Richardson se encogió de hombros.
– No estoy tan seguro -admitió-, pero adelante. De todas formas, nunca me ha gustado mucho el piano.
Dukes dio media vuelta, montó la Glock 17 automática y disparó una sola vez a la pulida madera negra, al centro mismo de la placa con el nombre de Yamaha. El piano dejó de sonar bruscamente, en medio de un estrepitoso e intimidante final.
– Buen tiro -comentó Richardson.
– Gracias.
– Pero se ha equivocado de profesión. Con esa puntería tenía que haberse dedicado a la crítica.
El miedo avanzaba sigilosamente por el atrio y los corredores de la Parrilla como un neurótico vigilante nocturno. La mayoría de los encerrados en el edificio no dormían, mientras que los que lo hacían pagaban su aparente despreocupación con pesadillas donde la claustrofobia era real, con gritos y chillidos periódicos que resonaban en el cavernoso purgatorio del oscuro bloque de oficinas, casi vacío. Zumbando con los recuerdos del día y la visión de una muerte repentina, los cerebros humanos permanecieron activos hasta el despuntar del día, cuando la luz les trajo una falsa promesa de seguridad.
Libro sexto
Con la tecnología nuestro control no disminuirá, sino que aumentará. Los edificios del futuro tendrán más aspecto de robots que de templos. Como camaleones, se adaptarán a su entorno.
Richard Rogers
Joan Richardson sentía debilidad por los árboles, sobre todo por aquél. Plantar uno en el atrio había sido idea suya. La fuerza de un árbol, había argumentado ante su marido y luego ante el señor Yu, se transmitiría al edificio mismo. Como persona que nunca hacía las cosas a medias, el señor Yu se había procurado el árbol más alto y sólido que pudo encontrar y, a cambio, había donado una enorme suma de dinero -paradójicamente-para preservar varios miles de hectáreas de la selva tropical brasileña de la desforestación producida por el método de la tierra quemada. Joan había admirado el gesto. Pero, sobre todo, admiraba el árbol.
– Dime, Ray, con toda franqueza -preguntó-. ¿Crees que seré capaz de escalar el árbol?
Richardson, que no estaba en absoluto seguro de que pudiera lograrlo, pero completamente decidido a que lo intentara, puso las manos en los hombros de su mujer y la miró fijamente a los ojos.
– Oye, amor mío -le dijo en voz queda-, en todo el tiempo que llevamos juntos, ¿me he equivocado alguna vez sobre lo que eras y no eras capaz de hacer? ¿Eh?
Joan sonrió y negó con la cabeza, pero estaba claro que tenía sus dudas.
– Cuando nos conocimos te dije que tenías posibilidades de convertirte en una de las mejores decoradoras del mundo. -Richardson se encogió elocuentemente de hombros-. Bueno, pues ya está. Lo eres. Tu nombre, Joan Richardson, es sinónimo de calidad en el ámbito del diseño gráfico, de la iluminación y el mobiliario. Y con premios para demostrarlo, además. Galardones importantes.
Joan esbozó una tenue sonrisa.
– Así que cuando afirmo que eres capaz de escalar ese árbol, no es porque crea que deberías intentarlo, sino porque sé que puedes hacerlo. No es ningún camelo, cariño. No es porque piense de manera constructiva. Es porque te conozco.
Se calló, como para dejar que su breve discurso calara en el ánimo de su mujer.
Dukes también tenía sus dudas al respecto. Estaba demasiado gorda para lograrlo. Levantar todo aquel peso iba a resultar difícil. Pero parecía fuerte. Tenía los hombros casi tan grandes como las cachas.
– Claro que puede hacerlo, señora -aseguró en tono animoso.
Richardson lanzó al guarda una vaga sonrisa de irritación.
– No -le contradijo-. Usted no sabe lo que dice. Tiene razón, pero parte de una base equivocada. Se figura que es capaz de hacerlo, pero no tiene ningún motivo para afirmarlo. Yo sí, estoy seguro. -Richardson se dio unos golpecitos en la frente con el dedo-. Aquí dentro.
Dukes se encogió de hombros.
– Sólo pretendía ayudar, hombre -replicó en tono seco-. ¿Cómo quiere que lo hagamos?
