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– A lo mejor podemos tirar un mensaje -propuso Helen-. Diciendo que estamos atrapados en el tejado. Alguien acabará encontrándolo.

– ¡Ojalá siguieran ahí esos manifestantes! -se lamentó Richardson.

– Vale la pena intentarlo -convino Curtis.

Ahora le tocó sonreír a Richardson.

– Siento aguaros la fiesta, pero olvidáis una cosa, chicos. Esto es una oficina sin papel. Aquí todo se escribe en ordenador. Quizá me equivoque. ¡Ojalá! Pero resultará muy difícil encontrar una hoja de papel. A menos que querráis tirar un portátil a la calle.

– Yo tengo un Vogue -dijo Helen-. Podemos arrancar una hoja y escribir en ella.

Richardson negaba con la cabeza.

– No, en mi opinión sólo cabe hacer una cosa cuando salgamos al tejado.

Curtis fue a hablar con Beech y lo encontró, como antes, frente a Ismael, al otro lado del tablero de ajedrez. En la sala seguía habiendo un fuerte olor a gas.

– Mitch no lo ha logrado -anunció con voz queda.

– Quizá lo hayan matado los cíclopes -sugirió Ismael.

Curtis miró fijamente al cuaternio, al otro lado del tablero.

– ¿Quién ha hablado contigo, so cabrón?

Beech se recostó en el respaldo de la silla y se frotó los cansados ojos.

– ¡Lástima! -comentó-. Mitch era un tío cojonudo.

– Oiga. Vamos a salir de aquí. Tenemos un plan.

– ¿Otro?

– Intentaremos salir por la claraboya.

– Ah. ¿Y a quién se le ha ocurrido esa idea?

– A Richardson. Venga, póngase los zapatos y larguémonos. Si tiene razón en lo de la bomba de relojería, sólo nos quedan unas horas.

Por un momento, el reloj de arena volvió a aparecer en pantalla.

– Les quedan menos de diez horas para ganar la partida o abandonar la zona antes de la explosión atómica -informó Ismael.

Beech negó con la cabeza.

– Yo no voy. He decidido quedarme aquí. Sigo creyendo que puedo ganar tiempo. Y las alturas me dan mareos.

– ¡Venga, Beech! Usted mismo ha dicho que quedarnos de brazos cruzados no sirve de nada.

Ismael avisó de que se comía la reina de Beech con su torre negra y le daba jaque al rey.

– Pero ¿está loco, o qué? ¡Acaba de perder la puta reina! ¡Y le ha dado jaque!

Beech se encogió de hombros y volvió a ponerse frente a la pantalla.

– De todos modos, no es una mala posición. No tanto como podría sugerir ese último movimiento. Ustedes hagan lo que quieran, que yo voy a terminar esta partida.

– ¡El ordenador se lo va a follar vivo! -le advirtió Curtis-. Le hace creer que tiene alguna posibilidad para luego darle el golpe mortal.

– Puede.

– Y aunque le gane de milagro, ¿cómo sabe que Ismael no ejecutará sus planes de incendiar el edificio?

– Porque tengo confianza en él.

– Ésa no es razón. No tiene sentido. Usted mismo ha dicho que era un error atribuir cualidades humanas a una máquina.

¿Cómo puede fiarse de él? -Se encogió de hombros-. En cualquier caso, no me parece razón suficiente. Yo tengo que hacer algo.

Beech pulsó el ratón y se comió la torre negra con el rey.

– Lo comprendo -afirmó.

– Por favor. Cambie de opinión. Venga con nosotros.

– No puedo.

Curtis lanzó a la pantalla una mirada desprovista de optimismo y luego alzó los hombros.

– Pues buena suerte, entonces.

– Gracias, pero ustedes la necesitarán más que yo.

Curtis se detuvo en la puerta de la sala de juntas.

– Si pudiera entenderlo… -dijo con abatimiento-. Ahí sentado. Confiando su vida a un ordenador, como un estudiante alelado. La realidad está en otra parte, amigo mío. No la encontrará mirando una pantalla. Viéndole así parece…, ¡joder, para mí representa usted todo lo que va mal en este puto país!

– Utilice la ametralladora pivotante -recomendó Ismael-, Prepare su defensa.

– Desde luego, lo tendré presente cuando salga de aquí -concluyó Beech.

– Como quiera.

