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– ¿Mitch? -De pronto había urgencia en su voz-. Hay algo que está atravesando el atrio. Va derecho hacia ti. ¡Mitch!

Mitch dio media vuelta.

El robot de la limpieza venía lanzado hacia él.

El mármol es uno de los materiales más fáciles de mantener. La belleza de la blanca piedra puede realzarse aplicando una buena cera de silicona, aunque hay que tener cuidado para no dejar cercos. Y por eso existía SAM, el robot semiautónomo micromotorizado para limpieza de superficies: el aparato de mantenimiento más perfeccionado del mundo para suelos de mármol, concebido para hacer frente a cualquier contingencia, del aceite a los zumos de cítricos, al vinagre y a otros líquidos ligeramente ácidos. SAM tenía el peso y las dimensiones de un frigorífico mediano, y forma de pirámide. Propulsado por treinta micromotores rodeados de silicio, la máquina era prácticamente una microplaqueta de semiconductor con ruedas, con un circuito de dieciocho ordenadores, cincuenta sensores distintos para detectar obstáculos y una cámara de infrarrojos para buscar el polvo. SAM no debía desplazarse a más de kilómetro y medio por hora, pero embistió a Mitch en el tobillo a más de veinte. El impacto lo lanzó por los aires.

Mientras volaba sobre el vértice del robot piramidal, Mitch recordó el brillante suelo en torno al cadáver de Arnon y, antes de aterrizar en el mármol, se dijo que debía haber pensado en SAM. Todo dolorido, intentaba levantarse cuando la máquina volvió a golpearle, esta vez en la rodilla. Con un aullido de dolor, cayó hacia atrás abrazándose la pierna.

A la distancia suficiente para darse impulso y lanzar otro temible ataque, el robot giró en redondo sobre su estrecho eje y, una vez más, aceleró.

Mitch desenfundó la pistola de Dukes, apuntó al centro de la pirámide electrónica, disparó y acertó varias veces. Pero si el SAM había sufrido averías, no las acusó, y Mitch se vio proyectado hacia el estanque vacío al pie del árbol. Agradeciendo la sugerencia, se encaramó al pequeño muro para ponerse a salvo. SAM patrulló durante unos momentos el perímetro del estanque y luego se puso a limpiar la sangre que había chorreado del piano.

– ¿Mitch? -Era Curtis, que hablaba por el walkie-talkie-. ¿Está bien?

– Algunas magulladuras. -Se bajó el calcetín para examinarse el tobillo, que ya se estaba poniendo morado-. Pero no creo que corra más que esa cosa. Le he pegado un par de tiros, pero ni siquiera ha aflojado la marcha. Ahora se ha puesto a fregar el jodido suelo.

– Eso está bien. Que haga lo que tiene que hacer.

– Bueno, y, entre tanto, ¿qué hacemos?

– Poner en práctica una idea que se me ha ocurrido. Vamos a bombardear al hijo de puta ese.

– ¿Cómo?

– Dejaremos caer algo que ensucie el suelo. Y cuando esté debajo de nosotros, le soltamos un bombazo. Lanzaremos algo muy pesado.

– Puede que dé resultado.

– Agache la cabeza, amigo -dijo Curtis, con una risita ahogada-. Le avisaré cuando tengamos preparado el pepinazo.

– Creo que ya sé lo que podemos utilizar -anunció Helen. Los condujo a un cuarto cerca de los ascensores donde un objeto solitario aguardaba en un carrito su destino final.

La cabeza del Buda medía un metro de altura. Era lo único que quedaba de una milenaria estatua de bronce, que debía de haber sido enorme, de la dinastía Tang. Curtis cogió la usnisa, la protuberancia en lo alto de la cabeza del Buda que indicaba el acceso a la suprema sabiduría, y removió suavemente el objeto.

– Tiene razón -le dijo a Helen-. Es perfecto. Debe de pesar cien kilos.

Joan sacudió la cabeza, horrorizada. No sabía qué parte de su ser se sentía más ofendida: la budista o la amante del arte.

– ¡No, no pueden hacerlo! ¡Eso no tiene precio! ¡Díselo, Jenny! ¡Es un objeto sagrado!

– Estrictamente hablando -repuso Jenny-, budismo y taoísmo son dos cosas diametralmente opuestas. No veo nada malo en ello, Joan.

– Ray, díselo.

