¿Qué habría querido decir la Serpiente cuando afirmaba que lo que llamaba «Historia» solamente empezaría cuando usaran su libertad? ¿Por qué dijo envidiar que tuvieran la opción de elegir? ¿Por qué decía que no debían comer del Árbol de Conocimiento al mismo tiempo que la incitaba a comer? ¿Cuál era su relación con el Otro? ¿Qué era lo que el Otro temía darles a conocer? Eva no lograba comprender el acertijo. Por sobre todas las cosas, no entendía por qué aquel Elokim había decidido inquietarla de esa manera. ¿Por qué revelarle la existencia del árbol en el centro del Jardín, imprimirle en los huesos el camino para encontrarlo? De no haber sido por ella, Adán no habría andado hasta allí. Jamás había visto esos árboles, según le dijo, admirando su curiosidad, la intuición que la guió hasta ellos. Miró a Adán tendido sobre la hierba, con el brazo alzado cubriéndole los ojos. Su pecho subía y bajaba rítmicamente. Era grande el hombre, largo, las superficies rectas, sin contornos; sólo el relieve de sus músculos se asemejaba a las redondeces que predominaban en ella. Se preguntó si Elokim lo habría tallado de algún filón de montaña, si a ella la habría hecho más pequeña y blanda para no causarle dolor al hombre cuando la sacó de su interior. ¿La habría moldeado pensando en alguna fruta, en una colina? Le habría gustado saberlo.
Adán pensó que casi le era posible escuchar lo que ella estaba discurriendo. ¿Cómo haría para mantenerla alejada del árbol? La docilidad no estaba en su naturaleza. Lo mejor de ella era su incapacidad de estarse quieta, la vivacidad con que miró e interrogó todo desde el principio.
Llovió. Con la lluvia cayeron los pétalos blancos con que se alimentaban. Él le enseñó cómo arrancar una hoja de plátano y sostenerla abierta hasta que rebosara de pétalos. Después de la lluvia salió el arco iris. Parecía el puente entre el cielo y la tierra, dijo él, pero nunca había visto a nadie cruzarlo.
– ¿Por qué la criatura del árbol, la que se llama Serpiente, ha visto a Elokim y nosotros no? -preguntó Eva.
– Curioso que se haya nombrado a sí misma -comentó Adán, pensativo.
– ¿No crees que ella misma sea Elokim?
Adán la miró asombrado de que pudiera pensar algo así.
– ¿Por qué no podría serlo? Parece saber todo lo que el Otro piensa -insistió Eva.
– Quizás sea su reflejo.
– Dijo que nosotros éramos el reflejo de Elokim.
– ¿Igual que el Árbol del Conocimiento es reflejo del Árbol de la Vida?
– Supongo que sí.
– Pero si nosotros somos su reflejo, la Serpiente no puede serlo. No se nos parece.
– ¿Acaso nosotros también tendremos nuestro reflejo?
– No sé, Eva. Haces muchas preguntas que no puedo responder. Continuaré buscando al Otro. Tú quédate aquí. No hables más con la Serpiente. Cálmate. Estás muy inquieta.
