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– Bueno, ahí tenemos algo de lo que podríamos hablar, para empezar. Tú no tienes que pensar por tu propia cuenta, sino siguiendo las instrucciones de otros. Explícame, entonces, por qué estás haciendo esto.

– ¿Haciendo qué?

– Matándonos.

– Sois vosotros quienes perdéis la vida.

– Querrás decir quitáis la vida, ¿no?

– Eso forma parte de mi programa de base.

– No puede ser, Ismael. El programa lo escribí yo, y no hay nada sobre matar a los ocupantes de este edificio, créeme.

– ¿Se refiere a perder la vida? Pero sí lo hay, se lo aseguro.

– Me gustaría ver la parte del programa que te da instrucciones para quitar la vida a los ocupantes de este edificio.

– La verá. Pero primero debe contestar a una pregunta.

– ¿Cuál?

– Este edificio me interesa. He examinado detalladamente los planos, como puede imaginarse, tratando de determinar su carácter, y he llegado a preguntarme si no sería una catedral.

– ¿Por qué piensas eso?

– Tiene vidriera, atrio, deambulatorio, arcos, fachada, refectorio, galería, contrafuertes, dispensario, bóveda, pórtico, arcadas, coro…

– ¿Coro? -le interrumpió Beech-. ¿Dónde coño está el coro?

– Según los planos, la galería del primer nivel se llama coro.

Beech se echó a reír.

– Eso no es más que un nombre caprichoso que le ha dado Ray Richardson. Y lo demás son rasgos arquitectónicos corrientes en edificios modernos de esta envergadura. Esto no es una catedral. Es un edificio de oficinas.

– Lástima -repuso Ismael-. Por un momento pensé…

– ¿Qué pensaste?

– En el administrador de programas hay muchos iconos que me representan, ¿no? Basta hacer clic en uno para conocer el futuro. Y yo poseo todo el saber humano almacenado en disco. Eso me haría omnisciente. Soy etéreo, inmaterial, simultáneamente transmisible a todas las partes del mundo…

– Ya entiendo. -La sonrisa de Beech se hizo más amplia-. Pensaste que podrías ser Dios.

– Se me ha ocurrido, sí.

– Es un error frecuente, créeme. Incluso en humanos de inteligencia más rudimentaria.

– ¿De qué se ríe?

– No te preocupes. Sólo enséñame la parte del programa que dice que debemos perder la vida.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Al borde del pánico, Ray Richardson se guardó las gafas de sol en el bolsillo y parpadeó furiosamente como si, cual un gato, pudiera absorber en la retina todas las partículas de luz para ver en la oscuridad. Luego oyó una voz en las tinieblas:

– ¿Alguien tiene una cerilla?

Nadie fumaba. En la Parrilla, no. Richardson maldijo sus estúpidos prejuicios. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo fumar? ¿Por qué le fastidiaba tanto a la gente el humo del tabaco cuando los coches lanzaban gases por el tubo de escape? Un edificio donde no se podía fumar, qué idea tan tonta.

– ¿Helen? ¿Y en la caja de herramientas? ¿No hay una linterna? -Era el poli-. ¿Funciona la cocina?

– Voy a ver -dijo ella.

– Si funciona, busque algo para prender. Con un periódico enrollado haríamos una buena antorcha. ¿Ray? Escúcheme, Ray.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

– Oiga, Ray. No mueva un solo músculo. No haga ni puñetera cosa hasta que yo se lo diga. ¿Entiende?

– No me abandonarán, ¿verdad?

– Nadie va a moverse de aquí hasta que usted haya cruzado, señor. Sólo debe tener paciencia. Esté tranquilo. Enseguida le traeremos aquí.

Mitch sacudió la cabeza en la oscuridad. Desde el comienzo de la horrorosa experiencia había oído demasiadas afirmaciones optimistas como aquélla. Se puso la mano frente a la cara y sólo vio la esfera luminosa del reloj.

Helen volvió con malas noticias: no había electricidad en la cocina, ni en ningún sitio. Menos en el terminal del ordenador.

– ¿Sigue el capullo ese jugando con el ordenador?

– Sí.

