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Adán, que permanecía oculto observándola, la siguió cuando ella circundó la redondez del tronco y desapareció tras él.

No lograba ver aún a la mujer cuando la escuchó. Se preguntó con quién podría estar hablando. Hasta entonces no se habían topado con ninguna otra criatura que poseyera palabras para decir los sentires del cuerpo. El gato, el perro y el resto de animales se comunicaban entre sí con melodías elementales. Si escucharla lo intrigó, ver el árbol reproducido en una imagen idéntica de colores invertidos lo dejó pasmado. Sin hacer ruido siguió el murmullo de las palabras de ella. La vio sentada sobre una enorme raíz que se hundía en la tierra como si fuese una de las extremidades de lo que alcanzó a pensar sería el reflejo de lo que el Árbol de la Vida pensaba de sí mismo. Quizás en vez de hablar, se dijo, el árbol mira lo que imagina. Estaba a punto de emerger en el claro, al lado opuesto del ancho tronco, cuando lo escuchó. Pensó que el Otro al fin se había dejado ver, pero lo asaltó la duda. No se parecía a la voz sin cuerpo cuyos susurros él conocía, la que leve como el aire tenía la cualidad de resonar dentro de su pecho. Ésta era como un líquido deslizándose por la tierra como si arrastrara pedruscos. Escuchó su risa. Se reía como la mujer. Decía:

– ¿Conque se percataron de que los observábamos? ¡Qué perspicacia! ¿Y se han ocupado en buscarnos? ¡Notable! Sospeché que así sucedería pero me alegra comprobarlo. No podíamos resistir el deseo de contemplarlos. Ha sido muy entretenido.

– ¿No eras sólo tú entonces? ¿Tú también tienes pareja?

– ¿Pareja? ¿Yo? Mmmmm. Nunca lo pensé de esa manera.

– Pero ¿hay alguien más, aparte de ti?

– Elokim. Fue Él quien los creó.

– El hombre dice que yo salí de él.

– Tú estabas oculta dentro del hombre. Elokim te guardó en una de sus costillas; no en su cabeza, para que no descubrieras el orgullo, ni en su corazón, para que no sintieras el deseo de poseer.

Eso dijo. Él continuó escuchando.

– ¿Qué hay más allá de este Jardín? ¿Para qué estamos aquí?

– ¿Para qué quieres saberlo? Tienes todo lo que necesitas.

– ¿Por qué no voy a querer saberlo? ¿Qué importa que lo sepa?

– Sólo Elokim lo sabe. Si cedieras al deseo de comer de las frutas de este árbol, tú también lo sabrías. Serías como él. Entenderías el porqué de las cosas. Por eso estoy yo aquí, al pie del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, para prevenirte, porque si comes perderás la inocencia y morirás. -La criatura sonrió maliciosa.

Eva se preguntó de qué estaría hecha. Su piel era diferente a la de ellos, iridiscente y flexible, compuesta por pequeñas escamas, como las de los peces. Era alta y sus formas fluían curvas y gráciles hasta rematar en piernas y brazos largos y flexibles. En su rostro liso, casi plano, sobresalían, dorados y vivaces, los ojos rasgados y la recta hendidura de la boca fija en una expresión de irónica complacencia e impavidez. En vez de cabello, su cabeza estaba cubierta de plumas blancas.

– Él prefiere que ustedes sean tranquilos y pasivos, como el gato y el perro. El saber causa inquietud, inconformidad. Uno cesa de aceptar las cosas como son y trata de cambiarlas. Mira lo que él mismo hizo. En siete jornadas sacó del Caos cuanto ves. Concibió la Tierra y la creó: los cielos, el agua, las plantas, los animales. Al final, los hizo a ustedes, el hombre y la mujer. Hoy está descansando. Después se aburrirá. No sabrá qué hacer y de nuevo seré yo quien tendrá que apaciguarlo. Así ha sido desde la Eternidad. Constelación tras constelación. Las crea y luego las olvida.

