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– Ya está, una cosa hecha -dijo.

Richardson tenía la cara verde.

– Me alegro de que la tarea le haya resultado agradable -comentó.

– Sí, bueno, esperemos que no tengamos que volver ahí dentro. Soy alérgico a ciertos ambientes -dijo Curtis.

– También lo era Willis Ellery.

– No era mal tipo.

– Ahora ya no, desde luego -apostilló Richardson.

Volvieron a la galería, donde, a excepción de Beech, los demás seguían esperando.

– Oiga, siento lo que he dicho antes -le dijo Richardson a Curtis-. Todo lo que he dicho. Usted tenía razón. En lo de tratar de largarnos de aquí. Ahora lo comprendo. En adelante puede contar conmigo, para lo que sea.

Los dos hombres se estrecharon la mano.

– ¿Cree que Mitch podrá conseguirlo? -le preguntó Curtis.

– Me parece bastante improbable -reconoció Richardson-. Creo que se hará la picha un lío con el láser.

Jenny, asomada a la barandilla de la galería para ver a Mitch, lanzó una mirada de reproche al arquitecto.

Curtis asintió gravemente con la cabeza y se volvió hacia Jenny.

– ¿Cómo le va?

– No alcanzo a verle. Pero ha dicho que ha sacado el láser del armario. Volverá a llamar cuando se disponga a dispararlo.

Se sentaron los tres junto a Helen, Joan y Marty Birnbaum, que estaban durmiendo.

– ¿Cuánto tiempo nos queda? -preguntó Jenny.

– Nueve horas -contestó Curtis,

– Eso si uno se cree lo de la bomba de relojería -puntualizó Richardson.

– En vista de todo lo que ha pasado, no podemos permitirnos el lujo de no creerlo.

– Supongo que no.

Marty Birnbaum, que se había despertado, soltó una carcajada.

– Así que al final se trata de mazmorras y dragones -dijo con voz pastosa-. Lo que yo decía.

– Pues hemos echado en falta tu contribución, Marty -observó Richardson-. Igual que un agujero en la puta capa de ozono. Me pregunto si podríamos elegir la próxima víctima. Como si sacrificáramos un peón. Los jugadores de ajedrez llaman a eso un gambito. ¿Qué os parece el gambito Marty Birnbaum?

– ¡Qué cabrón! -masculló Birnbaum-. ¡Muchas gracias!

– ¡No hay de qué, gilipollas!

Mitch volvió a ponerse las gafas y se preparó a disparar el láser.

Separada de su alojamiento bajo el mostrador, la barra del láser seguía unida a los cables eléctricos que activaban una lámpara de bombeo enrollada en torno al tubo refrigerante como un muelle de colchón. Estirando los cables, Mitch pudo apoyar el aparato en el mostrador y apuntar al cristal de la fachada. Como casi era medianoche y el centro de la ciudad estaba prácticamente desierto, Mitch no temía que el rayo láser hiriese a alguien al traspasar los paneles de vidrio de nueve metros y medio de altura que rodeaban la puerta de entrada. Aun así, apuntó bajo, prefiriendo lanzar el rayo mortal hacia el pavimento de la plaza.

Cuando todo le pareció a punto, pulsó el obturador Q y vio que un rayo fino y brillante caía súbitamente sobre el cristal como un relámpago. Luego desconectó el aparato y fue a inspeccionar los efectos del disparo.

Inclinándose frente al cristal, Mitch descubrió un agujero perfecto, no mayor de una moneda, por el que entraba aire fresco. Casi dio un grito de alegría.

Su plan, aunque laborioso, era sencillo. Consistía en practicar una serie de diminutas perforaciones en el vidrio hasta que, a base de golpes, pudiera hacer un agujero lo bastante grande para salir.

Cogió el walkie-talkie y comunicó a Jenny la buena noticia.

– ¡Estupendo! -contestó ella-. Pero ten cuidado. Y deja conectado este aparato, ¿quieres? No soporto que lo tengas apagado. Aunque no pueda verte, por lo menos sé que estás bien.

– Voy a tardar un buen rato -advirtió Mitch, pero de todos modos no desconectó el walkie-talkie.

Movió la barra del láser un poco a la izquierda de donde había apuntado antes y se dispuso a hacer el siguiente agujero.

