Capítulo 6
Por segunda vez en su vida, Adán durmió. En el sueño vio una esfera inmensa erizada de espinas. Las espinas eran árboles rectos y verticales. De cada uno emergía la cintura, el torso y la cabeza ya fuera de un hombre, ya fuera de una mujer. Cada uno de estos seres mitad árbol mitad ser humano tenía aferrado a sus brazos extendidos otros hombres y mujeres, que formaban las copas de aquel extenso bosque humanoide. Los árboles iban cayendo tronchados uno a uno. Crujían y se desplomaban dejando escapar largos lamentos. Adán volaba sobre la multitud de miradas fijas que lo contemplaban impotentes y cuyas voces sonaban en su corazón desconcertadas por el terror de un fin que no llegaban a comprender. Adán seguía volando, no podía detener aquel vuelo en círculos, no podía detener el restallar de los árboles muriendo.
Despertó temblando. Se alzó del lado de Eva. La despertó. Escuchó afuera el estruendo vengativo y hostil del viento. La tierra se convulsionaba. Pensó que sería el pálpito tenue con que a veces se declaraba viva, pero lo desconcertó el ánimo hostil con que los sacudía, como si intentase desembarazarse de ellos. Eva lo miró alarmada. La cueva donde recién habían retozado parecía estar siendo estrujada por un puño gigantesco. Se desprendían trozos de cuarzo rosa y de cristal, haciéndose añicos al caer. Piedras y polvo los asediaban hostiles. El mundo de cataclismos y cometas perdidos, cuyo estruendo se colaba de vez en cuando en sus tardes, repentinamente irrumpía bajo sus pies. ¿Adán, Adán, será porque comimos la fruta? También vi a nuestros descendientes, gritó él. Vivirán pero, por nuestra culpa, morirán, caerán tronchados uno a uno, gimió. Trató de ponerse de pie, de caminar, sin lograr el equilibrio de sus piernas. Cayó una y otra vez. Seguían lloviendo pedruscos, las paredes de la cueva se quebraban. Una nube sucia de polvo los envolvía, obligándolos a entrecerrar los ojos. Eva se tapaba la cabeza con los brazos. Intentó caminar, igual que Adán, e igual que él cayó en cada intento. Ahora morirían, pensó. Se cumpliría cuanto la Serpiente había pronosticado. A gatas, Adán pudo avanzar un corto trecho. Dijo a Eva que hiciera lo mismo y lo siguiera. Como un animal, pensó ella. Y a gatas como un animal lo siguió. La tierra no dejaba de rugir, de bambolearse. Una piedra cayó sobre la pierna de Adán. Él gritó de dolor y ella se acercó y logró quitársela de encima. La pierna de Adán sangraba. Nunca habían visto sangre. Miraron la herida. El rojo encendido corriendo como un pequeño afluente sobre la piel. Salgamos, dijo Adán. Tenían que salir de allí antes de que las paredes de la cueva se desplomaran. Mis ojos, pensó Eva, están tan abiertos; me arden. Tengo miedo. A gatas, a rastras, salieron de la cueva. Afuera el cielo estaba oscuro, un polvillo gris caía sobre la tierra, una lluvia sólida que lastimaba la piel. Apenas lograron ver en el caos, el desorden del Jardín, los animales corriendo, gritando. Oían el crujido de árboles arrancados de cuajo, un estrépito de desastre que repentinamente los transformaba en pequeñas criaturas vulnerables, quebradizas y aterrorizadas. A pocos metros de ellos, la tierra se abrió partida por un trallazo invisible. Eva cerró los ojos y gritó tan fuerte como pudo, pensando que el sonido de su voz quizás acallaría el furor del espíritu iracundo empeñado en destruirlo todo. Adán apretó los puños, le dijo que callara. Era ella, pensó. Ella y su curiosidad. La arrastró deslizándose lo más lejos que pudo del precipicio que se abría desde la grieta con un sonido ensordecedor. A empellones y crujidos, se desgarraba la tierra escindiéndose como si un invisible rayo todopoderoso la estuviese cortando, cavando un ancho abismo. Eva no quería ver lo que veía: el Jardín moviéndose fuera de su alcance, negándoseles. Lo vio recomponerse al otro lado de la ancha y profunda hendidura cuando el suelo dejó de sacudirse. Lo vio retornar a su placidez, a la luz dorada, como una extraña isla en la tierra. El Jardín, exclamó para sí, nunca pensó que lo perderían, nunca pensó que ellos quedarían fuera, separados, excluidos.
