– Pero Will ha recobrado la respiración -repuso ella-. Creo que va a ponerse bien. Y con qué derecho me…
Le falló la voz al ver la Sig de nueve milímetros en la enorme mano del policía y la amenazadora expresión de su rostro.
– ¿Qué ocurre? -preguntó inquieta-. ¿Qué pasa ahora?
– La estrategia de desconexión. Eso es lo que pasa. Su amigo Beech está hecho un lío. Igual que si pretendiera desconectar la presa Hoover.
Se alejó a grandes zancadas por el pasillo, montando la automática para introducir una bala en la recámara.
Mitch, arrodillado junto al cuerpo de Willis Ellery, que ya respiraba pero seguía inconsciente, se levantó al ver que llegaba Curtis.
– Será mejor que se aparte -gritó el inspector, haciendo puntería sobre el cajetín de conexión de los aseos-. No soy muy buen tirador. Además podría rebotar alguna bala. Y con un poco de suerte, dar a su colega Beech.
– Espere un momento, Frank -dijo Mitch-. Si Bob logra desmantelar a Abraham, se necesitarán esos cables para abrir la puerta.
– Olvídelo. A Abraham no hay quien lo suprima. Está confirmado. El machote de su amigo acaba de cruzarse de brazos y se ha rendido. El jodido programa de desmantelamiento o como coño se llame no funciona.
Curtis disparó tres veces. Mitch se tapó los oídos para protegerse del ruido ensordecedor mientras una lluvia de chispas brotaba del cajetín.
– No se me ocurre otra cosa -gritó Curtis, que disparó otras tres balas-. Y no voy a dejar que mi compañero se ahogue como un gatito si puedo evitarlo.
Otros dos proyectiles de 180 gramos se incrustaron en el cajetín, haciendo saltar los casquillos y revestimientos de los cables.
– Qué no daría por la escopeta de caza que tengo en el maletero del coche -gritó Curtis, que agotó el cargador de trece balas.
Frotándose el hombro, Curtis arrastró la mesa contra la puerta.
– Écheme una mano -le dijo a Mitch-. A lo mejor podemos derribarla.
Mitch sabía que era inútil, pero también que no tenía sentido discutir con Curtis.
Levantaron la mesa, retrocedieron hasta la pared opuesta y se lanzaron contra la puerta.
– Otra vez.
Embistieron de nuevo.
Siguieron cargando contra la puerta durante unos minutos hasta que, agotados, se derrumbaron sobre el tablero de la mesa.
– ¿Por qué han hecho tan sólida la jodida puerta? -jadeó Curtis-. Sólo son unos aseos, coño, no una cámara acorazada.
– No la hemos construido nosotros -repuso Mitch, sin aliento-. Sino los japoneses. El proyecto es suyo. Cuando hay módulos, uno se limita a instalarlos.
Curtis estaba al borde de las lágrimas.
– ¿Y todo lo demás? ¿Qué tiene de malo que los aseos los limpie un ser humano?
– Ya nadie quiere hacer ese trabajo. Nadie del que uno pueda fiarse. Ni los mexicanos quieren limpiar retretes.
Curtis se incorporó y golpeó la puerta con la palma de la mano.
– ¿Nat? ¿Me oyes, Nat?
Apretó una oreja aún vibrante contra la puerta y la notó fría por el volumen de agua que presionaba al otro lado.
Frank Curtis oyó el ruido inconfundible de una sola detonación.
Curtis se sentó contra la pared. A través de la camisa sintió el frío del agua que inundaba los lavabos. Helen Hussey se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo.
– Ha hecho todo lo que ha podido -le consoló.
Curtis asintió con la cabeza.
– Sí.
Inclinándose hacia delante, sacó la pistola de la pinza sujeta bajo el cinturón, a la espalda, y volvió a recostarse, más cómodamente esta vez. Más que un arma, la culata de plástico negro parecía una máquina de afeitar. Y en vista de los destrozos que la pistola había causado a la puerta, pensó que lo mismo le habría dado utilizar una afeitadora eléctrica. Recordó el día que la había comprado.
– Ha elegido una bonita pistola -le dijo el armero, como si hablara de un simpático perro labrador.
