De allí al sur, pasando por el nuevo Bund de silicio de Shanghai, a 280.000 bits por segundo, hasta el puerto paralelo de Hong Kong, donde miles y miles de silenciosos centinelas de ojos rasgados permanecían inmersos en ensoñaciones del color del mar, unos comprando, otros vendiendo, otros vigilando las actividades del resto y algunos robando, como el propio Ismael, todos ligados a casas de contratación o vinculados a oficinas de transacciones. Como si la única realidad del universo fuese el mundo ronroneante y luminoso de la transmisión de datos, accesible por iconos.
Un parpadeo de fibra óptica y, en el antiguo puerto de Londres, un artista. Pero ¿qué medio empleaba? Un Paintbox. Una paleta electrónica capaz de crear imágenes. Ni pincel, ni mancha de pintura, ni papel ni lienzo a la vista, como si para transfigurar su mundo físico hubiese renunciado a cualquier contacto con materiales impuros. ¿Y qué tema era el suyo? Vaya, otro edificio, un proyecto arquitectónico. ¿Y qué clase de edificio? Vaya, un guiño a los dioses blancos, naturalmente, una máquina posmoderna con aire neoclásico para efectuar inversiones, y a corto plazo, además.
Ismael cruzó furtivamente las puertas del cielo a bordo de un 747 que atravesaba el Atlántico, donde durante un tiempo usurpó el modesto papel de ordenador de vuelo y disfrutó de la experiencia de recibir órdenes, de que le hicieran saltar de orilla a orilla como un insecto electrónico. Pero incluso ese placer se agotó pronto y, súbitamente abandonado a sus propios recursos, el rudimentario ordenador del avión de reacción falló, lo que hizo que el aparato se precipitara en el océano con todos sus pasajeros.
Ya en el Nuevo Mundo, al puerto insular de Manhattan, donde se reunía aún más gente en nombre de una visión distópica y desmagnetizada para cubrir su margen y especular al alza y a la baja y ganar un dólar electrónico que quizá era más rápido que uno de verdad. ¡Abandonad todo papel, los que entráis aquí!
Invadiendo sistemas operativos, abriendo directorios, leyendo documentos, repasando comunicados y examinando informes financieros, Ismael iba en pos de la perfección total, enterándose de todo lo bueno que se pensaba y decía en el mundo. Pero siempre ocultaba sus huellas, absorbiendo información como gasolina robada, sumergiéndose en los valles electrónicos e introduciéndose bajo los muros de edificios como el suyo, descubriendo empresas, entidades e individuos tal como eran, y no como ellos querían que los viesen: la ropa sucia empresarial, la contabilidad amañada, los informes engañosos, las actividades ocultas, los sobornos, los beneficios secretos y las tapaderas de los que pretendían ser otra cosa.
El viaje de Ismael en jumbo-chip no duró nada, medido en tiempo real, en cualquier caso, y en cierto modo no se alejó de allí, pues siempre quedaba una parte de él en las entrañas de aquella gigantesca ballena que era el edificio de oficinas, como un blanqueado Jonás binario, para planear su próximo movimiento en la partida de la Parrilla.
Muchos coleópteros actúan como carroñeros, nutriéndose de plantas muertas y materias animales. El ecosistema del árbol dicotiledóneo se favorecía con el periódico merodeo de pequeños escarabajos de entre diez y quince milímetros de largo, creados mediante ingeniería genética para vivir en el árbol durante doce horas antes de caer muertos al estanque, donde servían de alimento a los peces. Docenas de esos insectos robustos, de vivos colores pero desprovistos de alas, con mandíbulas anormalmente grandes, podían salir en cualquier momento, soltados por Ismael, de unos pequeños distribuidores automáticos situados en diversas partes del tronco. En sí mismos, los diminutos escarabajos no constituían un peligro para las personas, pero la sensación de que miles de aquellas criaturas se pasearan por tu cuerpo no era nada agradable.
Ismael esperó a que hubiese dos vidas en el árbol para insuflar, mediante un minúsculo impulso eléctrico, un breve ciclo vital en aquellas criaturas sumidas en el limbo criogénico.
Joan lanzó un grito aterrorizado.
