Los seres diminutos movían sus manos, sus pies. De vez en cuando se asustaban como si tuvieran pesadillas. Abrían apenas los ojos y los volvían a cerrar. Adán se acostó al lado de la piel donde yacían los pequeños. Eva al fin se quedó dormida. Enredó los dedos de sus pies con los de ella y durmió también.
Eva despertó muchas veces durante la noche. Ya no lloraba. Le dolía el cuerpo pero el dolor era tolerable y manso. Cómo he gritado, pensó. Todo lo que no sabía cómo decir lo lancé al aire. Se arrepintió de que se le hubiese ocurrido cerrar la salida de los gemelos, furiosa ante el dolor que Elokim dispusiera para ella. La entrada de los animales fue lo que disolvió su rencor como si le lavaran el corazón.
En la madrugada, Adán abrió los ojos. Ella le sonrió. El hombre y la mujer miraron al hijo y la hija.
– Son diferentes a nosotros -dijo Adán-. No creo que puedan caminar.
– En unos días tal vez -dijo Eva-. El potrillo anduvo.
– ¿Y qué comerán?
Eva miró las caras de los pequeños. Se acercó. Miró dentro de sus bocas.
– ¡No tienen dientes, Adán!
– El potrillo y el ternero comen de las tetas de sus madres. ¿No me decías que te salía algo dulce de los pezones?
Eva se tocó los pechos. Le dolían. Los tenía grandes e hinchados. Se recostó y cerró los ojos. ¿Qué esperaba Adán, que su cuerpo no sólo hiciera los hijos, sino que los alimentara? Estaba tan cansada. Su tiempo ya había llegado y pasado. Quería dormir muchos días ahora, recuperar fuerzas, sentir que su cuerpo volvía a pertenecerle. Los pequeños empezaron a llorar. El llanto se le metía a Eva por la piel como si saliera de ella misma. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. Era triste el sonido, desvalido.
– Tienen hambre, Eva -dijo Adán-. Dales de comer lo que te sale del pecho.
– ¿Por qué no pruebas tú, Adán? Tú también tienes tetillas.
Adán la miró sin saber qué pensar. Tomó uno de los gemelos. Eva vio al pequeño buscar el pecho del padre. Se levantó. Le dolía caminar pero salió de la cueva para no oír el llanto. Adán la llamó. Eva, Eva, ¿dónde vas?, pero ella no respondió, ni se volvió. Quería dormir, descansar. Se dejó caer bajo la sombra de la higuera. Apoyó la espalda contra el tronco del árbol. Oía apenas el llanto de los gemelos. Cerró los ojos. Rumbo al centro del cielo, el sol alumbraba la primavera azul. Su conciencia se hizo un ovillo negro y rodó hacia la quietud del sueño.
– No es hora de dormir, Eva, despierta.
Sintió el cuerpo frío de la Serpiente rozar su brazo. Cuando logró emerger de la pesadez donde se refugiaba, se despabiló rápidamente. Vio la cola del animal enroscado en una rama baja y la cabeza flotando en el aire muy cerca de ella.
– Tenías que despertarme.
– No podía perderme este acontecimiento. Mira que le has hecho un hombre y una mujer a Elokim.
– Me dolió mucho.
– ¿Has notado que los animales caminan sobre cuatro patas?
– Tú te arrastras.
– Olvídame por el momento. Tú no tienes el cuerpo espacioso de una yegua o una vaca. Caminas erguida. Por eso las crías de tu especie nacerán pequeñas y desvalidas. Tendrás que darles de comer, cuidarlas hasta que crezcan.
– Tú también me dirás que tendré que darles lo que me sale de los pechos.
– Cuando los sacó del Jardín, Elokim trastornó la dirección del tiempo. En el Jardín eras eterna. Jamás habrías tenido hijos. No era necesario que te reprodujeras puesto que nunca morirías. Ahora la realidad debe ser recreada. La creación debe volver al punto donde pueda empezar de nuevo.
– No te entiendo.
– Tus hijos, Eva, tus hijos retornarán el tiempo a su inicio. Debes alimentarlos.
– Mis hijos tendrán hambre y sed, ¿acaso también conocimiento? ¿Soñarán? ¿Imaginarán?
– Son tu reflejo.
