Después que los gemelos se saciaron, Eva mandó a Adán que los lavara. Él lo hizo con cuidado, para no asustarlos. La hembra tenía el cabello más claro, el niño los ojos fijos en él. Lavó las diminutas manos y pies, las ínfimas nalgas. Les limpió las caras, examinó sus minúsculas orejas, las ventanas de la nariz. Puso un dedo dentro de sus bocas, sintió sus lenguas.
Eva lo miraba curiosa y divertida. Tuvo la sensación de estar llena de leche; llenos sus pechos, lleno su corazón.
– Habrá que nombrarlos -dijo.
¿Cómo habrían sido ella y él si hubiesen nacido así de pequeños?, se preguntó. A ellos nadie los había lavado, ni contemplado con aquella húmeda levedad.
Capítulo 20
Al otro día, la llovizna, Adán salió de la cueva acompañado por Caín, su perro. No cesaba de ponderar el misterio de aquellas criaturas salidas del túnel oscuro dentro del cual más de una vez él pensó que desaparecería. Eva temblaba al alcanzar la risa más profunda. Para él, atrapar ese temblor de ella era respirar otra vez el aire del Paraíso. Se preguntó si ahora, por el contrario, recordaría el dolor que viera en su rostro, en su cuerpo sacudido y estrujado para sacar de adentro el fruto de una semilla que él mismo quizás había ayudado a crecer regándola con el líquido que salía de su pene. Pero ningún árbol lloraba al nacer. Las plantas surgían sin hacer ruido. En cambio la vida brotaba de ella como si se tratara de un cataclismo. Él no sangraba, a él no le había cambiado el cuerpo y nada le había dolido físicamente en aquel nacimiento. ¿Por qué a él no, y a ella sí? ¿Qué significaba?
Caminó hacia el río con la intención de tirar la red y recoger unos peces.
La tierra mojada se sacudía el lomo dispersando el agua en delgadas serpentinas que formaban menudos deltas en el lodo rojizo. Caín y Adán avanzaban seguros, saltando entre los charcos, respirando los olores intensos. Caín se detuvo de pronto. Alzó las orejas, gruñó. Entre la maleza, Adán divisó un oso pequeño, un cachorro que los miraba curioso. Amonestó a Caín. Después de ver a los animales rodear a Eva, imaginó que su trato con éstos volvería a los días del Jardín. Le preocupaban los pequeños animales que tendría que seguir cazando, pero estaba convencido de que eran tantos porque estaban destinados a servirles de alimento. Se acercó al cachorro; paternal, amistoso, tranquilizándolo. El osezno no se movió. Adán iba a extender la mano para acariciarle la cabeza cuando escuchó el ruido de un animal grande que se aproximaba en un estruendo de ramas y hojas. La osa madre corría hacia él. Desconcertado ante el súbito retorno de la desconfianza y la agresividad, Adán saltó al árbol más cercano y empezó a trepar, atemorizado. Gruñendo, enfurecida, la osa lo siguió. Adán sintió sus garras arañarle las plantas de los pies. Le dolió la piel y el corazón. Saltando a protegerlo, Caín atacó a la osa por un costado. Era fuerte el perro, hocico corto, cabeza sólida y redondeada. Sorprendida, molesta por la interrupción, la osa lo lanzó de un manotazo entre unos arbustos. Caín volvió al ataque. La osa se detuvo. Desde el árbol Adán gritó. Cuidado, Caín, déjala, Caín. El perro lanzaba dentelladas contra las piernas y las garras de la osa, incapaz ya de contener su instinto y retirarse. El gran animal, enfurecido, se dejó caer de pronto sobre el perro. Lo último que Adán vio fue el cuello de Caín entre las fauces de la osa, mientras ésta lo sacudía de un lado al otro. Los gruñidos del perro se convirtieron en gemidos agudos de dolor, un gemido largo, triste, despavorido fue lo último que se escuchó antes de que la osa dejara caer el cuerpo sin vida del perro a sus pies y alzara sus ojos hacia la rama donde se agazapaba Adán.
El hombre no supo cómo mató a la osa. Recordaba el olor del animal, sus garras con la sangre fresca de Caín, la fuerza descomunal, pero también recordaba el infinito poder de su rabia, la piedra con que le destrozó la cara, los ojos y el hocico.
