Despertó recordando su inconsciencia. Se entretuvo reconociendo las facultades de su memoria, jugando a olvidar y recordar, hasta que vio a la mujer a su lado. Se quedó quieto observando su atolondramiento, el lento efecto del aire en sus pulmones, de la luz en sus ojos, la fluida manera con que se acomodaba y reconocía. Imaginó lo que estaría ocurriéndole, el lento despertar de la nada al ser.
Extendió la mano y ella acercó la suya, abierta. Sus palmas se tocaron. Midieron sus manos, brazos y piernas. Examinaron sus similitudes y diferencias. Él la llevó a recorrer el Jardín. Se sintió útil, responsable. Le mostró el jaguar, el ciempiés, el mapache, la tortuga. Rieron mucho. Retozaron, contemplaron las nubes rodar y cambiar de forma, escucharon la monótona tonada de los árboles, ensayaron palabras para describir lo innombrable. Él se sabía Adán y la sabía Eva. Ella quería saberlo todo.
– ¿Qué hacemos aquí? -preguntaba.
– No sé.
– ¿Quién nos puede explicar de dónde venimos?
– El Otro.
– ¿Dónde está el Otro?
– No sé dónde está. Sólo sé que nos ronda.
Ella decidió buscarlo. También se había sentido observada, dijo. Tendrían que subir a los sitios altos. Quizás allí lo encontrarían. ¿No sería acaso un pájaro? Tal vez, dijo él, admirando su perspicacia. Adentrándose en medio de fragantes arbustos y árboles de generosas copas llegaron sin prisa al volcán más alto. Subieron y desde la cima miraron el círculo verde del Jardín rodeado por todas partes de una espesa niebla blanquecina.
– ¿Qué hay más allá? -preguntó ella.
– Nubes.
– ¿Y tras las nubes?
– No sé.
– Quizás allí habite quien nos observa. ¿Has intentado salir del Jardín?
– No. Sé que no estamos supuestos a salir más allá del verdor.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé.
– ¿Igual que sabías los nombres?
– Sí.
Ella no tardó mucho en llegar a la conclusión que la mirada que los veía no era la de un pájaro. La enorme Ave Fénix, de plumaje rojo y azul, había revoloteado sobre sus cabezas pero su mirada era leve, igual que la del resto de los animales.
– Será acaso aquel árbol -aventuró, señalando hacia el centro del Jardín-. Mira, Adán, míralo. Su copa roza las nubes como si jugara con ellas. Quizás bajo su sombra habite quien nos ve o quizás lo que sentimos sea la mirada de los árboles. Hay tantos y están por todas partes. Puede que sean iguales a nosotros, sólo que mudos e inmóviles.
– Quien nos observa se mueve -dijo Adán-. He escuchado sus pasos en el follaje.
Bajaron sin prisa del volcán, preguntándose qué hacer para encontrar al Otro.
Ella empezó a llamarlo. Él se asombró de que ella pudiese contener un quejido tan hondo, un lamento del aire en su cuerpo sin alas. Se había colocado de pie al lado del río con los brazos abiertos. El cabello oscuro le caía sobre la espalda. Su perfil distante y perfecto, su rostro de ojos cerrados con la boca entreabierta por donde fluía aquella invocación conmovió a Adán. Se preguntó si es que perdían el tiempo imaginando a Otro como ellos oculto en la espesura, allí donde era imposible distinguir aquel árbol de éste. Pero tanto él como la mujer habían sentido no sólo su mirada, sino su voz susurrándoles el lenguaje con el que cada vez más fluidamente se comunicaban entre sí. Y hasta pensaban haber visto su sombra al acecho reflejada en las pupilas del perro y las pupilas del gato. Se dijo que quizás sólo podrían verlo cuando sus ojos maduraran y fueran menos nuevos. Todavía tenían dificultades distinguiendo lo que sólo existía dentro de ellos de lo que observaban a su alrededor. Eva era particularmente dada a mezclar una cosa con la otra. Aseguraba haber visto más de un animal con cabeza y pecho humanos, lagartos que volaban, mujeres de agua. Desde que llegó a su lado, ella no se había estado quieta. Era como si hubiese nacido con una intención que, sin saber cuál era, animaba sus movimientos largos y suaves y la hacía revolotear al lado suyo, inclinarse y contonearse como una palmera bajo la brisa. Su constante agitación era para él un misterio por descifrar. Sin embargo, no extrañaba la quieta contemplación en que se entretenía antes de que ella apareciera. Aunque lo obligara a trotar de aquí para allá como cervatillo, oírla reírse o hablar se le hacía mucho más placentero que el silencio y la soledad.
