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Una lluvia de cristales resonó en la distancia, seguida, una fracción de segundo después, del enorme estruendo que hizo la mesa al aplastarse en el suelo del atrio.

Tras haber estado a punto de caer por encima de la combada barandilla debido al desesperado esfuerzo de Richardson, Mitch se echó hacia atrás y se derrumbó sobre Helen y Curtis, cortando la respiración a su colega. Apartándose de ella, se quedó tendido de espaldas, tratando de quitarse de la cabeza lo que acababa de suceder.

Pensó en Alison. Quizá ya no la quisiera, pero seguía siendo su mujer y se alegró de que al menos no se quedaría en la calle. No había deudas, propiamente dichas. La casa estaba pagada. Tenía unos diez mil dólares en la cuenta corriente, doscientos mil a plazo fijo y otros cien mil en valores mobiliarios. Luego estaba el seguro de vida. Pensó que al menos habría suscrito tres o cuatro pólizas.

Se preguntó dentro de cuánto tiempo podría reclamarlas.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Helen-. Fue un buen gancho.

Curtis movió la mandíbula con dificultad. Tenía la cabeza sobre el regazo de Helen. Le parecía que no podía estar en mejor sitio. Era una mujer atractiva. Estuvo a punto de decir: «Viviré.» Pero se contuvo. No estaba tan seguro de ganar aquella apuesta.

– He tenido suerte. Por una vez he mantenido la boca cerrada. -Se incorporó y giró dolorosamente la cabeza-. Aunque me siento como si me hubieran dado una buena paliza. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

Helen se encogió de hombros.

– Un par de minutos.

Helen le ayudó a ponerse en pie y él se quedó mirando el hueco de la balaustrada.

– ¿Y Arnon?

Helen meneó la cabeza.

– ¡Pobre David! -dijo Joan-. ¡Ha sido horroroso!

– Sí, pobrecillo -dijo su marido, como un eco. Acabó de vendarse el sangrante corte de la mano y atisbó cautelosamente sobre la barandilla-. Para él se acabaron las penas, supongo. -Emitió un suspiro-. Venga, Joan. Vamos a tomar esa cerveza. Nos la hemos merecido.

Al encontrarse con la húmeda mirada de Curtis, movió la cabeza con aire sombrío y añadió:

– Gracias, inspector. Muchas gracias. Le agradezco lo que ha hecho. Los dos le estamos muy agradecidos.

– Olvídelo -repuso Curtis-. A mí también me apetece beber algo.

Fueron a la cocina, donde cogieron unas cervezas de la nevera antes de pasar a la sala de juntas.

Mitch y Marty Birnbaum miraban sombríamente al suelo. Willis Ellery estaba tendido junto a la pared. Parecía dormido. Jenny miraba por la ventana. Y Beech seguía frente a la pantalla, donde un tablero de ajedrez tridimensional se superponía ahora al fractal en forma de cráneo.

– ¿Qué te parece? -dijo Richardson en tono áspero-. David Arnon sacrifica su vida por Joan y por mí, y Beech jugando con el ordenador. Pero ¿qué clase de gilipollas estás hecho, eh, Bob?

Beech se volvió con aire de triunfo.

– En realidad, acabo de descubrir por qué hace Ismael todo esto -anunció-. Por qué nos mata.

– Me parece que ya lo sabíamos -replicó Curtis-. Porque se cargaron a Isaac, su hermano pequeño.

– No sé cómo se me ocurrió atribuirle cierto antropomorfismo -explicó Beech-. Es culpa mía. Ismael carece enteramente de sentimientos subjetivos. La venganza es un móvil humano.

– Pues lo simula muy bien -observó Curtis.

– No, no lo entiende. Un ordenador no es simplemente un cerebro humano ampliado. Nosotros podemos atribuir cualidades humanas a Ismael, incluso imaginar algo tan folletinesco como un fantasma en la máquina, pero es evidente que sólo nos referimos a los diversos aspectos de su comportamiento que tienen apariencia humana, lo que no es lo mismo que decir que son humanos. Gran error, ¿comprende?

– Bob -terció Richardson, haciendo una mueca-, ve al grano. Si es que lo hay.

