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– ¿Qué tal está? -preguntó Jenny a Curtis.

Willis Ellery yacía con el pálido rostro vuelto hacia la pared, y sólo algún esporádico acceso de tos confirmaba que aún estaba vivo.

– Se pondrá bien, creo.

Jenny miró el reloj y luego el walkie-talkie que tenía en las manos.

– Casi ha pasado una hora -comentó.

– Nos quedan diez -murmuró Beech.

– Supongo que tardará más de lo que pensaba. Pero lo conseguirá, ya verá.

– Espero que tenga razón.

Marty Birnbaum, que tenía apoyada la cabeza en los antebrazos, alzó la vista, observó un momento a Bob Beech con ojos vidriosos y luego se inclinó hacia Curtis.

– Inspector -musitó.

– ¿Qué ocurre?

– Algo horrible.

– ¿Qué?

Birnbaum se pasó nerviosamente la mano por el rostro sin afeitar y se dio unos golpecitos en un lado de la nariz.

– Beech -explicó-. Bob Beech está ahí sentado, jugando al ajedrez. ¿Y sabe con quién juega?

– Con el ordenador. ¿Y qué?

– No, no juega con el ordenador. Eso es precisamente lo que quería decirle. -Birnbaum cogió su copa de vino vacía y se quedó mirándola-. Antes no me lo creía. Pero ahora que llevo pensándolo un rato, me doy cuenta de que ella sólo pretende hacernos creer que Beech está jugando con el ordenador.

– ¿Quién es ella?

– La Muerte. Beech está jugando al ajedrez con la Muerte.

– ¿Quién es ahora el supersticioso? -dijo Helen en tono desdeñoso.

– No, en serio. Estoy seguro.

Curtis cogió del suelo una botella de vino vacía y la puso en la mesa. Inmediatamente, Birnbaum la volcó sobre la copa.

– ¿Cuánto ha bebido? -preguntó Curtis.

Birnbaum miró la copa vacía con aire vacilante, tosió y sacudió la cabeza.

– No se preocupe de eso. Escúcheme. He cambiado de opinión. Y creo que usted tiene razón. Tenemos que escapar de aquí. Se me ha ocurrido que… -Volvió a toser-. Mientras Beech tiene distraída a la Muerte, bueno, pues que es el mejor momento de escapar. Me parece que los dos están tan ocupados con el juego que ni siquiera…

Curtis tosió también. El aire empezaba a cobrar un sabor metálico. Tratando inútilmente de respirar una bocanada de aire puro, volvió a toser y observó que Ellery estaba ahora tendido de espaldas con una burbuja de mucosidad entre los labios. Se hincó de rodillas, miró con atención el borde de una sección de la moqueta y la arrancó con las manos.

– ¡Gas! -gritó-. ¡Todo el mundo fuera!

Salía humo del panel de acceso situado en el centro de la estancia. Curtis lo abrió y apareció algo casi orgánico, como las venas, arterias y fibras nerviosas de un cadáver diseccionado: miles de kilómetros de cables de cobre que conducían la información por toda la Parrilla. En una sala de ordenadores o en una base militar, los cables de datos se habrían revestido de un material especial de combustión lenta con escasa capacidad fumígera. O con un revestimiento no halógeno. Pero como la sala del consejo de administración de la Parrilla no se había definido como zona de alto riesgo de incendio, los cables estaban guarnecidos con un material corriente de cloruro de polivinilo, y el humo emanado de este material, debido a las temperaturas sumamente altas que Ismael había generado en los cables de cobre, estaba compuesto de gases tóxicos.

Curtis buscó un extintor con la mirada. Al no ver ninguno, cogió a Ellery por las axilas y empezó a tirar de él.

Jenny, Helen y Birnbaum se precipitaron hacia la puerta, medio asfixiados ya por las emanaciones que se dispersaban con rapidez, pero Beech parecía dispuesto a quedarse sentado frente al ordenador.

– Pero ¿está loco? -gritó Curtis, tosiendo-. ¡Lárguese ahora mismo de aquí, Beech!