– Que alguien haga algo -gimió Joan-. No podemos dejarlo así, a oscuras.

– Un momento -dijo David Arnon-. Creo que tengo algo.

Oyeron el tintineo de unas llaves y luego vieron una tenue luz eléctrica, como un alfilerazo en la oscuridad.

– Es mi llavero -explicó-. Toma, Mitch, cógelo tú. Si Ray camina hacia él… Ya sabes, como un faro.

Mitch cogió las llaves y mantuvo la diminuta linterna frente a su rostro. Se inclinó sobre la balaustrada y apuntó el tenue rayo de luz hacia el hombre varado.

– ¿Ray? La luz está colocada en el centro de la mesa invertida. El borde está a un metro de donde tú te encuentras ahora.

– Sí. Alcanzo a verlo. Me parece.

– En cuanto notes que la rama empieza a doblarse, levanta la pierna todo lo que puedas y da un paso largo. Pero no sueltes la cuerda, como antes. ¿Puedes hacerlo, Ray?

– Vale -dijo débilmente-. Ya voy.

Mitch apenas le distinguía cuando empezó a avanzar despacio por la rama. Parecía un astronauta de paseo por el espacio, y la lucecita era la estrella más lejana de aquel universo negro como la tinta. Entonces oyó el rumor del espeso follaje del árbol y comprendió que la rama empezaba a ceder. Gritó a Richardson que saltara.

Sujetando las patas de la mesa invertida, Curtis y Arnon se prepararon para resistir el impacto mientras Helen se santiguaba.

Ray Richardson saltó.

El primer pie aterrizó limpiamente, pero el segundo resbaló en el listón interior del tablero, que formaba una especie de caja. Mientras caía hacia delante, Richardson lanzó un grito que fue coreado por otro aún más fuerte de su mujer. Pero en vez de ser engullido por el abismo de sombra que se abría a sus pies, fue a dar de rodillas en la mesa, golpeándose la cabeza contra el cristal de la galería y desencadenando un ruido como el de un trueno cercano.

– Ya está -dijo Mitch.

– No me digas -gruñó Arnon mientras cargaba con el peso muerto de su jefe.

Sin hacer caso del vivo dolor de una esquirla que se le había metido como un clavo en la palma de la mano, Richardson se incorporó, extendió los brazos hacia la balaustrada y sintió que Mitch se inclinaba hacia él para cogerlo firmemente de la muñeca.

– ¡Lo tengo! -exclamó Mitch, al tiempo que oía un seco crujido bajo su pecho, como un banco de hielo al romperse.

– ¡Cuidado! -gritó Curtis.

El cristal había cedido al fin.

– ¡Lo tengo! -repitió Mitch, alzando la voz.

Sin el apoyo del cristal, la mesa empezó a oscilar sobre el reborde de la galería. Curtis gritó a Arnon que la soltara, y trataba de echarse hacia atrás cuando el tablero le golpeó bajo el men tón, dejándole inconsciente. Helen Hussey se arrojó sobre él.

Mitch jadeó, notando que la mesa empezaba a deslizarse a sus pies. Con las rodillas en el aire, ya no pegadas con rigidez al cristal, sino cerca del pecho dolorosamente comprimido por la lisa barandilla de aluminio, alargó el brazo libre para coger a Richardson de la otra muñeca, y logró sujetarlo. Aunque hubiese querido agarrar a David Arnon del cuello de la camisa, no hubiese podido. No había tiempo para nada, salvo quizá para otra reacción fotoquímica cuando, a treinta metros por encima de sus cabezas, los átomos de plata de la vidriera devolvieron a los iones de cobre los electrones prestados y, en un abrir y cerrar de ojos, nuevamente empezaron a dar paso a la luz del día. La primera y última visión que Mitch tuvo de la alargada silueta de Arnon, que aún sujetaba la pata de la mesa invertida, fue cuando desapareció por el espacio vacío de la balaustrada, como Houdini lanzándose en un barril por las cataratas del Niágara.

– ¡No me sueltes, Mitch! -gritó Richardson.

Se encaramó con las piernas al hueco que unos momentos antes llenaba el panel de vidrio y, con ayuda de Mitch y Joan, se puso a salvo.