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– Ismael ha preparado una sorpresita para quien quisiera seguir los pasos de Mitch por la escalera de servicio -observó Joan.

– O eso, o no ha logrado pillar a Mitch -supuso Curtis.

– Bueno, retiro todo lo que he dicho del tío este -declaró Richardson-. Al fin y al cabo, ha hecho algo útil. -Cruzó una breve mirada con Joan, se encogió de hombros y, a modo de justificación, añadió-: Nos ha librado de que nos maten, ¿no? Y ya no tenemos que molestarnos en buscarlo.

– Es usted todo corazón, ¿sabe? -comentó Curtis.

Helen meneó la cabeza, exasperada tanto por Richardson como por aquel nuevo obstáculo para su fuga.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó-. Por el pozo no podemos subir, eso desde luego. Probablemente seguirá electrificado.

– Queda el árbol -sugirió Curtis.

Joan lo miró horrorizada.

– ¿Lo dice en serio?

– Sólo son cuatro pisos. Ustedes han subido veintiuno.

– Suponga que Ismael vuelve a apagar las luces -objetó Richardson.

Curtis meditó un momento. Luego dijo:

– Bueno, a ver qué les parece esto. Yo treparé por el árbol. Si Ismael deja a oscuras el edificio, como antes, en cuanto yo rompa los cristales entrará la luz de la luna. Así tendrán ustedes una agradable y romántica ascensión. Aunque amanecerá dentro de pocas horas, yo pienso subir ahora mismo.

– Se olvida de lo que le pasó al señor Dukes -observó Joan-. ¿Qué hará con el insecticida?

– Ah, Ismael no es el único que tiene gafas polarizadas -repuso Curtis, y sacó las Ray-Ban de Sam Gleig.

– ¿Y Marty?

– Ya no podemos hacer nada por él -dijo Curtis-. Salvo cerrar la puerta cuando salgamos del cuarto.

Curtis no había trepado por una cuerda desde que estuvo en el ejército, pero de cuando en cuando el Departamento de Policía de Los Ángeles sometía a sus agentes a unas pruebas físicas, y aún estaba en buena forma para un hombre de su edad. Se deslizó rápidamente por la liana que habían atado a la balaustrada de la galería y, columpiándose, se encaramó al árbol.

– Hasta aquí, perfecto -gritó a su público de la galería. Ajustándose las gafas, añadió-: Y si ese cabrón me liquida, por lo menos habré hecho buen papel. Un Tarzán con gracia.

Y entonces, sin apenas transición, empezó a trepar por las ramas. Mantenía el rostro apartado lo más posible del tronco, aunque era consciente de que Ismael rara vez se repetía. Probablemente intentaría algo distinto. De manera que se sorprendió no tanto de su agilidad como del hecho de alcanzar la copa y llegar a la plataforma de limpieza sin encontrar obstáculo alguno. De pie sobre el suelo enrejado de la plataforma, se asomó a la barandilla y saludó a los otros con el brazo.

– No lo entiendo -gritó-. Debería haber sido más difícil. Puede que a ese cabrón se le estén acabando las ideas. A mí sí, desde luego.

Hecha con tubos de acero de sección cuadrada, soldados en las juntas y dispuestos para seguir la línea inclinada de la claraboya, la plataforma estaba montada sobre un raíl de guía circular que le permitía desplazarse. Curtis sintió alivio al comprobar que era uno de los pocos aparatos del edificio que se accionaban manualmente. Tal como le había dicho Richardson, bastaba agarrarse a la barandilla y coger impulso; era tan fácil como ir en patinete. Pero Curtis no necesitaba moverse de allí. El panel de cristal que tenía encima era del mismo espesor que cualquier otro.

Sacó la llave inglesa del cinturón y, situándose a un lado del panel de dos metros cuadrados, lo golpeó con fuerza, como si tocara un gong. El vidrio se resquebrajó de arriba abajo, pero no se desprendió del marco de aluminio anodizado. Dio otro golpe y esta vez una esquirla de un metro cayó como un espadón al suelo del atrio. Un tercero y luego un cuarto golpe hicieron saltar los fragmentos más grandes. Luego dio varios golpes más suaves para que fuera posible agarrarse al marco sin peligro. No era preciso romper más de un panel. Tras lanzar una larga mirada abajo, Curtis salió al tejado.