Casi de mala gana, Beech se levantó tambaleante de la silla. Convulso por un acceso de tos, salió con los demás al pasillo, adonde Ray y Joan Richardson ya habían escapado de las mismas emanaciones surgidas bajo el suelo de la cocina.

– A la galería -dijo Curtis-. El aire será mejor cerca del atrio.

Beech ayudó a Curtis a arrastrar a Ellery a la parte de la balaustrada por donde David Arnon se había precipitado hacia la muerte. Permanecieron allí un momento, tosiendo, dando arcadas y escupiendo hacia el atrio.

– ¿Qué coño ha pasado? -preguntó Joan, tratando de respirar.

– Ismael debe haber recalentado los cables de datos que van por el suelo para que soltaran un gas halógeno ácido -explicó Richardson-, pero no sé cómo.

– ¿Sigue pensando que sobreviviremos al fin de semana? -le dijo Curtis.

Se enjugó las lágrimas de los ojos y se arrodilló junto al herido. Ellery ya no respiraba. Curtis se inclinó y aplicó la oreja junto a su corazón. Esta vez no había manera de revivirlo.

– Willis Ellery ha muerto -anunció al cabo de una larga pausa-. Estaba tumbado en el suelo. El pobrecillo debe haber respirado esa cosa más tiempo que los demás.

– ¡Dios mío, espero que Mitch esté bien! -rogó Jenny, y miró ansiosamente por encima de la combada barandilla.

Pero no había señales de él.

Mitch se soltó del tirante y cayó al suelo.

Mientras rodeaba el árbol para dirigirse a la recepción holográfica, vio lo que quedaba de David Arnon. Apenas reconocible, yacía sobre la sangrienta mesa, empalado en la pata rota como un vampiro en una desagradable película de terror, y, con las largas piernas abiertas y dobladas, parecía un espantapájaros derrumbado.

De qué extraña forma se reaccionaba ante las cosas, pensó Mitch mientras permanecía junto a su viejo amigo, con una breve plegaria en el corazón y deseando que al menos hubiese algún medio de cubrirlo. En qué cosas tan raras se fijaba uno: Arnon estaba cubierto de sangre coagulada, pero, a su alrededor, el suelo de mármol blanco no tenía ni una mancha, casi como si acabaran de fregarlo. Unos metros más allá, despatarrado sobre la tapa del piano Disklavier, estaba Irving Dukes, con la cabeza colgando sobre las cuerdas y los ojos abiertos, aún enrojecidos por el veneno.

Mitch buscó el walkie-talkie y vio que Dukes lo llevaba a la cintura, junto con la pistola y la linterna. Cuando intentaba desabrocharle el cinturón, se inclinó sobre las teclas del piano, reducidas al silencio, y, horrorizado, retrocedió de un salto al ver que rezumaban sangre. Tardó unos momentos en comprender que la sangre de la tremenda herida en la nuca de Dukes había caído a la caja del piano y corría entre las teclas en cuanto él las tocó. Se limpió los dedos en los pantalones del muerto y, sin hacer caso de la sangre que ahora chorreaba del teclado, le quitó rápidamente el cinturón al cadáver.

– Espero que no se haya estropeado -dijo mientras examinaba el walkie-talkie.

Apretó el botón de llamada.

– Soy Mitch. Adelante planta veintiuno. Cierro.

Hubo un momentáneo silencio y luego oyó la voz de Jenny.

– ¿Mitch? ¿Estás bien?

– La bajada ha sido más difícil de lo que pensaba. ¿Cómo van las cosas?

Jenny le explicó lo del gas y le comunicó la muerte de Willis Ellery.

– Hemos salido a la galería, hasta que se renueve el aire. Si miras hacia arriba, podrás verme.

Mitch se dirigió al otro lado del atrio y alzó la vista. Apenas distinguió a Jenny. Agitaba los brazos. Él le devolvió el saludo sin mucho entusiasmo. Willis Ellery estaba muerto.