Sangraba. Estaba rasguñado, mordido, pero vivo. Nada irreparable. En cambio Caín yacía en el suelo, con los ojos abiertos despojados de su mirada leal y alerta. Adán volvió en sí mismo. No sabía en qué bestia se había convertido. Una bestia capaz de matar una osa a mano limpia. Su cuerpo se sacudía como si lo azotara el viento. Se arrodilló. Tocó la frente, las orejas del perro. Estaba frío, desmadejado, la cabeza floja sobre el tronco. Lo recogió y lo abrazó. Había visto otros despojos de animales, los que dejaban los tigres, los leones. No pensaba más que en comer cuando los veía. No pensaba en cómo habrían muerto, ni cómo habrían sido sus vidas. Allí, con su perro muerto, pensó todo eso. La muerte era igual, pero su perro era diferente. Lo conocía. Adivinaba lo que él pensaba. Lo protegía. Lamía sus manos, se acurrucaba y lo calentaba en la noche. Era distinto. Se sentó en el suelo al lado del perro. Lo recordó jugando. Lloró. Se tapó la cara con las manos y no se contuvo.
Enterró a Caín. Le quitó la piel a la osa. Fue hasta el río y se lavó la sangre. Regresó a la cueva.
– Sé cómo llamaremos al niño -le dijo a Eva-. Lo llamaremos Caín.
A ella no le gustó lo que vio en el rostro del hombre. También quería al perro. Lloró por él. Lo echaría de menos, pero no le gustó el sonido del nombre de Caín cuando Adán lo dijo para nombrar al hijo.
– Creo que deberíamos darle otro nombre al niño.
– No. Es un buen nombre.
– Pero ese nombre te traerá siempre dolor.
– Se me pasará.
– Mataste a la osa -dijo Eva-. Trajiste su piel. Me asusta. Un animal tan grande. No pensé que fuera posible.
– Yo tampoco. Y no logro explicarme cómo lo hice. Pude haber hecho cualquier cosa.
– Te dio rabia y la castigaste.
– Sí.
– Elokim también nos condenó a morir.
La muerte. Su perro sin vida. El hocico seco. Los ojos opacos. La cabeza floja. A la hora de enterrarlo estaba frío, rígido. En un instante todo cuanto lo hacía ser Caín, desaparecido. Lo que quedaba del perro existía ahora sólo dentro de él, dentro de ella y en los dibujos en las paredes de la cueva. Eran polvo y en polvo se convertirían. ¿Sabrían otros algún día en qué parte de la Tierra quedarían Eva, él, los niños que recién habían nacido? ¿Quién los recordaría? ¿Cómo los recordarían? Recordó su sueño de los árboles con cabezas humanas que caían tronchados. De nada serviría que llegaran más y más hombres y mujeres a la vida. Todos morirían. Uno tras otro. El hocico seco y los ojos opacos. Fríos. Rígidos. Como Caín. Y sin embargo sentirían el hambre, la angustia por sobrevivir todos los días. Él se asombraba de ver la avidez de los niños por el pecho de Eva. Tanto deseo de vivir en cada animal, cada planta, como si la muerte no importara, como si no fuera cierta.
Su rabia se transformó en una fiebre que se alojó en su ingle. El cuerpo de Eva irradiaba la claridad de la leche que manaba de sus pechos. En la oscuridad de la cueva, dormida con sus hijos sobre la negra pelambre de la osa, su piel refulgía bañada por los destellos dorados y naranjas del fuego, revelando una redondez nueva y acogedora. Ella le detuvo los ímpetus hasta que cedió el temor de que le dolieran las entrañas. Después celebró con él la novedad de su cintura recuperada al mar. En las noches, cuerpo a cuerpo con ella, Adán a menudo recordaba la dureza con que había destrozado a la osa y le afligían sus manos sobre los huesos delicados de la mujer. A ella la maternidad le afirmó no sólo los contornos, sino la conciencia de un poder más allá de la fuerza. Se daba cuenta de que él lo percibía, que por eso no se cansaba de interrogarle las entrañas, de anidar en su oscuro y húmedo refugio.