Richardson se encogió de hombros.

– Yo digo que utilicemos ese Buda para liquidar al robot antes de que el robot liquide a Mitch.

Empujaron el carrito con la estatua hacia la galería y, mientras Curtis y Richardson situaban la cabeza un poco más allá del sitio por donde se había desplomado Arnon, Jenny se dirigió a la cocina, donde el aire ya era respirable, a buscar algo para ensuciar el pulido suelo del robot. Cebo para la bomba, como decía Curtis. Volvió con un par de botellas de ketchup.

– Esto cabreará mucho a esa cosa -anunció.

Mitch vio que el robot daba media vuelta, apartándose del limpio suelo bajo el piano, y enfocaba la cámara hacia el estallido de cristal y ketchup sobre el mármol inmaculado. Se dirigió inmediatamente hacia la nueva mancha, inspeccionando el contorno de la gran tarea de limpieza que le aguardaba.

– Esperad mi señal -dijo Mitch-. Todavía está al borde de la mancha. Dejaremos que el cabrón esté bien en el centro para que podáis acertarle de lleno.

Pero el robot permaneció al borde de la mancha, como si recelase alguna trampa.

– ¿Qué hace? -preguntó Jenny.

– Me parece que…

De pronto, el robot aceleró hacia el centro de la extensa salpicadura de ketchup y Mitch gritó:

– ¡Ahora! ¡Tiradlo ya!

La cabeza del Buda pareció tardar una eternidad en llegar al suelo. Como colgada de hilos invisibles, apenas moviéndose en el aire, cayó con serenidad, como instando a la tierra a ser testigo del acontecimiento decisivo de su último viaje, hasta que, con un tremendo impacto, se estrelló sobre el robot SAM y lo convirtió en una lluvia de metal y plástico.

Mitch se agachó bajo el muro del estanque para protegerse de los restos que volaban por encima de su cabeza. Cuando volvió a mirar, el robot había desaparecido.

En cuanto el aire de la sala de juntas volvió a ser perfectamente respirable, Bob Beech anunció que quería volver al ordenador para seguir sondeando las intenciones de Ismael.

Curtis intentó disuadirle.

– ¿Va a volver ahí dentro? ¿A jugar al ajedrez?

– Mi posición es mejor de lo que había pensado. El juego de Ismael me parece un tanto vacilante. Sí, de eso estoy seguro.

– Suponga que Ismael prepara otra jugadita como la de antes. Imagínese que le ataca con gases. Y, entonces, ¿qué? ¿Ha pensado en eso?

– Mire, creo que en realidad sólo quería matar a Willis Ellery.

– ¿Y eso le parece bien?

– No, claro que no. Lo único que digo es que no me pasará nada mientras siga jugando con él. Además…, no creo que lo entienda.

– Pruebe -le desafió Curtis.

– Es algo más que un juego. Yo he creado a ese monstruo, Curtis. Si tiene alma, me parece que tengo derecho a conocerla. Al creador le gustaría hablar con su criatura, si lo prefiere. Al fin y al cabo, soy yo quien ha sacado a Ismael de las tinieblas. Pese a todo lo que ha hecho, no puedo considerarlo mi enemigo. Quiero que Ismael me hable, que se explique. Podemos establecer un diálogo. A lo mejor encuentro la manera de desarmar la bomba de relojería.

Curtis se encogió de hombros.

– Allá usted.

Cuando Beech se sentó de nuevo frente a la pantalla, el cuaternio se volvió hacia él. Luego se inclinó, como saludando la continuación de la partida. Aunque había memorizado el tablero y ya sabía el movimiento que iba a hacer, Beech estudió las piezas durante unos momentos. Tenía la impresión de que Ismael había cometido un error.

Pulsó el ratón, moviendo el rey a b1.

Se alegraba de que los demás tuviesen miedo de volver. Ahora tendría ocasión de estar a solas con su Prometeo electrónico. Además, tenía su propia lista de prioridades para presentar a su criatura.

La cabeza estaba hueca, como un gigantesco huevo de chocolate: el rostro se había desprendido en un solo trozo. Mitch vio que, por la otra cara del metal, se reconocían con todo detalle los labios y los ojos del Buda. Echó a andar, cojeando, entre los revueltos restos del Buda y del robot SAM, preguntándose cuál sería la premonición del feng shui por haber profanado la imagen del mayor santo de Extremo Oriente.