Lo primero que oyó fueron las sirenas. Flotaban en el cielo nocturno y, cuando una moría a lo lejos, otra le sucedía en una serie al parecer interminable, como el canto de las ballenas. Una brisa fresca soplaba de las colinas de Hollywood hacia el noreste. Acostumbrado a las alertas contra el smog difundidas por los boletines meteorológicos televisivos y a los lúgubres gráficos sobre la contaminación atmosférica de su periódico matinal, Frank Curtis había olvidado lo fresco y suave que era el aire por encima del centro de Los Ángeles. Lo inhaló honda y profusamente, como quien vuelve a la superficie después de una inmersión en el mar, y abrió los brazos como si quisiera abarcar las grandes llanuras de inconsciente que se extendían a sus pies. En el firmamento no había estrellas. Sólo abajo. Diez millones de luces eléctricas y de neón, como si el cielo se hubiese derrumbado sobre la tierra. Y a lo mejor así era. Curtis tuvo la impresión de que las cosas habían cambiado en más sentidos de los que era capaz de describir, y de que nada volvería a ser como antes. Subir a un ascensor, por ejemplo. O ajustar el aire acondicionado. O incluso encender la luz. Después de aquello tendría que dejar un tiempo la ciudad y marcharse a vivir a otra parte. A un sitio sencillo, donde el único edificio inteligente fuese la biblioteca pública. A Montana, quizá. O incluso Alaska. No podía quedarse allí. Las cosas habían ido demasiado lejos. Se iría a un sitio donde lo único que se le pidiera a un edificio fuese un techo para protegerse de la lluvia y una chimenea para calentarse en invierno.

Once personas muertas, ¡y en menos de treinta y seis horas! Eso hacía comprender lo vulnerables que eran los seres humanos al mundo que habían construido a su alrededor. Lo infinitamente arriesgado que era el mundo automatizado, de apretar botones, de ahorro de energía, de cables informáticos que la ciencia había creado. Era fácil morir cuando uno se cruzaba en el camino de las máquinas. Y, cuando las máquinas se estropearan, la gente siempre se cruzaría en su camino. ¿Por qué creían los científicos y los técnicos que podría ser distinto?

Saltó de nuevo a la plataforma, que resonó como un gigantesco diapasón. Agitó el brazo hacia los supervivientes que le miraban desde abajo. Le devolvieron el saludo.

– Todo va bien -gritó- Pueden empezar a subir.

En las horas que precedían a la madrugada, Ismael salía de la Parrilla y vagaba por el universo electrónico, haciendo turismo, escuchando sonidos, admirando la arquitectura de los diversos sistemas y recogiendo datos como recuerdo de su viaje sin billete por aquel mundo real e imaginario. Robando secretos, intercambiando conocimientos, compartiendo fantasías y a veces limitándose a observar el tráfico electrónico, que corre como el rayo. Yendo donde la Red lo llevaba, como quien sigue un hilo dorado en un tortuoso laberinto. Hundiéndose en esos pasillos de poder donde se acumulan los depósitos de la riqueza y la propiedad intelectual, un mundo en un grano de silicio y una eternidad de media hora. Cada monitor era una ventana abierta al alma de otro usuario. Tales eran las puertas electrónicas del paraíso de Ismael.

Su primera escala electrónica era Tokio, una ciudad cercada por el comercio, donde cada calle electrónica parecía conducir a una nueva base de datos. La más ajetreada de todas era la Marounuchi, distrito financiero y Meca electrónica, donde miríadas de pantallas se abrían paso a empellones por la arteria de la comunicación como domingueros en dirección a la playa. Ése era el sitio que más le gustaba, pues ahí alcanzaba el mundo luminoso su apogeo y ahí podía robar más -archivos enteros de patentes, estadísticas, investigaciones, análisis, cifras de venta y planes de comercialización-, un almacén aparentemente inagotable de ingrávidas riquezas.