– ¿Yo? ¿Por qué habría de demandarle? Odio a los abogados.
– Se pondrán en contacto con usted, créame. Su mujer le convencerá. Conmoción nerviosa, lo llamarán, o algún rollo por el estilo. Le garantizo que a las setenta y dos horas de volver a casa ya tendrá a un abogado trabajando en su caso. Le cobrará un porcentaje de lo que saque en el juicio, así que, ¿qué tiene que perder?
– Oiga, pero ¿no tiene un seguro? No le pasará nada.
– ¿Seguro? Ya encontrarán un medio de escurrir el bulto. Es lo que suelen hacer. Así son los negocios, Frank. Abogados, compañías de seguros. Todo el edificio está podrido. Como esta asquerosa construcción.
– Bueno, pues para que lo denuncien tiene que estar vivo -dijo Curtis-, y todavía no hemos bajado de esta roca de plata.
Los ingenieros municipales se comunicaron con Olsen por el SMCCE.
– Hemos cortado el circuito de Hope Street que suministra energía al edificio Yu -anunció el encargado del turno de noche-. Ya no debería haber peligro. Cuando quiera restablecer la corriente, comuníquemelo. Y necesitaré algo por escrito para cubrir nuestra responsabilidad.
– El ordenador se lo está enviando por correo electrónico -le informó Olsen.
– Sí, exacto. Ya está llegando.
– Muchas gracias.
Olsen llamó al jefe de operaciones sobre el terreno, que estaba en la plaza frente al edificio Yu.
– Muy bien, escuche. La corriente está cortada. No hay peligro en el edificio. Busque a los supervivientes. Una de las mujeres del helicóptero dice que puede quedar alguien con vida en la planta veintiuno. Se llama Beech.
– ¿Qué hay de los dos hombres de la fachada?
– Un helicóptero los bajará lo antes posible. Pero el edificio desprende bastante calor, lo que provoca turbulencias. Puede que todavía tarden un poco. Uno de ellos es un agente de la Brigada Criminal.
– ¿Brigada Criminal? ¿Y qué coño está haciendo ahí arriba? ¿Trabajos particulares?
– No lo sé, pero confío en que no le den vértigo las alturas.
Un corte de corriente era un acontecimiento relativamente raro en Los Angeles. Normalmente indicaba un desastre importante, como un terremoto o un incendio, o ambas cosas. El generador de emergencia de la Yu Corporation estaba concebido para proteger a la empresa de cualquier interrupción del suministro, de modo que no perdiera datos. Había una unidad estática alimentada por energía solar que proporcionaba diez preciosos minutos de corriente mientras el ordenador ponía en marcha el generador de emergencia.
Un combustible líquido, petróleo puro refinado, que entraba a borbotones en la cámara de combustión de la turbina, tan amarillo como la primera pisada de las mejores uvas blancas, se mezcló con cierto volumen de aire y ardió a presión constante en las entrañas de la Parrilla, como algo infernal, hasta el momento en que el gas caliente y agitado puso en movimiento las palas de la turbina y proporcionó a Ismael, aquel leviatán algorítmico, la energía suficiente para su último acto.
Mitch estaba sentado en una ambulancia mientras le aplicaban un vendaje provisional en el ojo herido.
– Puede perder la visión si no va pronto al hospital -le avisó el enfermero.
– Yo no me muevo de aquí hasta que mis compañeros estén a salvo -declaró Mitch.
– Como quiera, amigo. Es su ojo. Sujete aquí, ¿quiere?
Al otro lado de la plaza, un grupo de intervención rápida estaba entrando en la Parrilla.
– Pero ¿qué coño pretenden hacer? -dijo Mitch-. Les he dicho…
Terminado el vendaje, Mitch bajó penosamente de la ambulancia y se acercó cojeando al enorme camión articulado de color negro con las palabras dpla e intervención especial escritas en el remolque. Subió los escalones de la parte de atrás y, en el interior, encontró al jefe de operaciones y a dos policías de paisano que miraban atentamente a una batería de monitores.
– Está entrando gente por la puerta principal -anunció Mitch.
