Hacía tiempo que ella y Adán se habían preguntado qué razones tendría Elokim para hacerles nacer dos parejas de gemelos.
Creced y multiplicaos, había dicho, y nadie habitaba aquel mundo sino ellos.
Caín sería pareja de Aklia y Abel de Luluwa, afirmaba Adán. Así se mezclarían las sangres de los dos partos. No era bueno que la sangre de un mismo vientre se mezclara. Se lo había dicho Elokim en un sueño, donde él se había visto de vuelta en el Jardín. Un sueño confuso, decía. El Jardín lucía viejo y arruinado. Apenas podía caminar debido al lodo en la tierra y la cantidad de troncos de árboles caídos sobre el suelo. Un vapor blanquecino y húmedo flotaba entre las ramas de árboles descomunales de los que colgaban helechos pálidos como cabelleras en desorden. Enredaderas de hojas dentadas y enormes asfixiaban a los grandes cedros y la luz apenas se filtraba por las ranuras del cielo abiertas en medio de aquel desorden vegetal, pantanoso, en que las especies se estrujaban unas a otras enfrascadas, al parecer, en una lucha mortal. En medio de su caminata sin rumbo, Adán vio a Aklia cruzándose de una rama a otra, seguida por un gorila de ojos tristísimos. Vio a Caín siguiéndola, intentando derribar árbol tras árbol mientras ella esquivaba el mazo con el que él azotaba las ramas y los troncos. Vio a Abel dormido y a Luluwa sentada a su lado con las manos sobre el rostro. Él les hablaba a los hijos, les ordenaba que regresaran, pero ellos no lo oían. Estaban muy cerca pero era como si estuviesen muy lejos. Entonces, para espanto suyo, el gorila había hablado con la voz de Elokim: Abel con Luluwa, Caín con Aklia, las sangres no deben mezclarse, tronó. Adán despertó con el sonido de esas palabras resonando en la luz de la mañana.
El sueño se había repetido muchas veces desde que los hijos eran pequeños. Era un sueño terrible, le decía a Eva. Un sueño que lo asfixiaba y del que siempre emergía angustiado, pero porque insistía en ser soñado, él lo consideraba una señal clara de la voluntad de Elokim.
Eva temía la compasión que Aklia le inspiraba a Adán. La trataba con condescendencia. Ella lo sorprendía a menudo mirándola con un dejo de incredulidad en el rostro, como si le costara aceptar que hubiese aparecido entre ellos de igual manera que los demás. Que los gemelos estuviesen destinados a cruzarse entre ellos le había parecido natural a Eva, sobre todo cuando pensaba que de no haber los varones nacido con sus parejas, le habría correspondido a ella reproducirse con sus propios hijos. Terrible aquel mundo, pensaba ella no pocas veces. Terrible la incertidumbre de sus vidas, todo lo que ignoraban, a pesar del castigo que habían sufrido por el saber. ¿Cómo no imaginar a Elokim burlándose de ellos? Cruel Elokim. Cruel padre abandonando a sus criaturas. Ahora que era madre su actitud le parecía aún más incomprensible. Y la maternidad nunca terminaba. Como tampoco el dolor. Sus hijos eran adolescentes ahora. Pronto tendrían que aparearse. Conociendo ella los sueños de Adán y los designios que traían consigo, intuyó mientras crecían que no habría manera de evitarles el sufrimiento. Caín era fuerte desde niño. Y estoico. Se golpeaba y rara vez lloraba, como si desde su más tierna edad albergara la conciencia de un adulto esperando paciente la madurez de su cuerpo. Para él, Luluwa, la bella Luluwa, era el principio y fin de su felicidad. Eva los veía como el anverso y reverso de una criatura que sólo existía cuando estaban juntos. Ambos eran callados, hoscos con los demás, pero tibios y afables entre sí. Poseían la facultad de entenderse a fuerza de mirarse. La creciente belleza de Luluwa, que turbaba a Abel y hasta Adán, era para Caín tan natural y llevadera como la floración de un árbol que se apresta a dar frutos. Que la viera con esa transparencia no significaba, sin embargo, que su belleza le fuera indiferente. Por el contrario, lo hacía dichoso porque tenía por seguro que Luluwa era su pareja, que estaría siempre con ella.
– ¿Estás seguro, Adán, que Elokim dijo que no se mezclaran las sangres? Los animales se mezclan.
– Sabes bien que nosotros no somos iguales.
No podía ir contra sus sueños, decía él. A ella le atormentaba la posibilidad de que el sueño reflejara su preferencia por Abel. El don que tenía para comunicarse con los animales le recordaba a Adán la manera en que éstos le obedecían en el Paraíso. Abel era hermoso como Luluwa. En estatura superaba al padre. Su rostro cobrizo de nariz larga y recta, frente y pómulos altos, era vivaz y sus ojos, igual que los de su hermana, tenían el color de las hojas claras del Árbol de la Vida. Caín era de menor tamaño. Sus rasgos no eran tan apuestos como los del hermano, pero eran agradables y hasta hermosos. Sin embargo, quizás porque desde niño sintió que su afición por la tierra y el silencio desilusionaban a su padre, Caín se había convertido en un muchacho huraño y parco. Caminaba encorvado. Cuando el padre le hablaba, bajaba los ojos. Resentía, sin duda, las constantes comparaciones con Abel y hasta con el perro listo y fiel de quien había heredado el nombre. Con Eva él tenía gestos tiernos que compensaban su mutismo. Le llevaba las peras más dulces y los frutos de su laborioso empeño por multiplicar las plantas mezclándolas entre sí y dándoles de beber agua del manantial por canales que abrió con sus manos. Luluwa y Caín cosechaban híbridos extraños que Eva y Aklia probaban y que más de una vez las enfermaron. Pero si Caín y Luluwa aparecían sin ruido con sus cestas vegetales, las entradas de Abel a la cueva eran triunfales: llevaba leche de las cabras que lo seguían mansas en manadas, cazaba venados, pastoreaba corderos, había domesticado más perros y hasta se las ingeniaba para que aves como el halcón compartieran con él sus presas. Era difícil resistir la inocente bondad de Abel. Eva estaba convencida de que ni se enteraba de los celos del hermano. El mundo de Abel era simple y apacible. Contaba con la constante aprobación y halago de su padre y la compañía de los animales. Pasaba los días sonriente, explorando los bosques más allá del río, y regresaba al caer el sol con sus historias. Caín resentía que Elokim hubiese echado a sus padres del Paraíso. Abel, en cambio, quería congraciarse con él. En la piedra donde Adán no dejaba de ofrecerle al Otro las primicias del sudor de su frente, Abel dejaba también las suyas.