Un tanto animada por la idea de que lo que estaba haciendo no era más que lo que los reyes y reinas de Francia hacían en otra época, Helen se distendió lo suficiente para evacuar. Por desagradable que fuese, pensó, era preferible a correr el riesgo de sufrir una muerte horrible en los lavabos.
Se limpió cuidadosamente con una servilleta de papel, no le pareció prudente volver a ponerse las bragas, cada vez más malolientes, y roció con agua de colonia el interior de la falda. Sacó la polvera, pero al verse decidió que era inútil maquillarse: su pecoso rostro estaba perlado de sudor y tan encarnado como una raja de sandía. El calor nunca la había favorecido. Se limitó a peinarse la fina cabellera pelirroja.
Helen se apartó la blusa de los pechos, agitándola para darse aire y luego, observando que la seda tenía grandes manchas en las axilas y pensando que estaría más fresca sin ella, se la quitó y la metió en el bolso. Si los hombres no le quitaban la vista de encima, se aguantaría. Cualquier cosa, antes que soportar aquel calor tan húmedo.
Al salir cerró la puerta con firmeza. Estaba a punto de volver a la cocina a lavarse las manos cuando oyó el timbre del ascensor.
Le dio un vuelco el corazón. Por un momento creyó que llegaban a rescatarlos y que inmediatamente vería por el pasillo a un grupo de bomberos y policías.
Casi dio un brinco para celebrar su llegada.
– ¡Gracias a Dios! -gritó.
Pero nada más decirlo comprendió que iba a llevarse un chasco. Nadie salía del ascensor. Aflojó el paso cuando un crujido, como si cascaran un enorme huevo, resonó por el pasillo y nubes de aire frío se escaparon de las puertas que se abrían lentamente. Nadie saldría de aquel ascensor. Nadie vivo, al menos.
Helen se detuvo, con el corazón latiéndole con fuerza. Mejor era no mirar, se dijo, pero quería estar segura antes de contárselo a los demás. Se puso frente al ascensor abierto, con el aliento condensándose en torno a su rostro como si entrara en una cámara frigorífica. Pero el estremecimiento que sintió se debía a algo más que al miedo y al frío glacial. Era como si la muerte extendiera su gélida y huesuda mano y la tocase.
No gritó. No era de las que lo hacían. En las películas siempre la irritaban las mujeres que gritaban al encontrar un cadáver. Claro que el sentido del grito era dar un buen susto al público; lo sabía, pero la molestaba de todos modos. En aquel momento habría estado justificado que gritase tres veces, dado que en el ascensor había tres cadáveres, o que gritara tres veces más fuerte de lo normal. En cambio, Helen se tragó el horror, recobró el aliento y fue a avisar a Curtis.
Desde que se electrocutó, Willis Ellery estaba confuso y un poco sordo de un oído. Lo peor era que no podía mover bien el brazo izquierdo. Era como si hubiese sufrido un ataque cardiaco.
– Eso se debe a la anoxia, probablemente -le explicó Curtis mientras le ayudaba a beber agua-. Tardará un tiempo en recobrar la normalidad. Créame, Willis, tiene una suerte cojonuda de estar vivo. Debe tener el corazón de un hipopótamo.
Curtis le examinó las quemaduras de las palmas de las manos, con la marca de la llave inglesa y la piel chamuscada y llena de ampollas blancas del pulgar, por donde la electricidad se había descargado de su cuerpo. Para prevenir la infección, Jenny Bao le había vendado las manos con plástico transparente de envolver comida, y le había dado unos analgésicos: Beech había encontrado en su chaleco deportivo un frasco de Ibuprofen.
– Parece que Jenny le ha hecho un buen trabajo ahí -observó Curtis-. Esté tranquilo, ¿eh? Le mandaremos al hospital en cuanto sea posible.
Ellery esbozó una débil sonrisa.
El policía se levantó y se frotó el hombro con el que se había lanzado contra la puerta de los servicios y que ahora le dolía bastante.
– ¿Cómo está? -preguntó David Arnon.
Curtis dio media vuelta y se alejó del hombre tendido en el suelo.