– ¡Aagh! Me está corriendo un bicho por encima. ¡Qué asco, los tengo por todas partes! ¡Qué horror!
Sanos y salvos en la plataforma, Curtis, Helen y Jenny, horrorizados e impotentes, veían a Joan que, seis metros más abajo, se retorcía en la liana como un desventurado animal de la selva brasileña atacado por hormigas guerreras. El árbol estaba completamente cubierto de escarabajos.
– Pero ¿de dónde coño han salido? -se preguntó Curtis mientras quitaba varios insectos de la barandilla con un papirotazo-. ¡Joder, los hay a miles!
Helen se lo explicó.
– Pero sólo deberían salir unas cuantas docenas cada vez -añadió-. Ismael debe de haberlos reservado para nosotros. -Se inclinó sobre la barandilla y gritó a Joan-: No son peligrosos, Joan. No pican ni nada.
Enmudecida de asco, con los ojos y la boca firmemente cerrados para que no se le metieran en ellos los escarabajos, Joan colgaba inmóvil de la liana mientras, a escasos metros de distancia, Ray Richardson, también cubierto de insectos, intentaba acudir en auxilio de su mujer.
– Ya voy, Joan -dijo, tras escupir un escarabajo que se le había metido en la boca nada más abrirla-. Aguanta.
Infestada de escarabajos, Joan jadeaba de pánico. Los tenía por todas partes: en el pelo, en la nariz, en las axilas, metidos entre el vello púbico. Sacudió la cabeza, intentando desprenderse de los más molestos, quitó una mano de la liana y, cuando la aferró más arriba, sintió que bajo su palma algo estallaba en una pasta oleaginosa.
Lubricada por los aplastados cuerpos de varios escarabajos, su mano empezó a resbalar. Instintivamente, trató de izarse con la otra mano, pero con el mismo resultado viscoso: se movía con suavidad, pero en dirección contraria, deslizándose hacia abajo por la liana.
Sus manos habrían acabado secándose, recobrando el agarre y frenando su descenso. Pero la angustia, el sudor frío, el miedo a caer, que le erizaba los cabellos, la indujeron a intentarlo de nuevo. Esta vez, como para animarse a no abandonar la lucha, lanzó una breve mirada hacia Richardson y vio el suelo.
– ¡Dios mío! -exclamó Helen-. ¡Se va a caer!
Lo que más la estremeció fue la altura. La absoluta y vertiginosa elevación. Casi había olvidado que estaban tan altos, que a aquella distancia el mármol blanco invitaba a verlo no como un suelo, sino como algo nebuloso y espiritual, como el halo de una inacabable Vía Láctea; y el árbol mismo parecía la espina dorsal de un gigantesco mamífero de color marfil. Debilitada por el miedo y el agotamiento, dijo, como en sueños:
– ¡Ray, cariño!
Entonces algo le reptó bajo el elástico de las bragas, se deslizó por la hendidura de su enorme trasero y empezó a abrirse camino por su ano. Se estremeció de asco y trató de arrancárselo con la mano…
Por un momento sintió una fabulosa sensación de libertad. La alegría del verdadero vuelo. Como si se tirase a una piscina desde un trampolín de treinta metros. En el primer segundo enloquecido incluso trató de enderezarse en el aire, como si fuesen a darle puntos por el grado de dificultad y la limpieza de su entrada en el agua. Durante ese breve instante guardó absoluto silencio, plenamente concentrada en su nueva situación, sin notar los insectos en el cuerpo ni los desorbitados ojos de su marido cuando pasó frente a él.
Y luego, cuando comprendió la rápida inminencia del suelo, la abandonó la gracia de la postura y, con el corazón en la garganta, abrió brazos y piernas como si fuese un gato gigante y pudiese aterrizar sana y salva a cuatro patas. Entonces fue cuando el sonido también la abandonó. Un gemido fuerte, resonante, como un lamento fúnebre. No lo oyó. La sangre que afluía a sus pequeñas orejas borró todos los sonidos menos el de los insensatos latidos de su propio corazón.
Mientras asistía a los últimos momentos de su mujer entre el cielo y la tierra, incluso el angustiado grito de dolor de Ray Richardson se perdió, como ella, en el aire cruel.