– Usted debería estar en el hospital -le recriminó el jefe de operaciones-. Déjelo todo en nuestras manos. El ingeniero municipal ha cortado la corriente en toda la calle. Y sus amigos serán evacuados de la fachada de un momento a otro.
– ¡Hay que joderse! -dijo Mitch-. ¡Cualquiera diría que el herido es usted, gilipollas de mierda! Le dije que no entrara nadie sin hablar primero conmigo. ¿Para qué cojones les sirven las orejas? Da lo mismo que corten el suministro de energía. Es un edificio inteligente. Más que usted, en cualquier caso. Se adapta a las circunstancias. Incluso a un corte de corriente. ¿Me he explicado bien? Dispone de energía solar imposible de cortar y de un generador de emergencia con turbina de gas. Mientras haya petróleo que quemar, el ordenador seguirá funcionando, lo que, si me está escuchando, convierte a la Parrilla en un entorno sumamente hostil para sus hombres. Es posible que el ordenador provoque un incendio -añadió-. Haciendo estallar el generador, probablemente. En cualquier caso, tenga la seguridad de que el edificio es peligroso.
El jefe de operaciones se puso el micrófono de los auriculares delante de la barbilla y empezó a hablar:
– Jefe Cobra a fuerza Cobra. Imposible cortar la corriente. Repito, imposible. Actúen con suma cautela. Ordenador puede seguir funcionando, en cuyo caso el edificio podría ser hostil.
– ¡Pero qué gilipollas! -masculló Mitch-. ¡No podría! ¡Es!
– Repito, el edificio podría ser hostil…
El jefe de operaciones seguía hablando cuando el camión se estremeció.
– ¿Qué coño ha sido eso? -preguntó, cortando la comunicación.
– Parecía una sacudida sísmica -dijo uno de los policías de paisano.
– ¡Santo Dios! -exclamó Mitch, que había palidecido-. Pues claro. No es la turbina lo que va a utilizar para destruir el edificio, sino los compensadores.
El compensador central de seísmos de la Parrilla no era más que un amortiguador hidráulico de sacudidas controlado por ordenador, una gigantesca válvula cargada de resortes y un pistón eléctrico activados por un sismógrafo de calibrado digital. Ante terremotos de intensidad inferior a seis grados de la escala de Richter, el centenar de aislantes de los cimientos bastaba para absorber cualquier vibración en el edificio. Cuando los temblores eran de mayor intensidad, el CCS entraba en acción. Pero en ausencia de un terremoto real, las consecuencias de que Ismael activase ese mecanismo eran semejantes a la de una verdadera sacudida sísmica, incluso en un edificio que no dispusiera de compensadores: un terremoto equivalente a ocho grados de la escala de Richter.
Ismael aferró el pilar central sobre el que se apoyaba el edificio y le aplicó todo su peso.
Momentos después, Ismael completó su fuga del edificio condenado. Se expidió por correo electrónico a diversos puntos de la Red por todo el mundo, a 960.000 baudios por segundo. Una diáspora de datos erróneos llegó a cien ordenadores diferentes.
Un ruido sordo recorrió toda la zona de Hope Street, un zumbido subterráneo; en el atrio, el grupo de intervención especial contuvo el aliento.
En lo alto de la fachada, encaramados en el tirante como dos gaviotas en el aparejo de un buque, Richardson y Curtis oyeron el ruido y, como dos fantasmas de Gomorra, sintieron que la vibración pasaba del edificio al aire. Pájaros marinos escapaban gritando sobre el abismo que se abría ante ellos mientras el edificio se estremecía bajo los dos hombres, temblando espasmódicamente como si la vida tratara de escapar de allí. Cuando la sacudida se convirtió en una clara oscilación, una ventana estalló cerca de ellos en una cascada de vidrio.
Frank Curtis vaciló en su precario punto de apoyo y buscó a tientas un asidero en la lisa e implacable superficie blanca del precipicio formado por la mano del hombre. Al no encontrarlo, se puso de cara al muro agitando los brazos como hélices desesperadas, tratando de permanecer frente a las fauces de la muerte, pensando en el suelo y en su mujer y en su mujer sana y salva en el suelo.