– A lo mejor podemos utilizar el sistema en la próxima reunión de proyecto -aventuró Kenny-. La mayor parte del SGE ya está en funcionamiento.
– Buen trabajo, Aid.
– ¿Y qué hay de la seguridad? -inquirió Tony Levine-. Mitch dice que han vuelto esos manifestantes.
– ¿Cómo es que han vuelto? -preguntó Richardson-. Hace seis meses que no los veíamos.
– No son ni la mitad que la última vez -dijo Mitch-. Sólo unos cuantos. Estudiantes en su mayoría. Supongo que es porque acaban de terminar el curso en la universidad.
– Ya sabes, Mitch, si hay problemas, da un telefonazo a Morgan Phillips, al Ayuntamiento. Que haga algo. Me debe un favor.
– No creo que los haya -repuso Mitch, encogiéndose de hombros-. Tenemos agentes de seguridad para ocuparse de esas cosas. Sin hablar del ordenador.
– Si tú lo dices… Muy bien, chicos -concluyó Richardson-. Eso es todo.
La reunión había concluido.
– Oye, Mitch -dijo Kenny-. ¿Vas al centro?
– Dentro de un momento.
– ¿Me llevas a la Parrilla? Tengo el coche en el taller.
Mitch hizo una mueca y miró a Ray Richardson.
Fue el crítico de arquitectura del Los Angeles Times, Sam Hall Kaplan, quien había denominado así al edificio de la Yu Corporation por su estructura de columnas y tirantes paralelos, que recordaba la de un campo de fútbol americano. Mitch sabía que ese apodo irritaba a Richardson.
– Aidan Kenny -dijo Richardson en tono brusco-. No quiero oír que nadie lo llame «Parrilla». Es el edificio Yu, o el edificio de la Yu Corporation, o incluso el número uno de la plaza de Hope Street, y ya está. Aquí nadie debería denigrar de ese modo una obra de Richardson. ¿Está claro?
Consciente de que ya no sólo le escuchaba Aidan Kenny, alzó la voz.
– Eso va para todos. Que nadie llame Parrilla al edificio Yu. Este estudio ha ganado noventa y ocho premios por destacados proyectos arquitectónicos, y estamos orgullosos de nuestros edificios. Mi estilo se basa en la tecnología, como todos sabéis. Sin embargo, podéis estar seguros de que creo que nuestros edificios también son bellos. La belleza y la tecnología no son tan incompatibles como algunos quisieran hacernos creer. Y el que piense otra cosa, no tiene derecho a trabajar aquí. Que quede bien claro. Si oigo a alguien pronunciar la palabra Parrilla, lo despido. Y lo mismo digo de los apodos que alguien pueda ponerles al Kunstzentrum de Berlín, al edificio Yoyogi Park de Tokio, al Museo Bunshaft de Houston, al edificio Thatcher de Londres o a cualquier otro jodido edificio con el que hayamos tenido algo que ver. Espero que haya quedado claro.
Aidan Kenny seguía comentando la reprimenda mientras Mitch conducía en dirección este por Santa Mónica Boulevard. Mitch se alegraba de que Aidan no se lo hubiera tomado demasiado a pecho. Incluso parecía divertido por el incidente.
– El edificio Yoyogi Park -decía-. ¿Cómo lo llaman? Disculpa, ¿cómo lo denigran? Vaya palabreja: denigrar. He tenido que buscarla en el diccionario. Significa hablar mal de algo.
– Vino un artículo sobre eso en Architectural Digest -explicó Mitch-. El Japan Times encargó un sondeo a Gallup para ver lo que pensaba la gente de Tokio. Al parecer, lo llaman Trampolín de Esquí.
– Trampolín de Esquí -repitió Kenny con una risita-. Me gusta. Y es verdad que se parece a un trampolín de esquí, ¿no? ¡Uf! Seguro que le encantó. ¿Y el Bunshaft?
– De ése no tengo noticia. A lo mejor Ray ha visto algo, y no me lo ha dicho.
– Me gustaría saber qué es lo que inspira a ese hijo de puta. A lo mejor es Joan. Tal vez se ata un consolador y se lo mete por el culo. Es lo bastante masculina para hacerlo; por eso la llamo la Dama de Hierro. Podría jugar de defensa en los Steelers.