– Me parece que usted debería ir primero. Luego Joan. Yo cubriré la retaguardia, ¿de acuerdo? -Richardson sonrió-. No sólo porque tendrá que quitarse la falda y subir en bragas.
Dukes asintió sin sonreír. Estaba harto de ser amable con aquel tipo. Era un bocazas.
– De acuerdo. Como usted diga.
– ¿Estás lista, Joan?
– Lo estaré. Cuando el señor Dukes empiece a trepar.
– Así se habla.
Richardson alzó la vista hacia la copa del árbol y se puso las gafas de sol.
– Buena idea -comentó Joan-. Aquí hay demasiada luz. Y no conviene que nos deslumhremos o algo así.
Se agachó para sacar del bolso sus gafas de sol.
Richardson se escupió en las manos y agarró una liana.
– ¿Sabéis cómo se trepa por una cuerda? -preguntó.
– Pues, yo creo que sí -contestó Dukes.
Joan negó con la cabeza.
– Entonces estáis de suerte. En mis dos años de servicio militar hice mucha escalada en roca. He subido por más cuerdas que Burt Lancaster. Se enrosca la cuerda en el tobillo, así, y se coge por encima de la cabeza. Se levanta el tobillo enganchado a la cuerda y luego se aprieta entre los pies. Al mismo tiempo se alzan las manos y se coge de más arriba. -Volvió a dejarse caer al suelo-. Los primeros veinte o veinticinco metros serán difíciles. Hasta llegar a las primeras ramas, donde podremos descansar. ¿Dukes? ¿Quiere probar un poco?
El otro hombre negó con la cabeza y se quitó la camisa, lo que reveló un físico impresionante.
– Lo mismo me da hacerlo ahora que luego -afirmó, y empezó a trepar por una de las lianas como si se tratara de un juego. A los seis o siete metros del suelo, miró hacia abajo y, riendo, dijo-: Nos vemos arriba, chicos.
Joan se bajó la cremallera y dejó caer la falda al suelo.
Richardson le acercó otra liana.
– Tómatelo con calma -le recomendó- Y no mires abajo. Recuerda que estaré todo el tiempo detrás de ti. -La besó y añadió-: Buena suerte, cariño.
– Para ti también -repuso ella.
Enroscó el tobillo en la liana, tal como le había mostrado su marido, y empezó a trepar.
Joan representaba, pensó Richardson, el tipo de belleza veneciana admirada por Giorgione, Tiziano y Rubens, la personificación poética de la abundancia de la naturaleza, una Venus blandamente luminosa, como la de un altar pagano. Su generoso volumen fue el motivo que le impulsó a casarse con ella. La verdadera razón. Ni siquiera Joan lo sabía.
– Eso es -la animó, saboreando la visión de su mujer sobre su cabeza como un perro que contempla un hueso de jamón bien envuelto en carne-. Lo estás haciendo muy bien.
Richardson trepó despacio, no queriendo adelantar a su mujer por si ella necesitaba ayuda, parándose a veces para darle tiempo a que ganase altura, dirigiéndole palabras de ánimo y alguna recomendación cuando lo consideraba preciso.
Cuando alcanzó las primeras ramas, Dukes se sentó en una y los esperó. Los observó durante unos diez minutos, hasta que le pareció que podían oírle.
– ¿Qué flor es ésta, señora? -preguntó, mostrando un capullo de colores vivos que brotaba en el tronco.
– Una orquídea, probablemente -contestó Joan.
– Es muy bonita.
– Resulta difícil creer que es un parásito, ¿verdad? Sin embargo, lo es
– ¿En serio? He visto flores como ésta en el mercado de Wall Street; a diez pavos cada una, por lo menos. Y al por mayor.
Joan casi había llegado a la rama. Dukes se inclinó y le tendió la mano.
– Venga -le dijo-. Cójase a mi muñeca. Tiraré de usted.
Agradecida, Joan se agarró a su muñeca y se dejó izar a la rama, junto a él. Cuando recobró el aliento, dijo:
– Vaya, qué fuerza tiene usted. Porque no soy precisamente un peso pluma, ¿verdad?