– Nada bien. Puede haber alguna lesión cerebral. No sé. Después de lo que le ha pasado, tendría que estar en la unidad de cuidados intensivos. -Con un movimiento de cabeza, Curtis señaló el walkie-talkie que llevaba Arnon-. ¿Cómo van ellos?
– Casi a la mitad.
– Téngame al corriente. Tendremos que ayudarlos a pasar de las ramas a la galería.
Vio a Helen Hussey parada en la puerta. Lo que le llamó primero la atención fue el hecho de que no llevaba blusa, pero luego notó la palidez de su rostro y las lágrimas en sus mejillas. Se acercó a ella y la cogió del brazo.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó-. ¿Se encuentra bien?
– Yo estoy bien -aseguró ella-. Son los del ascensor. Los que estaban en el atrio. Están ahí, dentro de la cabina. -Se llevó la mano a la frente-. Creo que será mejor que me siente.
Jenny la ayudó a sentarse en una silla.
– Voy a echar un vistazo -anunció Curtis.
– Le acompaño -dijo Mitch.
David Arnon fue tras ellos.
Los tres fallecidos, cubiertos de blanca escarcha, yacían amontonados en un rincón de la congelada cabina como una desastrosa expedición al Polo Sur. Con los ojos abiertos y una expresión tranquila, parecía que habían visto acercarse poco a poco a la muerte.
– ¡Esto es increíble! -comentó Arnon-. ¡Que alguien se muera de frío en Los Ángeles! ¡Es surrealista!
– ¿Los dejamos aquí? -preguntó Mitch.
– No veo qué podríamos hacer con ellos -contestó Curtis-. Además, están hechos un bloque. Incluso con este calor tardaríamos bastante en separarlos. No, de momento será mejor dejarlos donde están. -Lanzó una mirada a Mitch-. ¿Le molesta?
Mitch se encogió de hombros.
– Estaba pensando que Abraham debe tener sus motivos para mandarnos aquí el ascensor.
– ¿Quieres decir que pretende desmoralizarnos? -preguntó Arnon.
– Exacto. Demuestra un buen conocimiento de la psicología humana, ¿verdad?
– Desde luego, conmigo lo ha conseguido -confesó Curtis.
– En tal caso, Abraham quizá ya no sea un misterio. Hay que entenderlo como un mensaje. No muy agradable, pero no deja de ser una comunicación. -Mitch hizo una pausa-. ¿No lo comprendéis? Si Abraham se comunica con nosotros, quizá podamos nosotros comunicarnos con él. Si lo conseguimos, a lo mejor podemos hacer que se explique. ¿Quién sabe? Incluso podríamos convencerle de que pusiera fin a toda esta historia.
Arnon se encogió de hombros.
– ¿Por qué no?
– Estoy seguro -prosiguió Mitch-. Un ordenador actúa con lógica. Sólo tenemos que encontrar el argumento lógico adecuado. Convencerle de que examine ciertos conceptos y esencias, los elementos lógicos y objetivos del pensamiento que son comunes a diferentes mentalidades.
– En mi considerable experiencia en los tribunales -objetó Curtis-, he visto que toda tentativa de comprender la mentalidad del asesino suele ser una pérdida de tiempo. Sería mejor que nos pusiéramos de nuevo a buscar el modo de salir de aquí antes que acabemos como esos tres del ascensor.
– Una cosa no excluye la otra -arguyó Mitch.
– Estoy de acuerdo -concluyó Arnon-. Yo voto por una gestión diplomática.
– Pero vayamos por partes -dijo Mitch-. Primero hay que ver si Beech puede establecer una especie de diálogo.
A unos sesenta metros sobre el atrio, Irving Dukes apartó con el pie el denso y correoso follaje del árbol y gateó a otra rama. Cuando estuvo instalado sin peligro, bajó la vista por el tronco y observó el avance de los otros dos.
Joan Richardson estaba a diez o quince metros más abajo, trepando despacio. Le seguía el gilipollas de su marido, a un par de metros de distancia, dándole consejos como un implacable entrenador de rugby. Bajo ellos, el piano de cola del atrio parecía el ojo de una cerradura.
– A tu ritmo -oyó que decía Richardson-. Recuerda que no es una competición.
– Pero te estoy retrasando, Ray -protestó ella-. ¿Por qué no subes con el señor Dukes?