Así fue que poco tiempo transcurrió entre el nacimiento de los gemelos y la premonición de Eva de que de nuevo albergaba otras criaturas. Las olas de otro mar se batían dentro de ella. Recordó a la Serpiente anunciándole que repetiría la experiencia. Aunque no era su voluntad, pensó que el cuerpo tendría sus razones. A diferencia de la primera vez, no tuvo miedo. El dolor se olvidaba pronto. Lo borraba el asombro de ver otros seres desvalidos empezar a ser ellos mismos, el enigma de que fueran impredecibles, y sin embargo tan extrañamente parte suya. El llanto de ellos, su hambre, su frío le pertenecían. Y sin embargo, nada había perdido de sí misma. Echada con los niños que se alimentaban de ella, a menudo encontraba sosiego. El cielo, el río, la naturaleza haciéndose y deshaciéndose frente a sus ojos, la noche y sus innumerables luces, el mar misteriosamente encerrado, el sol, la luna, los árboles, los animales, contenían una felicidad que por tenue y amenazada prescindía de la abundancia. Ver a sus críos reaccionar a sus consuelos y caricias y reconocerla, ver el jolgorio de sus ojos y sus pequeñas manos cuando se aproximaba hacía que le fuera cada vez más difícil continuar pensándose víctima de un arbitrario y desproporcionado castigo.
II CRECED Y MULTIPLICAOS
Capítulo 21
Adán miró las muescas en los árboles. Eran muchas ya. Casi todos los árboles en el trayecto de la cueva al río tenían las cortezas rayadas. No sabía contar, pero le bastaba ver tanto árbol herido para saber que esa tierra que habitaban consumía su vida marca a marca. Por si fuera poco, la huella del tiempo se grababa en los cuerpos de sus hijos. Así contaba Eva los días: viéndolos crecer.
Y ya estaban crecidos, aunque aún les faltaba madurar. Abel y Aklia eran más nuevos que Caín y Luluwa pero la diferencia era imperceptible. El tiempo que les tomó a los cuatro caminar, hablar y valerse por sí mismos pareció interminable mientras duraba, pero ahora Adán lo echaba de menos. No había sido nada fácil enseñarles el tejemaneje de la vida. Ninguno logró caminar sin antes arrastrarse a gatas. Intentando ponerse de pie, caían y se golpeaban. No parecían siquiera pensar en lo que podía sucederles en sitios pedregosos, o cerca de las rocas. Eva y él habían tenido que guiarlos de la mano. Recordaba cuánto les dolía la espalda todo el día, encorvados sosteniéndolos en sus primeros pasos. No les podían quitar los ojos de encima. Lo que les faltaba en destreza les sobraba en curiosidad. Eran como su madre. Querían tocarlo todo, pero ignoraban que el fuego quemaba y que era fácil hacerse daño. Eva decía que era así porque carecían del conocimiento del Bien y del Mal. Les dio a comer higos, pero éstos no tuvieron mayor efecto. Adán no lograba comprender que fueran tan ignorantes. Solía pensar que así como Eva y él compartían rasgos con los animales, quizás los hijos de ellos se asemejarían aún más a éstos. El gato, sin embargo, nunca ensuciaba la cueva con sus deshechos, pero los críos orinaban o defecaban donde sentían la necesidad. Sólo tras una lucha tenaz lograron entender que debían salir fuera y cubrir los excrementos con tierra. Apenas empezaban a despabilarse, cuando comenzaron a hablar. Al principio era laborioso entenderles. Aklia y Luluwa lograron, antes que sus hermanos, decir lo que querían. Fue un tiempo de risas para Eva y para él. Se desternillaban oyéndolas decir agua, gato, teta. Pero después, cuando los cuatro se llenaron de palabras, se dieron cuenta de cuan distintos eran el uno del otro. Pensaron que podrían enseñarles cómo vivir, pero no domesticarlos.
El temor de Eva al invierno y a que su leche dejara de ser suficiente para alimentarlos fue el acicate que convirtió su intuición por la tierra y sus frutos en un certero conocimiento de las plantas. Alrededor de la cueva crecían ahora almendros, perales, viñedos, trigo, cebada y raíces comestibles. Caín y Luluwa habían heredado la habilidad de la madre para adivinar legumbres y hierbas. Eran ellos quienes atendían el huerto, mientras Abel, que desde pequeño demostraba conocimiento de los animales, había domesticado cabras de las que sacaban leche y ovejas cuyo pelo Aklia tejía de manera que tenían con qué abrigarse sin necesidad de matar para proveerse de cobijo.
