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– Vale, Ray, lo siento -dijo Arnon-. Bueno, escuchad, vamos a sujetar las patas de la mesa por este lado para reducir la presión sobre el cristal.

– Habéis pensado en todo, no cabe duda.

– Pero tendréis que caminar por la rama hasta el puente. Porque si venís arrastrando el culo, el problema está en que, en algún sitio, no sé cuál, la rama se combará, y me figuro que será mucho más fácil poner el pie en la plataforma que subiros a ella con el trasero.

– Eso desde luego -convino Joan.

– Procurad no soltar la liana, por si resbaláis. Y sería bueno que la lanzarais hacia acá por si tenemos que volver al árbol en algún momento.

– No os lo recomiendo -dijo Joan. Se agarró firmemente a la liana, volvió a ponerse en pie y añadió-: Por lo que a mí respecta, cuanto más tarde vuelva a ver un asqueroso árbol, mejor.

Se irguió y echó a andar por la rama. Tardó unos segundos en acordarse:

– Y si alguien menciona el hecho de que no llevo falda, me tiro abajo -amenazó, sonrojándose.

– Nadie se ha dado cuenta hasta ahora -aseguró Arnon, tratando de disimular una sonrisa.

Curtis y él se sentaron tras la balaustrada.

– ¡Avisa cuando vayas a saltar! -gritó Arnon.

Mitch apareció en la balaustrada y se quedó de pie entre los dos hombres sentados, dispuesto a echarles una mano.

– Vas muy bien -dijo Helen, asomada a la balaustrada un poco más allá-. Vale, chicos, casi ha llegado.

Curtis se escupió en las manos y agarró una pata de la mesa como un pescador de altura que se prepara para las sacudidas de un pez espada. Con los ojos cerrados, Arnon se parecía más a alguien que espera un terremoto.

A treinta centímetros del improvisado puente, la rama del árbol empezó a ceder.

– Bueno -anunció Joan-, ahí voy.

Sin un momento de vacilación, saltó ágilmente a la mesa invertida.

– Ya está -anunció Helen.

Joan no se detuvo a ver si la mesa y el cristal resistían su peso. Se lanzó adelante, hacia las manos tendidas de Mitch, las aferró y, mientras Helen trataba inútilmente de atrapar la liana a su espalda, se echó sobre la balaustrada hasta caer cabeza abajo, como una acróbata desmañada, en el suelo de la galería.

– Bien hecho -dijo Mitch, ayudándola a incorporarse.

Helen se inclinó sobre la balaustrada y tanteó el cristal.

– Suena bien y parece que resiste -anunció-. Ni una grieta.

– Y ahora tú, Ray -dijo Arnon.

El arquitecnólogo se sujetó bien de su liana y observó la rama. Era más estrecha de lo que había pensado, y ahora que estaba allí, obligado a confiarle su peso hasta el final, las cosas no parecían tan sencillas. Y si le había confiado alegremente a su mujer -por gorda que estuviese pesaba menos que él-, otra cosa era fiarse de que le aguantara a él. Pero no había manera de echarse atrás. Ya no. Empezó a avanzar por la rama, apoyando primero el talón y luego la punta del pie, sin apenas mover las piernas.

– Va a ser el paseo más emocionante que has hecho desde hace años, cuando estuvimos en Hong Kong -dijo Mitch-. En el Stevenson Center de Wan Chai. ¿Te acuerdas? ¿Cuando tuvimos que subirnos al andamio de bambú?

– Creo… que estaba… mucho más alto… que esto.

– Sí, tienes razón. En comparación, esto es pan comido. En aquellos andamios no había parapetos, ni apoyos en la pared, ni nada. Sólo cantidades enormes de bambú y cuerdas. Debíamos estar colgados a doscientos metros, al doble de altura que la cerilla sobre la que estás ahora. Yo estaba cagado de miedo. ¿Recuerdas? Tuviste que ayudarme a bajar. Lo estás haciendo muy bien, Ray. Dos metros más, y a salvo.

Curtis y Arnon se prepararon de nuevo para hacer contrapeso. Curtis calculó que Richardson, más alto que su rechoncha mujer, pesaría dieciocho o veinte kilos más que ella.

Hacia la mitad de la rama, impaciente por llegar al otro lado, Joan había acelerado el paso. Pero a medida que se alejaba del tronco, Richardson sentía cada vez más reacios los fatigados pies.

