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Tras el mostrador en forma de herradura, de cerámica resistente al calor, no había ni rastro del holograma de Kelly Pendry. Mitch casi sintió alivio. Al menos no tendría que soportar su incansable jovialidad. Pero el holograma debía activarse cada vez que alguien penetraba en el plano inclinado que limitaba el ámbito de interacción de Kelly Pendry. Si el holograma no funcionaba, la puerta de entrada tenía que estar abierta.

– Demasiada suerte -dijo en alta voz, pero siguió hasta la puerta de todos modos, para asegurarse.

Seguía cerrada. Apoyó la nariz en el cristal tintado, tratando de ver si había alguien en la plaza, pero convencido de que no era probable. Apenas distinguió los bloques hidráulicos del Pavimento Disuasorio, que formaban altibajos para mantener a la gente alejada de la plaza. Un par de veces vio pasar las destellantes luces de un coche patrulla por Hope Street, y aquello fue suficiente para que empezara a golpear la puerta con la palma de la mano, al tiempo que daba gritos de auxilio. Pero sabía que era una pérdida de tiempo. El panel de vidrio apenas se estremecía bajo sus puños. Era igual que golpear un muro de hormigón.

– ¿Mitch? -graznó el walkie-talkie-. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre? -Era Jenny otra vez-. Te he oído gritar.

– No es nada -contestó él-. He perdido un momento la cabeza, eso es todo. Supongo que ha sido el hecho de estar cerca de la puerta. -Tras lo cual, en tono optimista, añadió-: Te llamaré cuando haga funcionar el láser.

Volvió a colocar el aparato en el cinturón de Dukes y regresó al mostrador, preguntándose si realmente sabía lo que se hacía.

Su experiencia con aparatos de láser era escasa, por no decir nula. Quizá tuviese razón Ray Richardson. Era bastante probable que sólo consiguiera quedarse ciego. O algo peor. Pero ¿qué podía hacer, si no?

En aquel momento se llevó tal susto, que el corazón le saltó dentro de la caja torácica igual que si fuera un salmón que ascendiera por el curso de un río para desovar.

Detrás del mostrador, en lugar de la empalagosa presentadora de Buenos días, América, había un monstruo escapado de alguna pesadilla futurista, una bestia de piel gris, doble mandíbula y cola de dragón, con baba holográfica y jadeo estereofónico. Desde sus dos metros de estatura, el engendro miraba a Mitch con ojos hostiles extendiendo de un modo muy sugestivo sus mandíbulas retráctiles. Mitch retrocedió del mostrador como impulsado por un resorte.

– ¡Santo cielo! -exclamó.

Sabía que sólo era un holograma: tres series de ondas luminosas difractadas formaban una imagen en tiempo real que le parecía haber visto, aunque no en una película. Entonces lo recordó. Era el Demonio Paralelo, la criatura decisiva del juego de ordenador con que el hijo de Aidan Kenny había jugado en la sala de informática. ¿Cómo se llamaba? ¿Fuga de la fortaleza? Ismael debió de haberlo copiado del archivo de edición del juego, que permitía al jugador crear sus propios monstruos.

Mitch sabía que harían bien en escapar de aquella fortaleza urbana. Y también que aquella réplica del Demonio Paralelo no podía hacerle daño, pero tardó unos minutos en hacer acopio de valor para aproximarse.

– Estás perdiendo el tiempo, Ismael -dijo, sin mucha convicción-. No te va a dar resultado. No me asustas, ¿entiendes?

Pero se sentía incapaz de dar un paso más. De pronto, el monstruo se lanzó hacia él, buscándole la garganta con las dobles mandíbulas. Pese a lo que acababa de decir, Mitch saltó rápidamente a un lado.

– Muy realista, desde luego -admitió, tragando saliva-, pero no me lo trago.

