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Beech dio un empujón a la silla y se retiró del terminal.

– Últimas noticias -anunció-. Quedarnos de brazos cruzados hasta el lunes no servirá de nada. Probablemente, el domingo por la tarde ya será demasiado tarde. Acaban de subir las apuestas.

– ¿Nos lo vas a explicar? -dijo Richardson al cabo de unos momentos-. ¿O esperas que nos lo traguemos por las buenas? No podemos esperar tranquilamente porque nos lo ha dicho el gran Bob Beech. El tío que concibió este ordenador psicótico. Y yo poniendo verde a Kenny, cuando no ha tenido culpa de nada. Él sólo utilizaba una parte insignificante del ordenador. No creo que nadie pueda reprocharle nada.

– Pero era tu mejor candidato, ¿no? -dijo Beech con sarcasmo-. Y ahora me echas la culpa a mí.

– Nadie está echando la culpa a nadie -terció Curtis.

– ¡Y una mierda que no! -replicó Richardson-. Para eso se paga a la gente, inspector. Para que carguen con la culpa. Y cuanto más se cobra, más se tiene que aguantar. Espere a que termine todo esto. Habrá cola para darme una patada en el culo.

– Si es que todavía lo conserva para que puedan dársela -le recordó Curtis-. Y ahora escuchemos lo que tenga que decirnos.

Hizo una seña con la cabeza a Beech, que sin embargo siguió fulminando a Richardson con la mirada.

– Bueno, no nos haga pedírselo de rodillas -insistió el policía-. Díganos lo que ha descubierto.

– Está bien. He echado un vistazo a esas órdenes, para tratar de entender el juego en que estamos metidos -explicó Beech-. Si es que es posible entenderlo. Pero he descubierto una cosa que lo cambia todo. Hay un factor tiempo que ni siquiera conocíamos. Desde el punto de vista de Ismael, debemos concluir el juego dentro de las próximas doce horas, si no… -Se encogió de hombros-. Si no, nos ocurrirá algo catastrófico.

– ¿Como qué? -quiso saber Richardson.

– Ismael se muestra un poco vago, pero lo llama su bomba de relojería. Como en el edificio no hay explosivos, habrá que suponer, lógicamente, que Ismael piensa utilizar otra cosa. Yo apostaría por el generador de emergencia del sótano. Funciona con petróleo, ¿no?

Mitch asintió.

– Un incendio de petróleo en el sótano sería desastroso. -Emitió un suspiro-. Sobre todo si Ismael desactiva todos los dispositivos de seguridad y deja que se propague. Sin el aire acondicionado, moriremos asfixiados por el humo incluso antes de que aparezcan los bomberos.

– Vaya, eso sí que es cojonudo -dijo Richardson. Sonrió con aire arrepentido y añadió-: Oye, Bob, lo siento.

– No importa.

– ¿Sin rencores?

– Sin rencores.

Richardson dio a Mitch una palmada en la espalda.

– Bueno, entonces parece que Mitch va a terminar haciendo de Bruce Willis..

La noche del sábado no aportó ningún alivio al calor. Hacía la misma temperatura que en el capó de un coche durante un embotellamiento de la Freeway en el mes de octubre. El sudor chorreaba de los cuerpos vivos encerrados en la Parrilla.

Antes de que Mitch emprendiera su voluntaria misión, Jenny lo acompañó por el pasillo y, torciendo la esquina, lo condujo a una estancia que daba sobre la Pasadena Freeway. El tráfico fluía en dirección norte y sur mientras un helicóptero de la emisora sensacionalista de televisión KTLA sobrevolaba el brumoso centro de la ciudad. Jenny se preguntó cuánto tiempo tardaría el helicóptero del programa Desayuno en Los Ángeles en captar subrepticiamente algunas imágenes macabras cuando sacaran sus cadáveres del edificio. Como el día que los cámaras de la sensacionalista emisora sorprendieron desde un helicóptero el regreso a California de un Rock Hudson en la fase terminal del sida, o la paliza que dieron a Reginald Denny durante las revueltas de Los Ángeles. ¿Sería entonces cuando lograría sus quince minutos de fama? Agitó los brazos desesperadamente con la esperanza de que la vieran, pero el helicóptero, ya del tamaño de un insecto, se alejaba por Little Saigon y Korea Town en busca de otra persecución de coches o de otro atraco a mano armada. Miró a Mitch.