– ¿Por qué crees que me consumía el deseo de saber si es verdad lo que dices, si antes era eterna y perfecta? No tiene sentido.
– Eres muy perceptiva -dijo irónica la Serpiente-. La eternidad no necesita del conocimiento. Para la vida y la supervivencia, sin embargo, el conocimiento es indispensable. Uno se pregunta y debe responderse. Sin incertidumbre, sin espanto, el conocimiento es irrelevante. ¿Qué es necesario saber si se es feliz, si no se carece de nada? La plenitud es inmóvil. Pero tú quizás sentirías nostalgia.
– ¿Nostalgia? Yo no conocía otra vida más que ésa. Fuiste tú quien me dijo que había otra manera de vivir.
– Se puede tener nostalgia de lo que nunca se ha vivido. Quizás Elokim te infundió la nostalgia para que comieras la fruta.
– No sé ya lo que pienso. No entiendo para qué lo hizo.
– Te dije que se aburre. Por lo mismo imagínate qué entretenido puede ser crear una criatura a tu imagen y semejanza, despojarla de todo excepto el conocimiento, darle un mundo y esperar a ver si es capaz de volver al perfecto punto de partida.
– ¿Y tú fuiste su cómplice?
– Yo ignoraba cosas que ahora sé. Me las ha explicado para mortificarme. A mí también me ha castigado. Me ha hecho retroceder aún más que a ustedes. Mira cómo me arrastro. A ti te culparán las generaciones por venir, pero, a medida que tu descendencia adquiera más conocimiento, recuperarás tu prestigio. En cambio nadie abogará por una triste serpiente. Me convertirán en la encarnación del Mal.
– Lo siento -dijo Eva.
– Pensaba que Elokim no tardaría en sacarme de este ridículo disfraz, pero la rabia le dura todavía.
– Puede que sufra más de lo que imaginamos.
– Sabe demasiado. El saber y el sufrir son inseparables. Debo marcharme -dijo, deslizándose sobre el tronco del árbol-. Tú ve y atiende a tus crías. Cede a tu instinto animal. Nadie mejor dotada que tú para hacerlo -bisbiseó irónica, alejándose entre la maleza.
De regreso a la cueva, los gemelos gritaban tan fuerte que Eva pensó que los encontraría ya crecidos. Apuró el paso. Cuando llegó, Adán levantaba a uno de ellos, desmadejado, la cabeza colgando.
– Déjame que pruebe yo -dijo Eva.
Lo acomodó en la esquina de su brazo. Era la niña. Con los ojos cerrados, la cara enrojecida, berreaba a todo pulmón. Apenas el calor del cuerpecito anidó contra su costado, los pechos de Eva se soltaron, fluyó la leche como agua de un manantial. Pasmada, ella tomó la cabeza de la pequeña y acercó la boca diminuta a su pezón.
– Pásame al otro, Adán, con cuidado, ponle la mano bajo la cabeza.
Eva se sentó en la roca. La niña succionaba fuerte. Le hacía cosquillas. Adán le acomodó al varón en el otro brazo. Se puso en cuclillas detrás de Eva para que ella se apoyara sobre sus piernas. Por fin se hizo el silencio. Adán dio un suspiro de alivio.
– Encontré la Serpiente afuera. Dice que nuestros hijos serán desvalidos. Tendremos que cuidarlos hasta que crezcan -susurró ella.
– ¿Mucho tiempo?
– No me dijo.
– Es extraño -dijo Adán-. Haces lo que los animales, pero no te pareces a ellos.
– Sí que me parezco, pero no importa. Es lo que somos ahora. ¿Viste cómo empecé a dar leche cuando sentí su hambre? Como si mi cuerpo les obedeciera. Y son tan pequeños. Míralos. De nada sirve mi arrogancia.
– ¿Eso te dijo la Serpiente?
– Algo así. Ella tampoco comprende a cabalidad cuanto ha sucedido. Le gusta pretender que sabe, pero es difícil descifrar lo que dice.
La niña tenía los ojos abiertos. Eran grises. Estaba cubierta de sebo blancuzco, las facciones asombrosamente finas y perfectas. La piel y el pelo del niño eran más oscuros. Los ojos, grises también. ¿Cómo habrían logrado sobrevivir tantos meses sin branquias, ni escamas, flotando en el agua densa de sus entrañas como peces? Qué misterio, pensó.