Oculto tras el árbol, Adán seguía el diálogo entre Eva y la criatura, lleno de curiosidad. Tenía el pecho apretado y la respiración rápida. Recordaba susurros del Otro advirtiéndole algo sobre un árbol. No acercarse. No tocar. Ninguna explicación clara de por qué no quería que lo hicieran. Hasta ahora la única obligación que tenía sentido para él era la de acompañar a la mujer, aunque ella bien se cuidaba a sí misma. Igual sucedía con el Jardín. Las plantas crecían y se acomodaban a su manera sin su intervención. El tono de la criatura que conversaba con Eva se le hizo vagamente familiar. Era el tono con el que él se interrogaba a sí mismo sobre los designios del Otro. Era semejante al sonido de su impaciencia cuando se esforzaba por comprender su razón de ser.

– Así que tú piensas que es así de sencillo -decía Eva-. Muerdo la fruta de este árbol y sabré cuanto quiero saber.

– Y morirás.

– No sé qué es eso. No me preocupa.

– Eres demasiado joven para que te preocupe.

– Y tú, ¿cómo es que sabes todo esto?

– Existo desde mucho antes que tú. Te dije que he visto crear todo esto, y tampoco entiendo qué sentido tiene. Elokim saca infinitas permutaciones de la nada. Les da mucha importancia.

– ¿Tú no?

– Lo encuentro un ejercicio fútil no desprovisto de arrogancia.

– ¿Piensas que somos un capricho de ese Elokim que nombras?

– No lo sé, la verdad. A veces me lo parece. ¿Qué sentido tendrá la existencia de ustedes? ¿Para qué los creó? Se terminarán aburriendo en este Jardín.

– Adán piensa que labraremos la tierra, cuidaremos las plantas y los animales.

– ¿Qué hay que cuidar? ¿Qué hay que labrar? Todo está hecho. Todo funciona a la perfección. -Suprimió un bostezo-. Sin embargo, Adán y tú, a diferencia de todas las criaturas del Universo, poseen la libertad de decidir lo que quieren. Son libres de comer o no comer de este árbol. Elokim sabe que la Historia sólo comenzará cuando usen esa libertad, pero ya ves, tiene miedo de que la usen, teme que su creación termine pareciéndosele demasiado. Preferiría contemplar eternamente el reflejo de su inocencia. Por eso les prohibe que coman del árbol y decidan ser libres. Quizás la libertad no sea para ustedes. Ya ves, la sola idea te paraliza.

– Se diría que deseas que muerda esta fruta.

– No. Sólo envidio que tengas la opción de escoger. Si comen de la fruta, tú y Adán serán libres como Elokim.

– ¿Qué escogerías tú, el saber o la eternidad?

– Soy Serpiente. Te dije que no tengo la opción de escoger.

Eva miró el árbol. ¿Qué cambiaría si ella se atrevía a morder sus frutos? ¿Por qué creerle a la Serpiente? No se atrevió a hacer la prueba, sin embargo. Miró sus manos, movió sus largos dedos uno y otro y otro.

– Volveré -dijo.

Capítulo 2

Después de nadar y tenderse al sol, el hombre y la mujer se retiraron ambos dentro de sí mismos. ¿Qué pensará Adán?, se preguntaba Eva. ¿Qué pensará Eva?, se preguntaba Adán.

Pero ninguno podía adivinar los pensamientos del otro. Recostados sobre la hierba miraban las hormigas construir su nido, cargar pequeñas hojas sobre sus espaldas y marchar en fila ordenadamente hacia el agujero en la tierra donde tendrían su refugio. A su alrededor, el verdor era deslumbrante, interrumpido aquí y allá por el brote de color de ramas y arbustos cargados de flores. Los dos ríos que atravesaban el Jardín se dividían en cuatro afluentes. El más quieto, al lado del cual se encontraban, surcaba a través de una elevación en cuyas laderas se acomodaban rocas pulidas, enormes, verdi-grises, que obligaban a la corriente a quebrarse, amansarse y cantar entre la vegetación de coníferas y el manto mullido de helechos de grandes hojas dentadas. Eva aspiró el olor vegetal y sintió la cálida brisa secar su cuerpo, pasarle encima ingrávida y placentera. Adán también se abandonó a la sensación del viento, al aroma denso del Jardín, al ruidoso retozar de la enorme osa negra en la ribera opuesta. Los árboles susurraban en su idioma de hojas sobre su cabeza. En una rama baja, un canario limpiaba sus plumas con el pico. De vez en cuando de su garganta irrumpía una melodía alta y aguda que parecía contener la esencia de todos los sonidos circundantes.