Esta vez Ismael estaba preparado.

En la fracción de segundo que Mitch tardó en accionar el obturador, Ismael congregó los átomos de plata que quedaban en el vidrio para formar una superficie reflectante que, como un enorme espejo, devolvió directamente el rayo láser hacia su punto de partida.

Con un grito de terror, Mitch se lanzó a un lado, evitando por poco el ardiente rayo luminoso. Pero dio con la frente en el mostrador y, al caer, recibió en la nuca un golpe aún más fuerte contra el suelo de mármol.

Jenny miraba a Curtis, que intentaba comunicarse con Mitch por el walkie-talkie, y, pese al sofocante calor de la Parrilla, sintió un escalofrío. Cuando se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, dejó escapar un largo suspiro.

Curtis pulsó una vez más el botón de llamada.

– ¿Mitch? Responda, por favor.

Hubo un largo silencio.

Curtis se encogió de hombros.

– Estará muy ocupado, probablemente.

Jenny negó con la cabeza y rechazó el walkie-talkie que le ofrecía el inspector.

– Será mejor que lo coja cualquiera de vosotros -dijo.

Joan se hizo cargo del aparato.

– Jenny, es posible que en estos momentos sólo pueda ocuparse del láser.

– No tenéis que fingir para consolarme -repuso Jenny con voz queda-. Todos hemos oído a Mitch. -Tragó saliva con dificultad-. Creo que todos lo sabemos. Mitch no responde porque…

Helen le cogió la mano y se la apretó. Jenny tosió y logró contenerse.

– Estoy bien -aseguró-. Pero creo que deberíamos decidir algo para salir de aquí. Prometí a Mitch que no nos daríamos por vencidos.

– Un momento -terció Birnbaum-. ¿No debería bajar alguno de nosotros por la escalera para ver si Mitch está bien? Podría estar herido.

– Mitch era consciente de los riesgos -repuso Jenny, sorprendiéndose a sí misma-. No creo que le gustara eso. Habría querido que siguiéramos adelante. Que intentáramos salir.

Hubo unos minutos de silencio. Richardson lo rompió.

– La claraboya -dijo con voz firme.

– ¿Qué claraboya?

Richardson alzó la cabeza.

– La que tenemos encima, en el techo. Allá arriba el cristal es más delgado.

– ¿Quieres decir que si rompemos los cristales podremos salir de aquí? -preguntó Helen.

– Claro. ¿Por qué no? Subimos por el pozo de ventilación. Luego utilizamos la escalera móvil y la plataforma desplazable para llegar a la claraboya y de allí pasar al tejado. Es cristal normal y corriente. Silicato de boro precomprimido. Seis o siete milímetros de espesor, todo lo más. El único problema es qué hacemos al salir. La jaula de Faraday se extiende hasta el extremo superior del mástil, así que el walkie-talkie no funcionará. Quizá podríamos hacer señas a un helicóptero o algo así. O atraer la atención con su pistola…, disparando al aire.

Curtis soltó una carcajada.

– ¿Y correr el riesgo de que nos maten a tiros? Últimamente, los pilotos de esos trastos disparan a la menor provocación. Sobre todo desde que se ha puesto de moda tirar al blanco contra ellos desde los tejados. ¿Es que no ve las noticias? Hay un cabrón que hasta les lanza cohetes. La última moda es disparar a las aspas de los helicópteros. Además, gasté toda la munición contra la puerta de los servicios. -Curtis sacudió la cabeza-. ¿Qué hacen los que limpian los cristales? ¿No utilizan un andamio colgado?

– Sí, claro que hay un andamio colgado. Pero tenemos el jodido problema de siempre: Ismael. Imagínese que está subido en el andamio y al cabroncete se le ocurre un jueguecito. ¿Qué pasa entonces?

– Podríamos hacer una fogata en el tejado -sugirió Jenny-. Ya saben, como un faro.

– ¿Con qué? -preguntó Richardson-. Nadie fuma, ¿recuerdas? Y la cocina no funciona.

– Y pensar que tengo en el coche todo lo necesario para hacer fuego -se lamentó Jenny-. Por eso vine ayer. Tenía que celebrar una ceremonia feng shui para ahuyentar del edificio a los malos espíritus. Sólo que…