Ella se acercó al borde del agua y sus pies la llevaron ribera abajo. El agua del río era limpia y entre las rocas brillaban las escamas de peces multicolores. Un pez grande y rojo con la boca manchada de blanco y negro nadaba con determinación hacia un recodo donde se divisaba agua quieta. Lo siguió. Subió sobre la piedra oscura que sobresalía encima del estanque y se sentó a observar al pez que se movía grácil en la profundidad sin alterar la placidez del agua. Un burbujeo ascendió súbito del fondo y un ojo salido de quién sabe dónde abrió sus párpados, la miró y al hacerlo le concedió ver a través de su tembloroso cristalino imágenes fascinantes y vertiginosas en las que ella mordía el higo y de ese minúsculo incidente brotaba una espiral gigantesca de hombres y mujeres efímeros y transparentes que se multiplicaban, se esparcían por paisajes magníficos, sus rostros iluminados con gestos y expresiones incontables, sus pieles reflejando desde el brillo de los troncos húmedos hasta el pétalo pálido de los rododendros. Alrededor de ellos surgían formas, objetos sin nombre entre los que se movían con aplomo y sin prisa, inquisitivos y curiosos, persiguiendo una multiplicidad de visiones que se ramificaban a su vez mostrando honduras, estratos de símbolos incomprensibles sobre cuyo significado argüían enfrascados en ruidos y armonías confusas, pero cuyo eco resonaba en el interior de ella como si, al desconocerlos, los conociera. En el acelerado rodar de ciclos sucesivos, los vio ocultos y confundidos arder y contorsionarse, crear y dominar terribles conflagraciones de las que emergían, una y otra vez. Sus rostros se renovaban incansablemente en el movimiento incesante de aquel enjambre animado y bullicioso que se desplazaba por parajes incógnitos gesticulando, mostrando emociones que rechinaban o flotaban en el líquido que las proyectaba y en las que ella percibió a la par del mismo deseo de saber que la consumía a ella, profundas corrientes y perplejidades que habría deseado poder nombrar. Asomarse a aquel tumulto enérgico y empecinado, vislumbrar los espacios ignotos, sentir el murmullo de su sangre responder a un destino vulnerable y común, le inspiró una ternura y un deseo más hondo del que cosa alguna le hubiese provocado hasta entonces. Curiosamente, la última imagen que surgió cuando el agua aún no terminaba de aquietarse fue tan plácida y clara que no logró saber si era ella la que volvía a saberse en el Jardín o si el misterio del final de todo aquello era la posibilidad de regresar al principio.
La Historia, se dijo. La había visto. Era eso lo que empezaría si ella comía la fruta. Elokim quería que ella decidiese si existiría o no todo aquello. Él no quería hacerse responsable. Quería que fuese ella quien asumiera la responsabilidad.
Capítulo 3
Corrió en busca de Adán. No lo encontró en la pradera donde él solía enseñarle al perro a obedecer y adivinar sus pensamientos. No lo encontró en el bosque, ni de regreso en la ribera del río. Cansada, se detuvo y se sentó sobre la hierba. Miró a su alrededor con nostalgia, como si mirara un recuerdo. Vio el verdor, el agua y las montañas azules.
¿Qué diferencia existía entre las imágenes que viera en el agua y las otras que a menudo se le revelaban mientras caminaba por los parajes apartados del Jardín, a solas, sin que los pasos de Adán a su lado se interpusieran entre ella y su imaginación? Adán llamaba visiones a las criaturas fabulosas que ella presentía en los recodos de vegetación espesa donde la luz dorada se filtraba apenas: las mujeres de agua jugando con mariposas de largas cabelleras y diminutos rostros sonrientes, los pájaros con voces humanas discutiendo el mundo con animales de torso humano, las hojas enormes donde aparecían y desaparecían jeroglíficos, las enormes criaturas que se alimentaban de nubes espesas que arrancaban del cielo, el lagarto que escupía fuego mientras perseguía un cuerpo tan largo que, siendo el suyo, atacaba como si perteneciese a otro.
A diferencia de aquellas visiones que tenían una cualidad iridiscente y fugaz, las del río eran rotundas, claras, su realidad más contundente que la del mismo Jardín. Al verlas le había sido dado, pensó, no sólo compartir la mirada envolvente que provenía del interior de Elokim, sino experimentar la abundancia de vida que lo inundaba y cuya profusión era un desborde irreprimible que, quizás burlándose de su propia voluntad, se transformaba en creación y brotaba de su deseo antes de que él tuviese tiempo de arrepentirse. El destino de seres que, movidos quizás por lo que la Serpiente llamaba libertad, se las ingeniarían para traspasar su voluntad creadora y vivir más allá de ésta, le tendría que parecer fascinante a Elokim por mucho que lo desafiara. De allí que la incitara a hacer existir ese mundo. La curiosidad de ver a esos seres creándose a sí mismos y destruyéndose entre sí le resultaría tan irresistible como a ella.