– Richardson no es el peor arquitecto de Los Ángeles, hay que reconocerlo. Ni mucho menos. Ese premio sería para Morphosis, que se lo ganaría por los pelos a Frank Gehry. Ray puede comportarse como un esquizofrénico paranoico, pero al menos sus edificios son algo. ¿Es que esos tíos creen que hacer los edificios lo más feos posible es una especie de liberación?
– Venga, Mitch -rió burlonamente Kenny-. Ya sabes que en arquitectura la palabra «feo» no tiene significado alguno. Hay vanguardia, vanguardia de la vanguardia y guarda jurado. Hoy día, si quieres darle un aspecto moderno a tu edificio, debes hacer que parezca una penitenciaría del Estado.
– Es curioso que diga eso alguien que tiene un Cadillac Protector.
– ¿Sabes cuántos Protector se vendieron el año pasado en Los Ángeles? Ochenta mil. Fíjate en lo que te digo: dentro de unos años todo el mundo tendrá uno. Incluido tú. Joan Richardson ya lo tiene.
– ¿Y por qué Ray no? Seguro que hay un montón de gente que desearía verle muerto.
– ¿Crees que su Bentley no está blindado? -Kenny sacudió la cabeza-. En Los Ángeles no se vende un coche así sin blindaje. Pero, francamente, prefiero el Protector. Tiene un motor de reserva, por si el primero sufre una avería. Eso ni el Bentley lo tiene.
– ¿Por qué no lo estás utilizando, entonces? Acaban de dártelo.
– No es nada serio. Sólo el ordenador de a bordo.
– ¿Qué le pasa?
– Pues no sé. Mi hijo Michael, que tiene ocho años, no deja de manipularlo. Se imagina que maneja el sistema de armamento del vehículo, o algo así, y ametralla a los demás coches.
– Ojalá… fuese tan fácil -dijo Mitch, frenando bruscamente para evitar la colisión con un Ford marrón que tenía delante. Rechinó los dientes con furia, miró el retrovisor y giró el volante para adelantar.
– Trata de no mirarlo al pasar, Mitch -le recomendó Kenny, nervioso-. Por si acaso, ya sabes… ¿Llevas pistola en el coche?
Abrió la guantera.
– Si el Protector tuviera un sistema de armamento, hoy mismo me compraría uno.
– Ah, sería estupendo, ¿no?
Mitch adelantó al Ford y volvió la cabeza a su acompañante.
– Tranquilo, ¿eh? Aquí no hay pistolas. No tengo armas.
– ¿Que no tienes? ¿Es que eres pacifista?
Aidan Kenny era un individuo corpulento, con gafas de montura metálica, boca grande y viscosa en la que podía caber una hamburguesa entera, y aspecto de pasarse la vida en el sofá delante de la tele. Tenía un aire que a Mitch le recordaba a un príncipe menor del Renacimiento: ojos menudos, demasiado juntos; nariz larga y carnosa, que daba una impresión de sensualidad y desenfreno; y un mentón que, si no llegaba a las proporciones de los Habsburgo, era de un prognatismo acusado y estaba recubierto de una especie de barba rubia y adolescente que parecía haber crecido para dar cierta impresión de madurez. Tenía la piel tan suave y blanca como un rollo de papel higiénico, tal como cabía esperar en una persona que se pasaba la mayor parte del tiempo frente a la pantalla del ordenador.
Torcieron en dirección sur, hacia la Hollywood Freeway.
– Por eso voy a ceder y comprarle unos juegos de ordenador -dijo Kenny-. Ya sabes, esas cosas interactivas en CD-ROM.
– ¿A quién?
– A mi hijo. A ver si así deja de manipularme el ordenador del coche.
– Debe ser el único niño de Los Ángeles que todavía no tiene esos juegos.
– Sí, bueno, es porque sé que causan dependencia. Aún sigo asistiendo a las reuniones de AAJI, Adictos Anónimos de Juegos Informáticos.
Mitch lanzó otra mirada de soslayo a su colega. Era fácil imaginárselo a altas horas de la noche jugando a algún juego fantástico. Pero Aidan Kenny no era ningún retrasado mental. Antes de establecer una empresa de SGE, que Richardson acabó comprando por varios millones de dólares, Kenny había trabajado con el departamento de inteligencia artificial de la Universidad de Stanford. Había que reconocer otra cualidad de Ray Richardson: sólo contrataba a los mejores. Aunque no supiera conservarlos.