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– Porque no quiero dejarte sola.

– ¿Sabes una cosa, Ray? Casi prefiero que lo hagas. Que me estés regañando continuamente no me ayuda mucho, ¿sabes?

Dukes sonrió. Se lo tenía merecido. ¡El muy capullo!

– ¿Quién te regaña? Sólo trato de animarte, eso es todo. Y de estar cerca por si tienes dificultades.

– Pues déjame hacerlo a mi manera, y nada más.

– Bueno, muy bien. Hazlo a tu manera. No volveré a abrir la boca, si eso es lo que quieres.

– Eso es lo que quiero -dijo Joan en tono firme.

Dukes alzó el puño y sonrió. Le estaba diciendo adónde podía marcharse.

Joan trepó a la siguiente rama. Se frotó los doloridos hombros y alzó la vista, buscando a Dukes. Él la saludó con la mano.

– ¿Cómo va eso? -gritó.

– Joan se las arregla estupendamente.

¡Gilipollas!

– Bien, creo. Y usted, ¿qué tal?

– Muy bien, señora, muy bien. Impaciente por beberme esa cerveza.

Dukes se agarró a la liana, se puso cuidadosamente en pie y miró hacia arriba. Sólo faltaban veinticinco o treinta metros.

¡Joder, qué cerveza se iba a beber nada más llegar! La idea le llenó de renovado entusiasmo. Se disponía a colgarse de nuevo de la liana cuando algo atrajo su mirada. Un delgado tubo de plástico transparente que corría hasta la copa del árbol. Lo observó más de cerca y descubrió que estaba lleno de líquido. ¿Por qué no lo había pensado antes? El árbol disponía de su propio suministro de agua. Sólo tenía que romper el tubo para beber un trago. O mejor aún, pegar los labios al orificio del difusor…

Cuando acercó el rostro al orificio, algo roció de pronto el aire.

Por un momento, Dukes experimentó una sensación de frescor casi mentolado en el cuello y las manos. Volvió a mirar al difusor y recibió otra nube de humedad.

Retrocedió instintivamente del tubito de plástico al sentir un dolor ardiente en los ojos, como si le hubieran rociado con gases lacrimógenos. Cerrando fuertemente los párpados, emitió un grito de dolor y se limpió la cara con la manga de la camisa.

Insecticida. Le habían rociado con insecticida.

– ¿Señor Dukes? ¿Está bien?

Joan Richardson notó la rociada, vio las gotitas en las gafas de sol y comprendió inmediatamente lo que había pasado. El veneno sintético de contacto liberado por el tubo era un hidrocarburo clorado. Producía en la piel un efecto irritante y desagradable. En los ojos causaba ceguera. Gritó cuando el insecticida le quemó brazos y piernas. Pero tras sus gafas oscuras, su vista permaneció intacta.

– ¡Es veneno! -gritó-. ¡Nos han rociado con insecticida! ¡Que no os entre en los ojos, por el amor de Dios!

Pero el aviso llegaba demasiado tarde para Dukes.

Gimiendo de dolor, abrió los párpados para descubrir que no veía nada salvo los mismos puntos rojos de antes, cuando los tenía firmemente cerrados; y los ojos le dolían cada vez más a medida que aumentaban aquellas manchas.

– ¡Joder! -gritó, restregándose furiosamente los ojos con las manos perdidamente contaminadas-. ¡Socorro…, estoy ciego!

– ¿Joan? -gritó Richardson-. ¿Estás bien?

– Yo sí, pero a Dukes se le ha metido en los ojos.

– ¿Dukes? Aguante. Voy para allá.

Dukes no oyó a Richardson. Buscó a tientas la liana, no la encontró y se agachó con el brazo extendido para sentarse a horcajadas en la rama, sin peligro, igual que antes.

Entonces experimentó una nueva sensación, con viento en la cara y una brusca afluencia de sangre a la cabeza, como cuando montó en la montaña rusa de Disneylandia. Con súbito horror, comprendió que había caído del árbol, y la angustia del descubrimiento fue seguida de la idea de que el dolor de sus ojos pronto desaparecería.

– ¡No! ¡Deténgase! -gritó Joan-. ¡Espere!

Comprendió la estupidez de pedir aquello a un hombre que se precipitaba en el vacío desde una altura de sesenta metros.