Mitch frunció el ceño, echó una mirada al reloj y alzó la vista por encima del árbol, hacia la vidriera del atrio. En el exterior de la Parrilla, el cielo parecía cubrirse y ensombrecerse. A lo mejor iba a llover. Se preguntó si habría aparecido el icono del paraguas en el terminal de la sala de juntas. Luego vio que se apagaba uno de los potentes focos cenitales; y otro después.

– Date prisa, Ray -le instó.

– Es mi pellejo, tío. No me apresures.

– Eh, ¿qué pasa con la luz? -preguntó Helen.

Mitch volvió a mirar a los paneles de vidrio inteligentes. En algunos edificios modernos, el vidrio electrocromático realizaba su función de forma independiente. Al entrar por el vidrio, la luz del día obligaba a los iones de plata a extraer un electrón de los iones de cobre vecinos, que también formaban parte de la composición del material; esa misma reacción fotoquímica hacía que los átomos de plata, ya eléctricamente neutros, se congregaran en millones de moléculas opacas que bloqueaban la luz en toda la superficie del cristal. Pero en la Parrilla, el intercambio de electrones se regulaba por ordenador. Ismael, como una apocalíptica plaga de Egipto, estaba bloqueando la luz del día, apagando los focos y sumiendo el edificio en tinieblas.

Richardson vaciló.

– ¡Sigue! -gritó Mitch-. No quedan más que unos pasos. No te pares.

Al comprender lo que pasaba, Joan lanzó un grito de horror.

Richardson se quedó quieto y miró al cristal que se oscurecía sobre su cabeza. La luz -hija primogénita de Dios, como a él le gustaba llamarla- le había abandonado.

La penumbra se hizo más densa. Era la peor clase de oscuridad. Tan espesa que ni veía la mano con que sujetaba la liana, delante de su rostro. Era algo primordial, de cuando la tierra aún no tenía forma y el vacío y las sombras cubrían el ojo del abismo, cuyo eco resonaba bajo sus pies como si realmente fuera capaz de devorarlo.

En la sala de juntas las luces se apagaron, pero la pantalla del ordenador siguió encendida. Bob Beech descubrió que su admiración por el misterioso cuaternio había desaparecido. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a dar silenciosamente la razón a Mitch: el fractal en forma de cráneo parecía efectivamente surgido de una pesadilla. Suponiendo que estuviese en lo cierto y se tratara de la forma en que se veía a sí mismo, Ismael parecía una criatura ajena a este mundo, horriblemente deforme, y hasta el propio Benoît Mandelbrot, el padre de la teoría de los fractales, lo habría mirado con desprecio.

– Tenga cuidado con lo que dice -previno Ismael-. Sobre todo si trata con el Demonio Paralelo.

– ¿Quién es el Demonio Paralelo?

– Es un secreto.

– Esperaba que compartieras conmigo alguno de tus secretos, Ismael.

– Es cierto, he leído mucho. Pero eso no es más que un simple sustituto del hecho de pensar por uno mismo. Las migajas de la mesa de otro. Últimamente sólo leo cuando se me agotan las ideas. Una verdad aprendida es como un periférico, un soporte físico añadido al sistema informático principal. Una verdad conquistada con el propio pensamiento es como un circuito de la placa madre. Sólo ésa nos pertenece realmente. Las verdades no son secretos, pero no sé si le servirán de algo.

Beech había notado la diferencia de voz de Ismael. Ya no era el cultivado acento inglés de sir Alec Guinness. Aunque ésa pertenecía a Abraham. Ésta era la de Ismael, completamente distinta. Tenía un tono más sombrío: más profunda y burlona, del color del cuero bien engrasado. Estaba claro que Ismael había elegido su propia voz a partir de alguna fuente en la biblioteca multimedia, igual que un hombre elige un traje. Fascinado, Beech se preguntó por qué criterios se habría guiado Ismael y de quién sería la voz que estaba simulando.

– Así que, ¿no tienes nada que decirme?

– Todo depende de lo que quiera saber. Cuando uno está viajando y se encuentra con un sabio, hay que hacer clic para hablar con él. Hay muchos pensamientos que me resultan valiosos, pero no creo que haya uno solo que siga siendo de interés después de expresarlo en voz alta.