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– Tengo sed -dijo-. Sed se llama esto que nos ha dejado árida la boca. Ayúdame a buscar agua. El agua quita la sed.

Apenas podía hablar. Sentía un ardor insoportable en la garganta, una espesura seca entre los dientes.

Adán recorrió la cueva. Había escuchado un tenue sonido de agua al entrar. Hacia el fondo, encontró un angosto manantial que se deslizaba por una de las paredes y corría por un estrecho canal hasta desembocar en la concavidad honda de una roca. Tomaron turnos para meter la cabeza, la cara, abrir los labios y dejar que los dientes se limpiaran de arena. El agua alivió la sequedad de sus bocas. Llenaron los carrillos, pero no se atrevieron a tragarla. Era fría y lo contrario del fuego, pero quemaba igual. La escupieron al mismo tiempo. Tuvieron miedo de que les rompiera el pecho.

Sobre una roca encontraron largos trozos de un material extraño sobre el que crecía pelo, como sobre la piel de los corderos. Se cubrieron con él, atándoselo a la cintura. El pelo era suave y lustroso. Lentamente entraron en calor. Se echaron sobre las piedras. Él la vio quedarse con los ojos cerrados. Se extendió al lado de ella, la abrazó y cerró los ojos también.

Eva despertó. No quería despertar del todo porque se había soñado de regreso en el Jardín y todavía su conciencia no distinguía con claridad la realidad de la imaginación, pero por la curiosidad de saber si las terribles cosas que recordaba habían sucedido o no, entreabrió los ojos. No vio nada. Los abrió tanto como pudo y tampoco logró ver. Pensó en los cuervos. El color de sus alas lo inundaba todo. Extendió las manos para tocar la densa oscuridad. Se sentó de golpe. Sus dedos se hundían en el aire negro y ciego. De nada le servían los ojos. Se tocó la cara para cerciorarse de que estaba despierta. Manoteó presa de pánico.

– ¡Adán! ¡Adán! ¡¡¡ADÁN!!!! -gritó.

Lo sintió moverse, despertar, gruñir. Luego un silencio y un grito.

– ¿Dónde estás, Eva? ¿Dónde estás?

– ¿No puedes verme?

– No. No veo nada. Sólo negrura.

– Creo que estamos muertos -gimió ella-. ¿Qué otra cosa puede ser esto?

Tanteó cerca de ella hasta sentirla. Él percibió sus dedos fríos. No podía entender que ella desapareciera. No poder verla. Un graznido le salió del pecho.

– No me gusta la muerte, Eva. Sácame de aquí.

Dentro de ellos, como en los primeros tiempos del Paraíso, escucharon la Voz. Su tono oscilaba entre la ironía y la dulzura.

– Es la noche -dijo-. La hice para que descansen, pues ahora tendrán que trabajar para sobrevivir. En la noche dormirán. Se quedarán sin voluntad. Así podrán entrar en su conciencia. Conocerla y olvidarla simultáneamente.

Eva percibió que la Voz estaba abierta para ella. No tuvo miedo.

– Eres cruel -dijo.

– Desobedeciste.

– No me digas que no lo planeaste. Nunca nos concebiste eternos. Sabías tan bien como yo que esto sucedería.

– Ciertamente. Pero ése era mi reto. No intervenir. Dejar que fueran libres.

– Y castigarnos.

– Es muy pronto para hacer ese juicio. Admito que supe desde siempre lo que sucedería. Pero tenía que ser así.

– Devuélveme la luz.

– Ve con Adán más tarde a la entrada de la cueva. La luz estará allí, esperándolos. Día a día. Desde ahora existirán en el tiempo.

– Al menos no estamos muertos -dijo Eva cuando la Voz se apagó.

Al amanecer, Adán se percató de que las sombras se alzaban despejándose como una neblina. Eva dormía. ¿Estaría mirando su conciencia? ¿Qué lugar era ese al que se llegaba al soñar? ¿Comprendería ella lo que para él era incomprensible? No le gustaba verla dormida, ni dormir. No le gustaba cuando sus ojos se cerraban y su mente dejaba de pertenecerle. Y sin embargo, en la oscuridad de la cueva había sido un alivio abandonarse a la extraña inmovilidad, atender el clamor del cuerpo de quedarse quieto y dejar de sentir la pena y la nostalgia, el miedo y la incertidumbre. De golpe volvió el desasosiego. ¿Habría cumplido Elokim su palabra de devolverles la luz?