Cuando Curtis se marchó, Beech se concentró de nuevo en la partida.

Se alegraba de que los demás intentaran escapar por el tejado. Las cosas iban mejor de lo que había esperado. Existía una posibilidad de ganar a Ismael al ajedrez; y ya no tendría que explicarles que en aquella partida estaba en juego un salvoconducto para salir del edificio.

Y que aquel salvoconducto estaba a su nombre.

– Alfil come a torre.

En la galería, Marty Birnbaum se encontraba mal. Y el hecho de que nadie pareciese apreciarle empeoraba las cosas. Ray Richardson, su propio socio, le había convertido en el blanco de sus sarcásticas observaciones. Y ahora Joan había empezado a pincharle también. Estaba acostumbrado a los sarcasmos de Richardson. Pero la idea de que las tres mujeres le trataran con desdén era muy difícil de soportar. Finalmente, cuando ya no pudo más, se levantó y anunció que iba a hacer pis.

Richardson sacudió la cabeza.

– No tengas prisa en volver. Odio a los borrachos.

– No estoy borracho, sino alegre -replicó pomposamente Birnbaum-. Tú, en cambio, eres una mierda total y absoluta. Además, parafraseando a sir Winston Churchill, mañana estaré sobrio.

Sintiéndose algo mejor después de haber dicho aquello, Birnbaum giró sobre sus talones y echó a andar por el pasillo sin hacer caso de la cruel carcajada de Richardson.

– Mañana estarás muerto, querrás decir. Pero si sigues con vida y estás sobrio, considérate despedido, borracho asqueroso. Tenía que haberlo hecho hace tiempo.

Birnbaum se preguntó por qué se molestaba en cruzar insultos con Richardson. Tenía una piel de rinoceronte. Esperaba que tuviera que tragarse sus palabras. Sí, eso era. Les demostraría que Mitch no era el único capaz de hacer una heroicidad. Subiría al techo, rompería la claraboya y saldría fuera. ¡Vaya sorpresa que se llevarían cuando viesen que los estaba esperando allá arriba! Entonces no se reirían de él. Además, le hacía falta aire fresco. Tenía la cabeza como llena de algodón. Muy típico de Richardson, eso. Echar la culpa a otro de sus desgracias, cuando el principal responsable era él. Era tan tiránico, que la gente tenía miedo de decirle la verdad, de advertirle de que esto no se podía hacer o que lo otro no estaría listo a tiempo. Richardson era víctima de su propia voluntad nietzscheana. Igual que todos, quizá.

Birnbaum entró en el local técnico y asomó la cabeza por el pozo de ventilación. No parecía que hubiese que subir mucho. Sólo cuatro pisos hasta la plataforma desplazable utilizada para limpiar la claraboya. Por el pozo circulaba aire fresco. Birnbaum respiró hondo un par de veces. Se le aclaró un poco la cabeza. Ya empezaba a sentirse mejor.

Helen, Joan, Jenny, Richardson y Curtis iban por el pasillo.

– Beech no viene -explicó Curtis-. Quiere acabar su partida.

– ¡Está loco! -comentó Richardson.

– ¿Dónde está Marty?

– ¡Ése también está loco!

– ¿No lo esperamos? -preguntó Jenny.

– ¿Por qué? Ese gilipollas de mierda sabe adónde vamos. Hasta Marty sería capaz de subir sin ayuda por una escalera de servicio.

– Usted siempre tiene una palabra amable para todo el mundo, ¿eh? -observó Curtis con una risita, pero la sonrisa se le borró del rostro frente a la puerta del local técnico, donde se detuvo a husmear recelosamente el aire como un sabueso tenaz, con la mano en el pomo y sin decidirse a girarlo.

– ¿Lo huelen? -preguntó-. Se está quemando algo.

– Sardinas chamuscadas -dijo Joan.

Curtis retrocedió y abrió la puerta de una patada.

Marty Birnbaum yacía medio fuera del pozo, con una mano aún sujeta a un peldaño de la escalera electrificada; una voluta de humo, como de cigarro puro, ascendía de uno de sus zapatos que, debido a los clavos del talón y la suela, había ardido unos instantes. Por la posición de su cuerpo y la fija expresión de sus ojos en el rostro ennegrecido, era evidente que Birnbaum estaba muerto. Pero nadie gritó. Ya nada les sorprendía.