Eva no sentía nostalgia por la infancia de los gemelos. No lamentaba como Adán la celeridad con que habían crecido. Él decía que aún le parecía verlos cuando recién se atrevían a quedarse de pie por sí solos y se tambaleaban y caían a plomo, mirándolos entre divertidos y azorados. Eva atesoraba con ternura esas imágenes, pero los prefería ahora que se valían por sí mismos. No olvidaba el cansancio tenaz cuando los hijos no les daban respiro, siempre colgados de ellos, como si sus cuerpos les pertenecieran. Mientras aprendían a cultivar la tierra y a proveerse de abrigo y alimento -de manera que Adán no tuviera que marcharse y dejarla a ella sola con la imposible tarea de atender a cuatro seres diminutos e indefensos- llevaron una existencia de manada yendo de un lado al otro con los niños a horcajadas en la cintura. Los primeros inviernos hubo que refugiarse en la cueva, trasladarse por días y por noches a un mundo de balbuceos donde las palabras no resolvían nada y donde el instinto fue su única guía cierta. Adán sufrió más que ella el cambio de su rutina, pero desistió de largas exploraciones y cacerías porque la angustia de que les sucediera algún percance lo hacía correr de regreso. Llegó a la conclusión de que mejor pasaban hambre juntos antes que arriesgarse a que los separaran los peligros del mundo. Para ella fue duro adaptarse a ver su cuerpo convertido en alimento de los cuatro pares de ojos que le requerían que se tendiera para pegársele al pecho. Avergonzada de sus propios sentimientos, nunca le confesó a Adán que, a menudo, habría querido salir corriendo. Desde que atendió los nacimientos y comprobó que ella era capaz no sólo de forjar las criaturas, sino de alimentarlas, él la consideraba un portento. Tanto poder le había conferido Elokim, afirmaba, que haciéndola sufrir sangre y dolores esperaba evitar que lo desafiara. Eva no lo contradecía. Admiraba la tenacidad dulce de Adán, la dedicación con que se aplicaba a los oficios que constantemente creaba para sí, la satisfacción que le producía dominar y entender lo que lo rodeaba. Era voluntarioso, sin embargo, y persistía en hacer lo suyo sin percatarse del efecto que esto podría tener con el correr del tiempo. Le costaba tener paciencia, observar el discurrir natural de las cosas y dejar que se encauzaran según su inclinación o sabiduría. Tenía prisa siempre. Por eso, aunque entendiera el ciclo de los frutos de la tierra, prefería la caza, lo inmediato, lo que le traía la más rápida recompensa a sus esfuerzos.
Eva, en cambio, percibía cuanto pasaba a su alrededor como si su mirada tuviese la facultad de ver a través de más ojos que los suyos. No le significaba ningún esfuerzo escuchar dentro de sí lo que los demás estarían pensando. En el tiempo que le tomó a los gemelos madurar hasta la pubertad, le pareció que su piel se había llenado de oídos y su vista de tacto para palpar la angostura o intensidad de los sentimientos de sus hijos. Les leía los ánimos y las señales con una habilidad que a menudo la sorprendía. Salirse de sí misma, multiplicarse, le abrió misteriosamente los lenguajes secretos de la vida. Intuía hasta el humor de las plantas, los árboles y el cielo. Aun así, no atinaba a figurarse si sus hijos poseían como ellos el conocimiento del Bien y del Mal, si perderían la inocencia sin comer ningún fruto prohibido, o si, inocentes como eran, aprenderían a existir en un mundo como aquél, de preguntas que nadie respondía, y donde para comer y sobrevivir era necesario matar.
En la vida en que se habían acomodado, Abel y Adán eran inseparables. Lo mismo Caín y Luluwa. Con la menuda Aklia era con quien Eva pasaba más tiempo. Cuando nació, Adán lloró al verla. El parto había sido rápido y sin acontecimientos ni portentos. Ella y Adán solos y confiados de lo que sabían. A Eva le pareció menos doloroso. Quizás porque conocía lo que le esperaba y se preparó para sufrir. Abel fue el primero en asomar. Más oscuro que Caín, más grande. El llanto fuerte, los ojos abiertos. Tras una larga pausa otra vez llegó el dolor. Eva expulsó a Aklia, una criatura diminuta, los ojos apretadamente cerrados, la cara cubierta de vello oscuro, la frente abombada, los labios demasiado grandes. Adán cortó ambos cordones. Envolvieron las criaturas en suaves colas de zorro. Adán se paseó con Aklia por la cueva. La llevó junto al fuego. La miró y dijo que parecía una mona, no un ser humano. Aklia botó el vello de la cara al poco tiempo de nacer, pero conservaba el rostro pequeño, las facciones que se agrupaban en el centro de su cara bajo las cejas tupidas, la boca ancha y prominente, el cabello ralo, lacio, negro como madera mojada. Sus ojos eran hermosos, sin embargo, pequeños pero luminosos. Aklia tenía además los pies y las manos más perfectas de todos sus hijos. Era lista y hábil. Intuía los usos de las cosas. Hacía agujas de huesos, cosía las pieles, tejía la lana de las ovejas. Su agilidad y tamaño eran una ventaja. Nadie como ella para subir a los árboles, bajar dátiles de la copa de las palmeras. Eva la protegía y mimaba para compensar de alguna manera la desigualdad de los dones con los que había nacido. Aunque sus hermanos fueran más grandes y hermosos, Aklia le parecía a ella más fuerte, más cercana a la esencia de cuanto les rodeaba.