– Menudo lío, ¿verdad? -dijo él.

– Pero yo estoy aquí, contigo -repuso ella-. Eso es lo único que importa. Además, los líos no me dan miedo. Una vez estuve casada con uno.

Mitch soltó una carcajada.

– Pensaba en lo que diría Alison cuando le contara dónde he estado -sonrió-. Si es que vivo para contarlo. Probablemente estará ahora con su abogado, arreglando los papeles del divorcio. Pero me gustaría ver su cara cuando descubra que, por una vez, no la estaba engañando.

– Abrázame, Mitch.

– ¿Eh?

Le rodeó la cintura con los brazos y la besó en la mejilla.

– Quería decirte que tuvieses cuidado.

– Lo tendré.

– Y que te quiero.

– Yo también te quiero.

– ¿Estás seguro?

Mitch se dejó besar como si estuviera saboreando la fruta más fina y exótica. Cuando se apartó, Jenny tenía en los ojos una expresión voluptuosa y soñadora, como si el beso la hubiera embriagado ligeramente.

– Sí. -Volvió a estrecharla en sus brazos-. Estoy seguro.

– ¿Sabes, Mitch? Estaría bien que ahora hiciéramos…, ya sabes…

– ¿Que hiciéramos qué?

Desprendiéndose de sus brazos, Jenny se hurgó bajo la falda. Por un breve instante, Mitch pensó que le habría picado un insecto. Ella levantó un pie y luego el otro de la blanca figura en forma de ocho que le había aparecido mágicamente en torno a los tobillos y, haciendo girar las bragas con el dedo índice, señaló su rendición.

– ¿Y si llega alguien? -dijo nerviosamente Mitch.

– ¿Te parece que yo no quiero llegar? -repuso ella, cogiéndole el dedo medio y chupándolo con indecente intención.

– ¿Es por si no vuelvo?

– Al contrario.

Ella le cogió la mano y se la puso sobre el vello que ondeaba como una vela de mesana en su bajo vientre, para luego guiar hacia dentro el húmedo dedo hasta hacerlo desaparecer. Devolviéndolo a la luz como un prestidigitador, añadió:

– Es para estar segura de que volverás.

Le bajó la cremallera del pantalón y tomó su erección en la mano, lo atrajo hacia ella y dobló una pierna en torno a su cintura.

– ¿Y qué pasa con tu…, ya sabes, tu diafragma?

Jenny rió y maniobró para ponerse en posición.

– Cariño, ¿quieres que vaya a casa a buscarlo de una carrera?

– Pero suponte que te quedas…

– ¿Embarazada?

Volvió a reírse y luego emitió un leve gemido cuando él la penetró.

– Mitch, cariño, ¿no crees que ya tenemos bastantes preocupaciones para pensar ahora en eso?

Mitch se preparó para bajar al pozo de ventilación. Llevaba en bandolera el bolso de Jenny, en el que había metido algunas herramientas y una botella de cerveza llena de agua mineral. Jenny y Curtis lo acompañaron hasta el local técnico y le vieron forzar la puerta contra incendios.

Fue Jenny quien primero echó una mirada al interior del pozo de ventilación. Medía alrededor de un metro cuadrado y pensó que debía de ser tan incómodo como un ataúd. Su cabeza activó un sensor que encendió una bombilla alimentada por batería, y se iluminaron varias filas de cables de datos, un detector de humo, un teléfono y una escalera metálica fija en la pared, de unos treinta centímetros de ancho, que descendía hacia la fresca oscuridad.

– Creía que ahí dentro haría más calor -observó ella-, con todos esos cables. Sabes, Mitch, valdría la pena bajar contigo sólo para tener menos calor. ¿Qué le parece, Curtis?