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– ¿Sí?

– ¿Mitch?

– ¿Quién es?

– ¡Gracias a Dios! Soy yo, Allen Grabel. ¡Cómo me alegro de oír tu voz, muchacho!

– ¿Allen? ¿Dónde estás? Creí que habías podido escaparte.

– Casi lo consigo, Mitch. Por unos minutos, maldita sea. Oye, tienes que ayudarme. Estoy encerrado en el sótano, en uno de los vestuarios. El ordenador se ha vuelto loco y ha bloqueado todas las puñeteras puertas. Me estoy muriendo de sed aquí dentro.

– ¿Cómo sabías que estaba en el pozo de ventilación?

– No lo sabía. Me he pasado las últimas veinticuatro horas llamando a esos teléfonos. Son los únicos que funcionan. Ya casi había perdido la esperanza de que contestara alguien, ¿sabes? Creí que me iba a quedar aquí todo el fin de semana. No sabes cómo me alegro de oír tu voz. Pero dime, ¿qué estás haciendo ahí?

La voz era exactamente igual que la de Allen Grabel, pero Mitch seguía desconfiando.

– Estamos todos encerrados, Allen. El ordenador se ha vuelto loco. Y han muerto varias personas.

– ¿Qué? ¿Estás de broma? ¡Dios santo!

– Tardamos en comprenderlo pero, bueno, me temo que todos creíamos que el culpable eras tú -reconoció Mitch.

– ¿Yo? ¿Y por qué coño creíais eso?

– ¿Te extraña? ¿Después de lo que dijiste de que ibas a joder a Richardson y a su edificio?

– Vaya cogorza debía tener, ¿eh?

– Ya lo creo.

– Bueno, pues ya he tenido tiempo de que se me pase.

– Me alegro de volverte a oír, Allen. -Mitch hizo una pausa-. Es decir, si eres verdaderamente tú.

– Pero ¿qué dices? Pues claro que soy yo. ¿Quién coño iba a ser? ¿Te pasa algo, Mitch?

– Tengo que ser prudente, sólo eso. El ordenador actúa con mucha malicia. ¿Puedes decirme tu fecha de nacimiento?

– Claro, 5 de abril de 1956. En mi cumpleaños viniste a cenar a casa, ¿recuerdas?

Mitch maldijo para sus adentros. Ismael sabría eso: tenía el archivo personal de Grabel y su agenda en el disco duro. Debía pensar en algo que no estuviera en los archivos. Pero ¿en qué? ¿Hasta qué punto conocía verdaderamente a Grabel? Quizá no muy bien, a juzgar por lo que le había pasado.

– ¿Sigues ahí, Mitch?

– Aquí sigo. Pero tengo que pensar en una pregunta que sólo el verdadero Allen Grabel podría contestar.

– ¿Y si yo te dijera algo de ti que sólo tú supieras?

– No, un momento. Creo que tengo algo. ¿Crees en Dios, Allen?

Grabel soltó una carcajada.

– Pero ¿qué clase de pregunta es ésa?

– Allen Grabel sabría contestar.

Mitch sabía que Grabel, judío, también era agnóstico.

– Conque sí, ¿eh? Mitch, eres un tío muy raro, ¿sabes? ¿Que si creo en Dios? Es una pregunta difícil. Bueno, vamos a ver. -Hizo una pausa-. Pienso que si de mi finitud deduzco que no soy el Todo, y de mi imperfección que no soy perfecto, podría decirse que el infinito y la perfección existen, porque la infinitud y la perfección están implícitas, como correlatos, en mis ideas de imperfección y finitud. De manera que podría afirmarse que Dios existe. Sí, Mitch, creo que existe.

– Muy interesante -comentó Mitch-. Pero sabes, a una pregunta tan compleja se suele dar una respuesta muy sencilla.

Mitch soltó el teléfono de servicio y siguió bajando, sólo que mucho más rápido que antes, consciente de que, por lo que fuese, Ismael había querido entretenerlo. Era hora de salir del pozo… y rápido.

– ¡Mitch! -gritó la voz por el teléfono-. ¡No me dejes aquí, por favor!

Pero Mitch ya había quitado los pies de los peldaños y, apretándolos contra los lados de la escalera, recorrió los últimos quince o veinte metros deslizándose como un bombero al oír la llamada de emergencia, mientras los sensores encendían las bombillas en rápida sucesión y él se alejaba del teléfono, bajando cada vez más deprisa. Al pasar por la segunda planta, volvió a agarrarse a la escalera, bajó rápidamente los últimos peldaños y, tras embestir con el hombro contra la puerta del pozo, se derrumbó en el suelo del local técnico de la primera planta. Se le enredó el pie en uno de los muchos cables del pozo y por un breve instante, mientras agitaba la pierna para liberarse, pensó que el cable le había atrapado como el tentáculo de un pulpo gigantesco. Avanzó a gatas por el suelo, apartándose del pozo y, apoyado contra un armario, esperó a recobrar el aliento y la calma.