Respiró hondo, apretó los puños y, haciendo lo posible por olvidarse del holograma, se encaminó derecho al mostrador, jadeando cuando el demonio le clavó las aceradas puntas que le brotaban de los enormes nudillos. Por un breve instante creyó que había cometido un error, tan convincente era la visión del puño de la criatura atravesándole el esternón. Pero se tranquilizó ante la ausencia de sangre y dolor. Haciendo esfuerzos por no hacer caso del monstruo, se agachó bajo el mostrador para buscar las gafas infrarrojas. Las encontró en un cajón junto con un manual de la McDonnell-Douglas.

El monstruo desapareció.

– No ha estado mal, Ismael -dijo Mitch.

Se puso las gafas y abrió el mostrador. Detrás de la puerta había un armario de acero negro que albergaba la columna de amplificación del láser.

PELIGRO. NO ABRIR ESTE ARMARIO

CONTIENE LÁSER DE ITRIO, ALUMINIO Y GRANATE CON

BOMBEO DE DIODO DE NEODIMIO EN ESTADO SÓLIDO Y

UN DISPOSITIVO DE OBTURACIÓN Q. SÓLO EL PERSONAL

AUTORIZADO DE LA EMPRESA MCDONNELL-DOUGLAS

PUEDE PROCEDER A LA INSPECCIÓN Y MANTENIMIENTO

DE ESTE APARATO.

ATENCIÓN: UTILIZAR PROTECCIÓN OCULAR CAPAZ DE

BLOQUEAR UNA LONGITUD DE ONDA DE 1,064 MICRÓME-

TROS EN EL INFRARROJO CERCANO.

Mitch comprobó las gafas para asegurarse de que impedían completamente el paso de la luz: en el láser, lo que cegaba era la luz invisible. Luego abrió la puerta del armario. Nunca había visto un aparato de láser, salvo los pequeños que funcionaban como un radar y utilizaban en la oficina para hacer alineaciones, medir distancias y determinar corrientes de aire, pero, cotejando la disposición interna del armario del holograma con el manual de la McDonnell-Douglas, Mitch logró reconocer el tubo de plástico transparente que contenía la barra de itrio, aluminio y granate. Era difícil consultar el manual con las gafas oscuras, pero, aunque el rayo láser se proyectaba a través de una manga metálica que unía el mostrador a la fuente de la imagen en tiempo real -la parte que Ismael controlaba-, resistió la tentación de quitárselas. Tardó varios minutos en localizar y desconectar el botón que activaba el dispositivo Q -un obturador óptico rígido, normalmente opaco, que se volvía transparente mediante la aplicación de un impulso eléctrico-. El aparato ya no podía emitir rayos láser y, por tanto, no se producirían más hologramas hasta que el obturador fuese activado de nuevo.

Mitch emitió un suspiro de alivio y se quitó las gafas. Ahora sólo tenía que encontrar el medio de apuntar el láser en la otra dirección, hacia la puerta principal.

Richardson y Curtis llevaron el cadáver de Ellery a un despacho vacío, lo depositaron en el suelo y le cubrieron el rostro con su chaqueta.

– Quizá deberíamos traer también a los tres del ascensor -sugirió Curtis.

– ¿Por qué?

De un manotazo, Curtis se espantó una mosca de la cara.

– Por las moscas. Además, ya empiezan a oler. Cada vez que paso por allí es peor.

– No huelen tan mal -aseguró Richardson-. Por lo menos, sólo huele delante del ascensor.

– Si ahora huelen, más tarde será peor, créame. El estado de putrefacción no tarda mucho en presentarse. Por término medio, aparece al cabo de dos días. Menos, con este calor.

En el suelo había unos plásticos para proteger la moqueta. Curtis los recogió.

– Utilizaremos esto. Pero será mejor que antes atranquemos las puertas para que no se cierren. Sólo nos faltaría que Ismael pensara que queremos utilizar el ascensor, ¿eh?

De mala gana, Richardson ayudó a Curtis a sacar de la cabina los ya descongelados y malolientes cadáveres de Dobbs, Bennett y Martinez para trasladarlos al despacho donde habían dejado a Ellery. Cuando terminaron, Curtis cerró firmemente la puerta al salir.