Hizo el intento de poner la oveja al lado de las dádivas del hermano, pero éste le cortó el paso.
– Lo siento, Abel. Tendrás que buscar otro lugar para tu ofrenda.
– Creí que lo haríamos juntos.
– Te equivocaste.
– Pero hay espacio.
Caín lo empujó. Tensó el lado derecho de su cuerpo y arremetió con fuerza suficiente para hacer vacilar el equilibro del otro.
– ¡Caín! -exclamó Luluwa.
– Tú quieta -le gritó Caín.
Abel miró al hermano de arriba abajo, incrédulo, y, haciéndose a un lado, empezó a recolectar piedras para hacer su propio altar. Sus movimientos bruscos delataban su pasmo y malestar.
Caín vigilaba al hermano por el rabillo del ojo. Luluwa estaba sentada en una roca, la espalda encorvada, los brazos cruzados en la cintura, su pie moviéndose nerviosamente, haciendo dibujos en la tierra.
Abel terminó al poco rato de improvisar el ara donde colocó el cordero. Después se puso de rodillas. Se quedó quieto con los ojos cerrados.
Caín también se arrodilló. Oyó su corazón palpitar en sus brazos, en sus piernas, impelido por la excitación de una rabia que lo llenaba todo y le impedía pensar u orar.
El cielo oscuro anunciaba chubasco. Luluwa miró las nubes negras y ominosas en el horizonte. Sintió el viento levantar la frente, soplar entre los árboles.
Repentinamente, la luz fulgurante de un rayo los cegó. Sintieron el olor a carne quemada. Había caído exactamente sobre el cordero de Abel, consumiéndolo.
En las piedras sólo quedaba la silueta del animal y un montón de negra ceniza.
Abel miró a Caín. Sonrió beatíficamente.
– Alabado sea Elokim -dijo en voz alta y se postró.
Maldito seas, Elokim, pensó Caín, maldito seas. Prefieres a mi hermano, igual que mi padre.
Él nunca había escuchado la voz de Elokim. Cuando la escuchó súbitamente reverberar en su cabeza se puso a temblar. Oyó claramente el reclamo: ¿Por qué me maldices, Caín, por qué estás triste? Si eres atento y justo, también aceptaré tu ofrenda. Cuando me insultas te insultas a ti mismo.
Salió corriendo, avergonzado, contrito. No se detuvo hasta que llegó donde Eva. Se le metió en el pecho como cuando era niño.
– La Voz me habló. La Voz me habló -repetía-. La oí, madre. La oí.
Eva lo acunó. Lo apaciguó. La confusión de Caín era un desgarro en su corazón. Todos sus otros hijos alguna vez habían creído escuchar la voz de Elokim. Todos menos Caín. Ahora que la había escuchado, ella intuía que a la par del terror, al fin se sentía tomado en cuenta. Adán, que recién bajaba al refugio, supo por Eva lo sucedido. Vio a Caín apretado entre sus brazos. Antes de que pudiera reaccionar sintieron a Abel y Luluwa entrar al refugio, deslizándose presurosos por la escalera. Caín saltó fuera de los brazos de la madre, se colocó en un rincón, la espalda contra la pared, el rostro hosco. Abel no lograba contener su emoción.
El mismo Elokim se había llevado su ofrenda envuelta en un rayo de luz, dijo jubiloso. Tendrían que haberlo visto, exclamó. De la oveja que puso en la piedra de las ofrendas apenas quedaron cenizas.
Luluwa no sólo corroboró lo que decía Abel, narró el altercado entre los hermanos. Reprochó a Caín. No era así que lograría la comprensión de Elokim, dijo. Los ojos de Caín brillaron en la oscuridad. Impenetrables. Calló. Dejó que celebraran a Abel y lo censuraran a él. Aklia lo miraba de reojo. Intentó sentarse a su lado, tomarle la mano. Él la apartó con un manotazo que nadie sintió mas que ella.
Caín no durmió esa noche. Vagó frente a la cueva, bajo la luz de la luna. Eva se asomó y vio la silueta acongojada, el furor de sus pasos. Volvió al lado de Adán apesadumbrada y no pudo conciliar el sueño.