Súbitamente sintieron una oscilación acuática, como si bajo la superficie de la Tierra una marea meciese las rocas, cuanto hacía poco era sólido y rígido. Junto a ellos apareció, de improviso, una larga y extraña criatura de cuerpo circular y piel de escamas, deslizándose por el suelo. Eva reconoció el rostro, los ojos.
– ¿Eres tú?
– Me ha convertido en esto. Ya se le pasará. Cuando se enfurece hace cosas que luego olvida. Con suerte, cuando las recuerda, se arrepiente y las corrige. Lo que me ha hecho no durará, pero para ustedes el tiempo será largo. No podrán volver al Jardín.
– Es tu culpa -dijo Adán, reconociéndola-. Nos engañaste. Convenciste a la mujer y ella me convenció.
– Usaron su libertad -dijo la Serpiente-. Así tenía que suceder.
– ¿Y qué haremos ahora?
– Vivir, crecer, multiplicarse, morir. Para eso fueron creados, para el conocimiento del Bien y del Mal. Si Elokim no hubiese querido que comieran la fruta, no les habría dado la libertad. Que se atrevieran a desafiarlo, sin embargo, hiere su orgullo. Ya se le pasará. Ahora los echa porque teme que coman del Árbol de la Vida y no mueran nunca. Quiere tener sobre ustedes el poder de su eternidad.
– Me tendrías que haber dicho que comiera también de esa fruta, que así evitaríamos la muerte -suspiró Eva.
La Serpiente chasqueó la lengua. Eva contuvo un gesto de repugnancia al ver que la tenía partida en dos.
– Eres incorregible -dijo-. Pero no creas que la eternidad es un regalo. Tendrán una vida efímera, pero les aseguro que no se aburrirán. Al no tener vida eterna tendrán que reproducirse y sobrevivir, y eso los mantendrá ocupados. Y ahora debo irme, evadirlo antes de que me quite la facultad del habla. Lo ha hecho más de una vez. Caminen hacia allá. Encontrarán una cueva.
La tierra volvió a mecerse y sacudirse. Jirones de luz refulgentes, atronadores, restallaban contra el cielo. En un parpadeo, la Serpiente desapareció, ágil, reptando entre la maleza.
Adán miró a la mujer. Se apoyaron el uno en el otro intentando conservar el equilibrio. Tambaleándose, buscaron el refugio de un árbol. Se aferraron al tronco para no caerse. Los ojos muy abiertos de Eva se posaban aquí y allá, sin detenerse en nada. Él olió su miedo, experimentó por primera vez la incertidumbre, el pavor de no saber qué hacer, dónde ir. Si al menos la tierra dejara de temblar, pensó. Se deslizó con Eva hasta el suelo. La abrazó. Igual que él, ella también temblaba, doblada sobre sí misma, la cabeza oculta entre las rodillas. La oyó rogarle a la tierra que se aquietara.
Capítulo 7
Cuando el suelo terminó de sacudirse y pudieron ponerse de pie, se asomaron al precipicio que los separaba del Paraíso. La claridad que hasta entonces brillara sobre sus cabezas había sido sustituida por un cielo gris, extraño, deslucido, una penumbra fría, amarillenta, en la que flotaban nubes de polvo. Miraron la grieta, intentaron adivinar, en medio de la espesa polvareda algún pasaje por donde regresar al Jardín, pero el abismo lo circundaba. Adán se postró de rodillas, hundió la frente en la grava del borde y golpeó el suelo con el puño al tiempo que dejaba escapar un lamento de rabia y desesperación. Eva lo miró consternada. No lograba explicarse la catástrofe, ni la violenta reacción de Elokim. Semejante despliegue de furia, ¿habría sido provocado por su atrevimiento de comer la fruta o por el conocimiento que Adán y ella descubrieran en la cueva? ¿Los echaba para no tener que ver lo que saldría de ellos, lo que ella había visto en el río? Quizás le habría dolido que, puestos a escoger, ella y Adán decidieran optar por lo que no conocían. Sin duda que el Jardín era hermoso (¡tan hermoso!) y que Él se había encargado de que nada les faltara.