Curtis alzó un momento la sudorosa mano con que empuñaba el arma y la arrojó por el pasillo.
Cuando Helen Hussey llamó al atrio con el walkie-talkie y le informó de que Nathan Coleman se había pegado un tiro para no morir ahogado, Ray Richardson se dio cuenta por primera vez de la gravedad de la situación. Para él, lo peor fue comprender que lo ocurrido iba a afectar a todo su futuro. Dudaba que la Yu Corporation le abonase el resto de sus honorarios, y se preguntó si alguien volvería a encargarle un edificio inteligente. Desde luego, no veía la forma de evitar que el edificio de la Yu adquiriese mala fama. La gente ya odiaba la arquitectura moderna, y aquello confirmaría sus prejuicios. E, incluso en el mundillo de los arquitectos, lo que estaba pasando parecía destinado a confinar a Richardson a una especie de desierto profesional. No se concedían medallas de oro a un arquitecto cuyos proyectos hubiesen causado la muerte de ocho, quizá nueve personas.
Claro que había que estar vivo para defenderse de las críticas. ¿Cuánto tiempo resistirían metidos en el horno de la planta baja? Se dirigió a la puerta de entrada y atisbó por el cristal oscuro. Al otro lado, la plaza vacía era como un paisaje babélico de la ciudad: efigies del culto moderno, monumentos al funcionalismo y las finanzas, instrumentos bien concebidos para la división y explotación eficaz del trabajo, que despejaban los espacios para la rápida circulación de la sangre vital del capitalismo, el oficinista. Limpió la condensación formada en el vidrio y volvió a mirar. No es que esperase ver a nadie en la oscuridad. La única atención que se prestaba a aquellas zonas urbanas de noche, cuando se marchaba el último empleado provisto de su teléfono y su ordenador portátiles con intención de adelantar un poco el trabajo en casa, era para evitar que los pobres y vagabundos fueran allí a dormir, beber, comer y, a veces, morir. No importaba adónde se dirigiesen con tal de que siguieran su camino, para que por la mañana temprano, cuando los oficinistas volvieran a aquellos barrios, su llegada no se viese obstaculizada por los que mendigaban una moneda.
Ojalá no se hubiese aferrado tanto al principio de la disuasión en su proyecto. Ojalá no hubiese pensado en añadir Agua Asfixiante a la fuente, ni hacer la plaza intransitable para los que desearan dormir allí. Ojalá no hubiese llamado al teniente de alcalde para que echaran a los manifestantes. Deambuló en torno a la base del árbol, alzando la vista hacia la copa. Siguió paseando hasta que recordó que una de las ramas superiores llegaba casi al borde de la planta veintiuno. Y el tronco del árbol estaba cubierto de lianas, tan resistentes como maromas. ¿Serían capaces de trepar hasta la planta veintiuno, hasta la comida y el agua?
– ¿Está pensando lo mismo que yo? -preguntó Dukes.
– Por increíble que parezca, sí, eso mismo -contestó Richardson-. ¿Qué posibilidades tenemos, según usted?
– No sé. ¿Es fuerte su mujer?
Richardson se encogió de hombros. No estaba seguro.
– Bueno, pues más que si nos quedamos aquí abajo -declaró Dukes-. De todos modos, me parece que voy a intentarlo. De crío trepé a muchos árboles.
– ¿En Los Angeles?
Dukes negó con la cabeza.
– En el estado de Washington. Cerca de Spokane. Sí, señor, en aquella época subí a muchos árboles. Aunque nunca había visto uno como éste.
– Es brasileño. De la selva tropical.
– Madera dura, supongo. ¿Qué le parece si tratamos de dormir un poco? Probaremos mañana temprano.
Richardson miró el reloj y vio que casi era medianoche. Luego miró al piano, que tocaba otra música rara.
– ¿Dormir? -dijo con desdén-. ¿Con ese puñetero ruido? He intentado decirle al holograma que lo apagase, pero tiene cuerda para rato. No para ni un momento. Puede que el ordenador pretenda volvernos locos. Como el general Noriega.
– Ah, eso no es problema -aseguró Dukes, y desenfundó la pistola-. Para callar al pianista basta disparar al piano. ¿Qué me dice? Después de todo, usted sigue siendo el jefe.