Richardson no vio caer a Dukes, sólo oyó su descenso en picado, la corriente de aire y el ruido a su espalda, y luego la sostenida y dramática reverberación musical cuando el ciego vigilante aplastó la tapadera del piano en el atrio. Por un breve instante creyó que era Joan, y a punto estuvo de caerse también. Pero al levantar la cabeza vio que su culo seguía encima de él.

– ¡Joan! -exclamó con alivio.

– Estoy bien.

– Creí que eras tú.

– ¿Está muerto?

Richardson lanzó una mirada por encima del hombro. No era fácil distinguir algo desde aquella altura. Dukes yacía sobre el piano como un vagabundo borracho. No se movía.

– Me extrañaría que no lo estuviera.

Trepó a la rama donde estaba Joan, se sentó a su lado y emitió un hondo y trémulo suspiro.

– ¡Qué lástima! -exclamó. Y añadió-: Tenía el walkie-talkie.

– Ha sido horrible. Le he visto la cara cuando caía. Creo que no la olvidaré mientras viva. ¡Pobre Dukes! -Joan intentó no hacer caso de la sensación de vacío que tenía en el estómago. Cogió la mano de su marido y, apretándola, preguntó-: ¿Ray? ¿Crees que Abraham quiere matarnos a todos?

– No lo sé, cariño.

– ¡Pobre Dukes! -repitió Joan.

– Toda la culpa la tiene el capullo de Aidan Kenny. De toda esta jodienda. Estoy seguro. -Un poco de los vapores de hidrocarburo que aún quedaban le entró en el pecho y le hizo toser-. Trata de no respirar esta cosa. Mantén la cara lo más alejada posible del tronco. Por si vuelve a repetirse. -Sacudió la cabeza con hastío-. ¡Maldito seas, Kenny! ¡Espero que estés muerto, cabrón! ¡Si estuvieras aquí, ahora mismo te daría un empujón!

– No creo que eso arregle mucho las cosas -observó Joan. Se incorporó y, atisbando entre el follaje, gimió-: ¡Por Dios santo!

– ¿Te sientes con fuerzas para seguir?

Le temblaban las piernas, pero asintió y dijo:

– Sólo quedan treinta metros.

Richardson le apretó la mano.

– No parece que te afecte mucho la altura -observó.

– No tanto como creía.

– Es tu sangre nativa. Dicen que los indios son los mejores albañiles de rascacielos. Tenías que verlos, Joan. Caminando por vigas de acero de quince centímetros de ancho, a casi cien metros de altura, como si fuesen por el bordillo de la acera.

– Si fuese el único trabajo que encontraras, tú también te acostumbrarías -repuso mordazmente Joan-. Si no quisieras morirte de hambre.

Los nervios la ponían quisquillosa.

Richardson se encogió de hombros.

– Supongo que tienes razón. Pero éste no es el sitio adecuado para una lección sobre lo políticamente correcto, ¿no te parece?

– Quizá no -replicó Joan-. Pero ¿qué me dices de la ley del movimiento uniformemente acelerado, de Galileo? Un nativo norteamericano caería a la misma velocidad que un blanco.

Se preguntó cuándo le tocaría a ella.

Bob Beech estaba bebiendo una cerveza y comiendo una bolsa de patatas fritas. Con los pies descalzos sobre la mesa de la sala del consejo de administración, observaba el reloj de lectura directa del terminal, como si todavía esperase que el programa GABRIEL iniciara su labor de desmantelamiento.

Escuchó a Mitch y se quedó pensando un momento.

– Sería mucho más fácil si estuviera en contacto verbal con Abraham -dijo al cabo-. Pasar por el teclado complica las cosas. Además, ni la filosofía ni la lógica se me dan muy bien. Ni siquiera estoy seguro de que la lógica tenga algo que ver con la moral. Porque en cierto modo eso parece que estás sugiriendo: que recurramos a algo más elevado que la propia lógica de Abraham. Con lógica no resolveremos nada, Mitch.

– Mira, ante todo tenemos que tratar de comprender lo que ocurre en la memoria de Abraham -repuso Mitch-. Cuando logremos entenderlo, entonces podremos actuar, pero no antes. Así que de momento dejemos a un lado la moral o lo que sea, ¿vale?

Beech quitó las piernas de la mesa y, desplazándose en la silla, se colocó frente al ordenador.