Al otro día, Caín se fue con Aklia al campo. Adán pensó que estaba más tranquilo. Luluwa estuvo agitada hasta que regresaron. Eva no lograba aquietar el ruido en su interior. Será el otoño, pensó, ver cómo muere todo lentamente. Los árboles quedándose sin hojas, la noche que corta, el graznido de los búhos, el sonido de pasos que no existen más que en mi imaginación. El mundo tenso, agazapado, le recordaba el aire detenido después de comer la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.
La madre acurrucó a Aklia.
– Caín no me quiere -dijo ella-. Ni Caín ni Abel ni Luluwa ni mi padre. ¿Qué soy yo, madre? ¿Cuál es mi destino? Veo las bandadas de monos y a menudo quisiera irme con ellos.
– Pero no eres una de ellos, Aklia.
– Me sentiría más cómoda. Nadie me rechazaría.
– ¿Qué sabes, hija?
– Sé que Caín no se apareará conmigo. ¿Qué sabes tú, madre?
– No eres un mono.
– ¿Y qué importaría si lo fuera? Al menos sabría qué soy.
– Pero tú piensas.
– ¿Cómo sabes que ellos no piensan?
– No hacen más que sobrevivir. No hablan.
– ¿Y eso está mal?
– No sé, Aklia. A veces no sé cuál es el Bien y cuál es el Mal. Tranquilízate. Duérmete.
Eva pensó largo rato en las palabras de Aklia. Viendo su rostro recordó el mono que la invitara a subir a un árbol en la hondonada y que luego le mostrara el camino de regreso a la cueva. La apretó contra sí. Lloró sin hacer ruido. Sus lágrimas humedecieron el pelo de su hija.
Capítulo 28
Apartado de todos, Caín se dedicó a sus semillas. Sacó la cosecha de lentejas, de trigo, removió la tierra para los cultivos que asomarían en primavera. Regresaba a la cueva a horas intempestivas. Vigilaba a Luluwa y Abel. Se negaba a hablarle a Aklia.
Adán se resistía a sumirse en la tristeza que los amenazaba. Habían sobrevivido hasta ahora y continuarían sobreviviendo. Él y Eva se reproducirían si es que los hijos no lo hacían. Con el tiempo, Caín calmaría su desasosiego. Si su madre y él soportaron la pérdida del Paraíso, él tendría que resistir. Había que esperar. El tiempo pasaba y se llevaba la inconformidad, uno aceptaba lo que no podía cambiar. Eva estaba ojerosa. Dormía poco.
Volvió la rutina de la caza. Se acercaba el invierno y debían prepararse para las noches frías y oscuras, para la tierra yerta y los árboles desnudos. Abel y Adán retornaron a salir juntos. Aklia, Luluwa y Eva recogían hongos, hierbas y peces.
Las noches eran tensas, llenas de ruidos y pasos. Eva cerraba fuerte los ojos y se negaba a ver quién andaba por allí. Obligaba a Adán a que se quedara quieto. Una madrugada le pareció oír una manada de monos al otro lado de la pasarela. Se sentó y buscó a Aklia y no pudo verla, pero por la mañana ella estaba allí como siempre. Fue un sueño, se dijo.
Llegó el día en que Caín salió de su alejamiento. Eva pensó que quizás ella volvería a dormir como antes y no el sueño frágil cortado por sonidos que ya no atinaba a saber si eran reales o imaginarios. Vio a Caín acercarse a Abel y los vio conversar y tuvo que apartarse para esconder sus lágrimas de alivio.
A la mañana siguiente los hermanos salieron juntos. Eva los vio partir envueltos en un aire plácido. Inclinado sobre el surco que abría para desviar agua del río y acortar el trecho que caminaban para apagar la sed, Adán sonrió a su mujer.
El día transcurrió ligero y cristalino. Hacia el crepúsculo, Eva pintaba vasijas, Aklia afilaba anzuelos, Adán terminaba el canal para llevar el agua. El ruido de la hojarasca, de alguien corriendo los hizo levantar la cabeza.
Luluwa salió de los arbustos, jadeando.
¿Qué fue lo que dijeron los ojos de Luluwa que la sacudió? Eva se levantó con urgencia.
– ¿Qué pasó? -preguntó.
Luluwa abrió la boca. No salió ningún sonido.
– ¿Qué pasó? -repitió la madre.
Adán y Aklia dejaron lo que hacían.
– Caín golpeó a Abel. Abel ya no hace ruido. Está en el suelo, con los ojos abiertos.