– Joder, ¿cómo lo has hecho? -preguntó en voz alta, casi con reverencia-. ¿Cómo has imitado la voz de Grabel? ¡Pero si hasta la risa parecía la suya, coño!

Luego comprendió cómo podría haberlo hecho. En algún momento, el ordenador había tomado muestras de la voz de Grabel, convirtiendo cada una de ellas en un número binario que posteriormente podía grabarse como una serie de impulsos. ¿Suficiente para una conversación entera? ¿Y teológica, por añadidura? Era fantástico. Si Ismael era capaz de eso, entonces podía hacer cualquier cosa.

Cualquier cosa, quizá no. Mitch se dijo que, al fin y al cabo, seguía vivo. Entonces, ¿por qué lo había hecho? No para divertirle a él, en todo caso.

Se incorporó, volvió a la puerta abierta del pozo de ventilación y asomó cautelosamente la cabeza. No parecía distinto de antes. Y, sin embargo, había algo. Algo que presentía en la médula de los huesos. Esperaba no tener que subir de nuevo para averiguar lo que Ismael le había preparado.

Se dirigió hacia las luces del atrio. Caminaba con sigilo, medio esperando que se abriera una puerta para encontrarse ante otra sorpresa del ordenador. Llegó al borde de la galería y se asomó por encima de la balaustrada para ver la distancia por la que debería deslizarse a lo largo del tirante.

Había calculado unos cinco metros, pero ahora veía que eran casi diez. No tuvo en cuenta que entre la planta baja y el primer nivel había doble altura. El descenso por el tirante podía resultar bastante brusco. Y llegar a él tampoco iba a ser nada fácil.

Se dirigió al borde de la galería, pasó la pierna sobre la balaustrada y puso el pie en el travesaño que salía de la enorme columna de sostén que llegaba al techo. El tirante salía del otro lado de la columna, y llegaba al suelo formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Cruzó el travesaño como un funámbulo y, rodeando la columna con una pierna y un brazo, fue tanteando para encontrar la continuación del travesaño al otro lado, por encima del tirante. La columna era ancha, aunque quizá no demasiado. Estirando la pierna buscó un saliente donde apoyar el pie y dar la vuelta. Al cabo de unos momentos lamentó que se le hubiera ocurrido aquello. Estaba claro que para llegar al otro lado tenía que abandonar por completo la seguridad del travesaño y meter el borde del zapato en el centímetro de grieta que se abría entre la juntura de una sección de la columna y la siguiente. Sería imposible volver atrás. No era mucho margen para arriesgar la vida. Una vez, cuando escalaba un acantilado frente al mar en sus tiempos de boy-scout, se había caído quizá sólo a la mitad de aquella altura y se había roto varios huesos. Guardaba un recuerdo muy vivo de la sensación de chocar contra las rocas y, ya inconsciente, de estar muerto. Sabía la suerte que había tenido entonces, y no pensaba tener tanta la segunda vez.

Tomando impulso, se apartó del travesaño y, agarrándose fuerte a la columna, como una mosca humana, fue avanzando centímetro a centímetro con el borde de los zapatos metidos en la minúscula fisura. No tardó más de un minuto, pero tuvo la impresión de que se había pasado toda la vida pegado a la columna y de que nunca llegaría a la otra parte.

Vista su situación de desventaja, Beech se decidió por un juego cerrado, con una apertura poco convencional, peón de f2 a f4, renunciando de momento a cualquier iniciativa. Desde el punto de vista de la simple aritmética, sabía que era mejor peón de e2 a e4, porque así despejaba cuatro escaques para la reina, pero al mismo tiempo dejaba un peón indefenso y Beech consideró que eso podría convertirse fácilmente en una fuente de problemas. Pensó, además, que Ismael conocería todos los análisis existentes sobre el juego abierto a partir de e2-e4. El hecho de que él jugase con exagerada prudencia no tenía, en su opinión, nada de extraño. Pero sí le pareció raro que Ismael demostrara una cautela semejante jugando con negras. Al cabo de veinte movimientos, Beech se sintió más que satisfecho con su posición. Al menos no sufriría una derrota en toda regla.