– Ah, pues claro que lo hay. -El descubrimiento le había producido a Beech un entusiasmo que no disminuyó ante la muerte de Arnon ni ante la evidente impaciencia de Richardson-. Ahí va. Cuando ejecutamos el programa depredador para eliminar a Isaac, el hijo de Aidan estaba jugando con unos juegos de CD-ROM. Ya sabéis, carnicerías, calabozos y dragones. Aid se los había regalado por su cumpleaños.

– ¡No me digas que después de todo el idiota del gordo ha tenido algo que ver con esto!

– Déjame terminar. Cuando Isaac se esfumó de la memoria del Yu-5, Ismael también estuvo a punto de desaparecer. Resulta un poco difícil explicar exactamente lo que pasó. Pero imagínate que, para sobrevivir, se agarrase a algo, un saliente, un manojo de hierba, una cuerda. Y que ese algo fuesen los juegos del chico. Las instrucciones del juego se mezclaron de algún modo con las instrucciones de ejecución automática de Ismael. Los sistemas de gestión del edificio se confundieron con las instrucciones del juego. Por eso trata de matarnos a todos.

Curtis frunció dolorosamente el ceño.

– ¿Quiere decir que Ismael piensa que esto es un juego?

– Exactamente. Perdemos la vida uno a uno y él gana. Así de simple.

Hubo un largo silencio.

– Por si alguien no se ha enterado -dijo Curtis-, nuestro equipo va perdiendo.

– Pero ¿qué nos jugamos nosotros? -preguntó Joan-. Conozco esos juegos. El protagonista fantástico, el jugador, siempre tiene que ganar o conseguir algo. Encontrar un tesoro escondido, por ejemplo.

Beech se encogió de hombros.

– Si es así, hasta ahora no lo he descubierto.

– A lo mejor el tesoro consiste en seguir con vida -apuntó Jenny-. Ahora mismo, es el tesoro más valioso que puedo imaginar.

– Yo también -convino Helen.

Richardson seguía maldiciendo a Kenny.

– ¡Ese gordo cabrón! Espero que esté vivo para que pueda despedirlo. Y luego le demandaré por negligencia. Y si está muerto, demandaré a su mujer y a su hijo.

– Y si es un juego -sugirió Curtis-, ¿cómo podríamos interrumpirlo?

– Muriendo -contestó bruscamente Beech.

– ¿Puedes explicar a Ismael que ha habido una especie de malentendido, Bob? -preguntó Joan-. ¿Para hacer que suspenda el juego?

– Ya lo he intentado. Por desgracia, el programa de juego está incorporado en la programación básica de Ismael. Para interrumpirlo tendría que pararse él mismo.

– ¿Pararse en el sentido de destruirse?

Beech asintió.

– Bueno, parece buena idea.

– Lo único que Ismael puede hacer es convertir entradas de datos de cierto tipo en salidas de distinta clase. El problema es que, según la forma en que se ha viciado el programa de Ismael, nosotros somos las entradas. Mientras permanezcamos aquí, continuará el juego. Sólo concluirá cuando escapemos del edificio, o cuando hayamos muerto. Y eso sólo hasta que entre el próximo grupo de personas.

»Pero sería posible tratar de entender las reglas del juego. Si es que las hay. Así quizá podríamos adelantarnos a sus maniobras.

Curtis sonrió y dio a Beech una palmadita en el hombro.

– Conque un juego, ¿eh? ¡Menudo alivio, joder! Por lo menos ahora sé que nada de esto es real. -Consultó su reloj-. Oiga, Mitch, ¿cómo dicen ustedes en esos seminarios y conferencias a los que van? ¿Cómo llaman a los distintos grupos en que se dividen?

– ¿Comisiones?

– Comisiones. Vale, escúchenme todos. Vamos a formar dos comisiones. Tienen una hora para pensar, luego quiero oír alguna idea.

Birnbaum miró a Richardson con aire de hastío y murmuró:

– ¿De dónde salen hoy los polis? ¿De la Facultad de Económicas de Harvard? ¡Joder, ese tío se cree Lee Iacocca!

– Comisión 1: Ray, Joan y Marty. Comisión 2: Mitch, Helen y Jenny.

– ¿En cuál estará usted, inspector? -preguntó Richardson.

– ¿Yo? Decidiré cuál es el equipo ganador. Primer premio, un ordenador nuevo.

– ¿Y Beech? ¿Qué pasa con Beech? ¿En cuál de las dos estará?

Curtis sacudió la cabeza.