le pareció increíble pero, en el preciso momento en que el agua le llegaba a la barbilla, recordó el informe forense grabado durante la autopsia de la chica.

Entonces no había prestado atención, dejando que Frank hiciese las preguntas. Pero ahora descubrió que recordaba el informe de la doctora Bragg con un inquietante lujo de detalles. Como si hubiese preparado el tema para un examen. ¡Pues qué bien! ¡Vaya momento para refrescar la memoria! Qué chorrada más grande.

Para un suicida, ahogarse no era una mala forma de morir. Al menos no se oponía resistencia. En cambio, para el que estaba a punto de ahogarse por accidente, lo normal era tratar de contener la respiración hasta que el agotamiento o un exceso de carbono impedían continuar. La chica del embalse había intentado resistir. Cosa nada extraña, dado que una banda de drogo-tas de South Central la había retenido bajo la superficie del agua. Según la doctora Bragg, se había debatido violentamente. Había tardado de tres a cinco minutos en morir.

Coleman no estaba seguro de aguantar algo así durante tanto tiempo.

Cuando finalmente se dejaba de contener la respiración y el agua entraba en las vías respiratorias, podía desencadenarse un reflejo de vómito, después de lo cual uno aspiraba el contenido del estómago. Además de agua. El agua tragada podía llegar al equivalente del cincuenta por ciento del volumen sanguíneo. ¡Por Dios Santo! Y, por si fuera poco, el hecho de ahogarse no era sólo una cuestión de asfixia. El equilibrio de los fluidos y la química de la sangre se descomponían: la circulación se diluía, reduciendo la concentración electrolítica. Los glóbulos rojos podían hincharse y reventar, liberando grandes cantidades de potasio que perturbaban el corazón. La muerte podía acelerarse por la inhibición del nervio vago en la zona faríngea o en la glotis. Pero muchas veces la muerte sobrevenía por obstrucción pulmonar producida por agua sucia.

¡Qué forma tan jodida de palmarla!

Coleman apoyó la punta del pie en la cerradura de la puerta y alzó la boca unos centímetros por encima del agua. Tocaba el techo con la cabeza. No iba a salir de ésta. Como en las películas. Como uno de aquellos pobrecillos atrapados en la cámara de torpedos. Lo único que faltaba eran las cargas de profundidad.

Sacó la pistola fuera del agua y apretó el cañón contra la sien. Esperaría hasta el último momento. Hasta que el agua le tapara la nariz. Entonces apretaría el gatillo.

A mitad del pasillo Curtis se encontró con Jenny, que venía hacia él.

– Creí haberle dicho que no se detuviera -le dijo en tono seco.