Se acercó a la entrada de la cueva y lo que vio le causó tal espanto que no pudo contener un grito. El cielo blancuzco del día anterior ardía de confín a confín, hasta las nubes se habían encendido. Llamó a Eva. Ella llegó deprisa, avanzando incierta como si recién aprendiera a usar las piernas. Miró el cielo rojo. Pasó a su lado y salió de la cueva, extendiendo los brazos hacia el aire cálido. Sobre el cielo vio el círculo rojo del sol remontando el horizonte.

– El cielo está en llamas, pero el fuego no alcanza a quemar la tierra -dijo ella.

Adán se acercó. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

Eva se abrazó a su pecho. Él, que era más alto, apoyo su cabeza sobre la de ella y prorrumpió en sollozos. Qué harían, decía. Cómo podrían existir lejos del Jardín ahora que sus cuerpos dolían y tenían sed.

– ¿Qué hemos hecho, Eva? ¿Qué hemos hecho? ¿De qué nos vale el conocimiento en medio de esta desolación? Mira la inmensidad que nos rodea. ¿Qué haremos? ¿Dónde iremos?

Ella no supo qué contestar. Nada era como lo había imaginado. Apretó los brazos alrededor de Adán. No quería verlo sufrir. El dolor de él resonaba dentro de ella y agitaba sus huesos. Deseó envolverlo con su piel, multiplicar sus manos para acariciarlo. La impaciencia que el hombre a menudo le provocaba la desalojó. En su lugar percibió dentro de ella un anhelo de consolarlo y quererlo, tan fuerte como el viento y tan suave y cantarín como el agua del río. Se preguntó si él lo percibiría a través de su pelo, si podría olerlo, si saberla poseída de ternura por él apaciguaría su desconsuelo.

– Probaremos la muerte, Eva -dijo Adán, enderezándose de improviso-. Quizás si morimos podremos regresar al Jardín.

– Recién dijiste que no te gustaba.

– Creí que la noche era la muerte. La muerte nos asusta porque no sabemos lo que es.

– Y ¿cómo haremos para morir? No será fácil -dijo Eva, desconcertada.

– Tengo una idea. Subiremos esta montaña -dijo él, recomponiéndose, animado por su determinación.

Empezó a caminar montaña arriba. Ella lo siguió, retrechera. No sabía lo que era morir. La Serpiente había dicho que la muerte era no sentir nada, pero ninguna explicación dio sobre lo que pasaba después de morir. Quizás valía la pena probar. Sería la mejor forma de salir de dudas y averiguar si la muerte era tan temible. Mejor saberlo que soportar la incertidumbre de su ignorancia.

La montaña crecía sobre la cueva. Grandes piedras sobresalían aquí y allá y, en medio de ellas, la tierra era arenosa salpicada de arbustos con espinas. A medida que subían aumentaba el peso de sus cuerpos. Les ardían los pies, las palmas de las manos con las que se apoyaban en la grava. El cielo había cambiado de color. Era azul ahora. Sin nubes. El incendio se había apagado y el disco del sol brillaba con una luz blanca, intensa, imposible de mirar. Volvieron a sentir el resplandor abrasador lacerándoles la piel. A Eva le sangraban los pies. No puedo más, dijo, sigue tú solo, pero Adán la cargó sobre la espalda y siguió camino jadeando, sudoroso, extenuado. No lograba comprender la fatiga, lo trabajoso que le resultaba hacer lo que antes no le costara ningún esfuerzo. Eva se quejaba, lloriqueaba. Sus lamentos se le metían por las narices, por los ojos, por las orejas y lo desgarraban por dentro. En silencio, maldijo a Elokim. Al fin alcanzaron la cima. Vieron la inmensa tierra, los volcanes humeantes, la isla del Paraíso, los ríos corriendo hasta el mar.