Escucharon ruidos de cataclismos provenientes de los confines del Jardín. Vieron rojas erupciones y lejanas oscuridades encenderse intermitentes, caudas de cometas cruzando el firmamento. Sobre ellos, en cambio, el cielo permanecía iluminado como siempre, con una claridad dorada cuyas tonalidades se acentuaban o disminuían sin ningún orden predecible. La tierra palpitó bajo sus pies, Eva se le acercó en puntillas jugando a no perder el equilibrio. Él se quedó arrobado mirando los dedos de sus pies expandirse y contraerse como si estuviesen hechos de peces.
Adán no recordaba el árbol en el centro del Jardín. Le parecía extraño no haberse percatado de su existencia puesto que creía haber recorrido el lugar de extremo a extremo.
– Quien nos ve evita ser visto. Se protegerá de esa manera, pero debemos encontrarlo, Adán, debemos saber por qué nos observa, qué es lo que espera que hagamos.
Adán dispuso que siguieran el curso de uno de los ríos. Se adentraron en la selva húmeda. Su olfato se pobló de los olores cargados y penetrantes de la tierra fértil sobre la que crecían toda suerte de helechos, hongos y orquídeas. Nidos de oropéndolas colgaban gráciles y complicados de las altas ramas donde el liquen y el musgo se derramaban como encaje sobre sus cabezas. Vieron osos perezosos dormir colgados de sus colas. Grupos de monos bulliciosos se asomaron haciendo piruetas en las copas de los árboles. Tapires, dantos y conejos les salieron al paso, rozándoles amistosos las piernas. Aunque la cálida entraña del verdor los acogía pululando de vida, caminaron en silencio, dejándose empapar por la atmósfera plena de sonidos y aromas del corazón recóndito de su Paraíso.
La selva densa los hizo andar en círculos y perder el rumbo una y otra vez, pero persistieron. Al fin desembocaron en el centro del Jardín. Descubrieron que era de allí de donde irradiaban los senderos que luego se bifurcaban y los dos ríos que corrían al Este y al Oeste. El árbol, bajo cuyo tronco se anudaban la tierra y el agua, era descomunal. Hacia arriba sus ramas se perdían entre las nubes y hacia los lados se extendían más allá de donde alcanzaba la mirada. Adán sintió el impulso de inclinarse ante su magnificencia. Eva avanzó para acercarse. Instintivamente él intentó detenerla, pero ella se volvió a mirarlo con aire de lástima.
– No puede moverse -le dijo-. No habla.
– No se ha movido. No ha hablado -dijo él-. Pero no sabemos de lo que es capaz.
– Es un árbol.
– No es cualquier árbol. Es el Árbol de la Vida.
– ¿Cómo lo sabes?
– Apenas lo vi, supe lo que era.
– Cierto que es hermoso.
– Imponente. Y diría que no te debes acercar tanto.
Si a él el árbol parecía paralizarlo, ella apenas podía contener el deseo de tocar su tronco ancho y robusto, dulce y brillante. Tanta belleza anegándole los ojos por doquier, tantos colores y pájaros y fieras majestuosas le había mostrado el hombre, orgulloso, pero a ella nada le había parecido más hermoso que el árbol. Su imaginación se llenó de hojas. Eran lustrosas con el anverso pintado de un verde luminoso, en contraste con el reverso púrpura del que sobresalían anchas venas claras. Insertas en las múltiples ramas, extendidas en cada dirección, las hojas se tragaban la luz y la exhalaban iluminando el entorno. La piel de frutos redondos y blancos brillaba atrapada en la fosforescente claridad que el árbol irradiaba hacia todos los confines del jardín. Según se acercaba, Eva sentía el aliento frutal del gran árbol como una incitación desconocida en su boca, una correntada de vida que se transmitía a cuanto lo rodeaba. La sobrecogió, igual que a Adán, un ánimo reverente y dudó sobre su impulso inicial de tocar la corteza y morder las frutas. Estaba muy cerca, la rugosa piel de la madera al alcance de su mano, cuando sus ojos distinguieron una imagen gemela, como si se tratase del reflejo de un estanque: otro árbol idéntico elevándose frente a ella, extraño y cómplice. Cuanto era claro en el primero, era oscuro en el segundo; púrpura el anverso de las hojas, verde el reverso, los frutos, higos oscuros. Lo envolvía un aire denso y una luz opaca y sin brillo.